4. MOTIVOS Y ESTRATEGIAS EN
LA CREACIÓN TEATRAL PARA NIÑOS Y JÓVENES
Al
margen de la clasificación que atiende a criterios más o menos objetivos como
los antes citados (para representar por adultos, para representar por niños, para
leer; para actores o para títeres; escritas para receptores jóvenes o adultos;
etc.), un análisis pormenorizado de estas obras debería indagar en las causas o
motivos que han movido a los dramaturgos a escribirlas, así como en las
estrategias comunicativas a las que han recurrido para expresarse; utilizando
la terminología de Ángel Berenguer y el método propuesto por este estudioso,
debería estudiar los motivos y las estrategias que subyacen en estas obras
[1]
.
En este capítulo nos centraremos en aquellos que parecen comunes a la mayoría
de los autores que escriben teatro para niños y jóvenes, ya que el estudio de
los motivos y estrategias específicos de cada uno de ellos requeriría un
estudio pormenorizado que escapa con mucho a los límites de este trabajo.
4.1.
Enseñar y divertir como motivos de la creación teatral
Enseñar y divertir parecen ser dos palabras clave a la hora de hablar de la
finalidad que se suele perseguir con las obras de teatro para niños. Hasta no
hace mucho tiempo, ambos términos eran repetidos hasta la saciedad por los
propios autores dramáticos cuando hablaban de sus propósitos a la hora de
escribir para niños y jóvenes, y en muchos casos aún se siguen manteniendo.
No
obstante, también existen importantes excepciones de autores que han mostrado
su oposición a la idea de que hacer teatro para niños implique necesariamente
una finalidad educativa. Por poner un ejemplo significativo, ya a principios
del siglo XX Benavente había mostrado su aversión al teatro concebido con
utilidad pedagógica; por el contrario, en su opinión, al escribir para niños
“es preciso huir de toda preocupación docente, y mucho más utilitaria”
[2]
.
El autor cree en la bondad natural de los niños y en su espíritu “abierto
siempre a la generosidad y a la esperanza”
[3]
, por
lo que aborrece de la opinión de quienes intentan adoctrinarlos considerándolos
“pequeños salvajes”, pues cree que si estos se comportan de forma equivocada
suele ser por mimetismo hacia los mayores, que no reprueban ciertos actos en
ellos mismos y sí lo hacen en los niños; y concluye: “Entonces, dirán ustedes:
‘Más que un teatro para divertir a los niños, hacía falta uno para educar a los
grandes...’. Sería inútil. Habría que cerrarlo. Parecería inmoral”
[4]
.
Este
rechazo del teatro pedagógico sigue muy vigente en nuestros días en ciertos
ámbitos. Para explicar los orígenes de esta actitud, hay que recordar que a lo
largo de los siglos ha existido un teatro conservador, principalmente religioso
(cuya tradición se remonta a los jesuitas), que ha hecho hincapié en la
finalidad educativa del teatro para niños; modelo que han rechazado
frontalmente las corrientes teatrales más renovadoras. Tal como señala Juan
Cervera, este teatro tenía un claro propósito docente y una intención moral y
ascética, y así se refleja, por ejemplo, en las palabras del dramaturgo jesuita
Pedro Pablo de Acevedo, quien definía el teatro como “espejo de la vida” y
“escuela de buenas costumbres”. En este sentido, Cervera habla de un teatro
“que responde claramente a objetivos concretos de preservación moral y de difusión
catequística
[5]
”.
Durante
la dictadura franquista, el teatro infantil de signo conservador se impone
prácticamente como la única opción –con escasas excepciones- hasta los años
sesenta. El concepto del teatro para niños que impone la ideología nacional-católica queda expresado de
forma bien elocuente en las palabras con las que Alfredo Marqueríe, en los años
cincuenta, presentaba el libro Ventana de
ilusión:
Además,
hay lo que pudiéramos llamar una responsabilidad moral en el escritor de obras
dedicadas a la chiquillería. Si esas obras no encierran, más o menos
disimuladamente –más bien más que menos-, un valor didáctico y pedagógico no
responden a los imperativos de una conciencia limpia. Pensemos que el
receptáculo infantil –y muy especialmente el de los espectadores de obras de
teatro- es como un surco abierto que espera la semilla. Hace falta tierra
fecunda, pero también es necesario grano fértil
[6]
.
En la
concepción del teatro para niños que expone Marqueríe subyace la idea de que el
teatro para niños –receptáculos vacíos que esperan ser rellenados con
“semillas” educativas- es un género radicalmente alejado del teatro de adultos
–espectadores experimentados que no sacarán ningún placer ni provecho de las
obras destinadas a la infancia-, y así lo expresa unas líneas más abajo:
El
teatro infantil es uno de los géneros más difíciles del mundo porque lo que a
nosotros, los mayores, nos agrada, les disgusta a los niños, y lo que a estos
les seduce y encanta, nos aburre o encocora a los que no tenemos el privilegio
de contar pocos años
[7]
.
Desde
los años noventa del pasado siglo (con especial intensidad en los años que
siguieron a la promulgación de la LOGSE), la proliferación de obras escritas
expresamente para cubrir las llamadas “enseñanzas transversales” provocó, no
sin razón, una especie de “empacho pedagógico” entre los especialistas en
literatura infantil, y acabó por señalar como teatro menor a todo aquel teatro
que tuviera una finalidad educativa. Si hasta entonces el teatro pedagógico
estuvo ligado a una mentalidad conservadora, a partir de la reforma educativa
se produjeron también una serie de obras que transmitían contenidos
supuestamente progresistas, como la no discriminación, la tolerancia, el
respeto al medio ambiente, etc., aunque la forma de transmitirlos no era menos
esquemática y falta de elaboración artística que la de las obras conservadoras.
Los editores, para destacar la presencia de estos contenidos –tal vez
considerando que su inclusión podía incrementar las ventas del libro-
incluyeron –y continúan haciéndolo- en lugar destacado indicaciones sobre las
materias transversales que pueden ser tratadas a partir de la obra en cuestión
[8]
.
Por
todo ello, en la actualidad, términos como “didáctico” o “pedagógico” son términos
que parecen estigmatizados entre los sectores más innovadores e inquietos del
teatro para niños. Por poner un ejemplo, citamos un editorial de la revista El Pateo sobre los espectáculos
teatrales actuales (aunque resulta extensible igualmente a los libros):
[...] ya va
siendo difícil encontrar un montaje donde conceptos como la integración, la
igualdad, la xenofobia, el racismo y demás modas y modismos de lo políticamente
correcto no conviertan en una prolongación pedagógica y didactista del horario
lectivo lo que en buena ley debiera ser antes que nada una aventura iniciática
hacia la brillante emoción del conocimiento que el verdadero teatro proporciona
[9]
.
Así
mismo, refiriéndose a la literatura infantil en su conjunto (y no
específicamente al teatro), Luis Sánchez Corral denuncia la presencia en el
mercado editorial de una literatura infantil descuidada en sus aspectos
artísticos que responde a un concepto muy concreto de la infancia y de la
educación:
Dos
son, según vemos, los factores que deterioran las posibilidades de la
literatura infantil mal entendida: los intereses comerciales (aunque legítimos)
del libro concebido como objeto industrial susceptible del tratamiento
publicitario del marketing y el
didactismo moralizante de las intenciones preconcebidas. En uno y otro
condicionante subyace la presión –directa o indirecta- de una ideología
específica, que exige un tipo de receptividad unidireccionalmente ejercida; una
ideología que concibe al niño como ser-objeto-receptáculo al que hay que conquistar
comercial o (pseudo)culturalmente y, por consiguiente, sin competencia
literaria, sin autonomía de pensamiento y sin la capacidad de la fruición o del
placer estético.
Al
final del proceso nos encontramos con unos textos pragmáticamente edificantes, con
unos libros fabricados para niños, editados bajo los atractivos de mil
disfraces; libros que, en el mejor de los casos puede que entretengan, informen
y hasta enseñen a leer mecánicamente; libros tal vez útiles para aprender las
lecciones del colegio, las virtudes más acomodaticias o las normas de urbanidad
al uso. Pero el resultado final no puede ser literatura, ni arte, ni poesía ni
estética, porque, obviamente, falta lo principal, aquello que transforma el
lenguaje estándar en lenguaje poético: la preocupación o cuidado de las formas
expresivas y la voluntad de estilo literario
[10]
.
4.1.1.
Un teatro que adoctrina y un teatro que interroga
No
obstante, tampoco se trata de defender un teatro evasivo que sirva únicamente para
entretener o pasar el rato, sin que su lectura (o la asistencia a su
representación) trascienda a la experiencia posterior del niño y a su forma de
entender el mundo. Así, por ejemplo, Luis Matilla se expresa en este sentido
cuando se refiere a su propia motivación a la hora de escribir teatro para
niños:
Nuestro
compromiso como autores es el de ofrecer una visión alternativa del mundo que
reciben a través de los medios de comunicación mediante una elaboración poética
e imaginativa de los mismos que les permita enriquecer y neutralizar las
visiones tantas veces descontextualizadas e incluso sesgadas por intereses
inconfesables. […] En absoluto pretendo sugerir que se introduzca al niño en
las temáticas actuales con tratamientos que puedan producir en ellos angustia o
desasosiego, sino muy al contrario, descubriéndole caminos creativos y
divergentes que le brinden nuevos puntos de vista desde los que contemplar
nuestra sociedad
[11]
.
En realidad,
más que distinguir entre un teatro con voluntad didáctica y otro que carece de
esta intencionalidad, lo que habría que tener en cuenta es el concepto de la
enseñanza que tienen sus respectivos autores. En su definición del término
“enseñar”, el Diccionario de la Real Academia ofrece varias acepciones, con
importantes diferencias de matiz: 1) ‘Instruir, adoctrinar, amaestrar con
reglas o preceptos’; 2) ‘Dar advertencia, ejemplo o escarmiento para que sirva
de experiencia y guía para obrar en lo sucesivo’; 3) ‘Indicar, dar señas de
algo’; 4) ‘Mostrar o exponer algo, para que sea visto y apreciado’; 5) ‘Dejar
aparecer, dejar ver algo involuntariamente’, y 6) ‘Acostumbrarse, habituarse a
algo’. Y en estrecha relación con estas acepciones, da las siguientes de
“Enseñanza”, entre otras: ‘Ejemplo o suceso que sirve de experiencia, enseñando
o advirtiendo cómo se debe obrar en casos análogos’ y ‘Conjunto de
conocimientos, principios, ideas, etc., que se enseñan a alguien’. En
definitiva, unas acepciones insisten más en el carácter de “adoctrinar”,
mientras que otras lo hacen en el de “mostrar”.
Podemos
distinguir, por tanto, entre dos formas claras de entender la enseñanza: una,
como instrucción o adoctrinamiento que el adulto impone al niño, y otra como
apoyo por parte del adulto hacia el niño, mostrándole aquello que le puede ser
útil para que este descubra y comprenda el mundo que le rodea. Y en estrecha
relación con el concepto de la enseñanza, aparecen conceptos muy distintos de
la infancia. Desde la primera de las perspectivas, se entiende al niño como un
recipiente vacío (o con ideas equivocadas) al que hay que volcar unos
contenidos que le serán necesarios para ser aceptado en su entorno social. Se
trata de un concepto netamente conservador, y las obras que se inscriben dentro
de este grupo suelen utilizar lenguajes claramente conservadores. Desde la
perspectiva más renovadora, se entiende que el niño tiene capacidad de
descubrir las cosas por sí mismo, por lo que se trata de acelerar o facilitar
el proceso de conocimiento
[12]
.
Luis
Matilla expone su concepto de la enseñanza a través de un personaje que
describe a su profesor de teatro: una enseñanza que no dé respuestas para todo,
sino que ayude al niño a desarrollar su capacidad para buscar las respuestas
por sí mismo:
Nuestro
profe es muy distinto a los otros. El primer día que llegamos a su clase, nos
dijo que él no lo sabía todo y que muchas veces tendríamos que buscar las
respuestas nosotros mismos, y así aprenderíamos a descubrir dónde podemos
encontrar las soluciones a todas las preguntas que nos hagamos en la vida
[13]
.
En el mismo
libro, el personaje anterior expone una nueva reflexión sobre el verdadero
sentido de la enseñanza:
Ahora
que Javier ya no podrá corregir el cuaderno en sucio de mi diario, quisiera
decir que él ha sido la persona que me ayudó a comprender que estudiar no es
aprender cosas que, a veces, no nos interesan nada, sino descubrir lo que
verdaderamente nos gusta y luchar para conseguirlo, aunque nuestros padres
quieran que hagamos lo contrario
[14]
.
En
otros casos, lo que se pone en cuestión es la utilización del propio término
“enseñar” referido a la creación teatral para niños. Así, por ejemplo, Lola
Lara distingue claramente entre “enseñar” y “comunicar”:
El
dar lecciones requiere necesariamente de una relación jerárquica entre el que
las da y el que las recibe; el teatro, como cualquier otra expresión artística,
busca compartir y para eso, nada mejor que sentirse entre iguales. Lo cual no
quiere decir que el adulto que escribe teatro para niños, tenga que hacer de
niño. No estoy defendiendo, ni mucho menos a quienes conciben que, para
conectar con los menores, no hay mejor fórmula que imitarles en escena. Nada
más ridículo y nada que aleje más al espectador
[15]
.
A
diferencia de la tesis que mantenía Marqueríe, según la cual teatro infantil y
teatro de adultos eran radicalmente diferentes, esta autora defiende una idea
muy distinta:
No
debería ser distinto el modo de acometer la creación, en función de a quiénes
se dirige. A fin de cuentas, el motor primero y último del artista, no es sino
comunicar, transmitir, compartir discurso, emociones, sentimientos… Y, sin
embargo, cuando el trabajo se destina a niños, se pone el acento en las
necesidades del receptor, para dejar en el cajón del olvido las del emisor. El
impulso creativo del escritor resulta sacrificado en pro de las necesidades
educativas del espectador. El autor no pone tanto interés en comunicar como en
enseñar.
[…]
De ese modo, la intención previa del autor queda anegada por las necesidades
curriculares del sistema educativo de turno; como si el teatro tuviera que ser
más normativo que subversivo; como si los niños no fueran nada más que alumnos
y no tuvieran ya suficientes horas lectivas a lo largo del curso
[16]
.
4.1.2.
Presencia del teatro pedagógico en las colecciones teatrales
Un breve repaso
histórico a las ediciones de teatro para niños desde principios del siglo XX
nos demuestra que tanto el teatro adoctrinador como el teatro educativo de
signo progresista han coexistido a lo largo de todo el siglo. Tal como señala
Jaime García Padrino, las primeras editoriales españolas especializadas en
libros infantiles y escolares surgieron a finales del siglo XIX, y las obras
teatrales que en ellas se publicaban respondían básicamente al propósito de
“instruir deleitando”. En palabras de este autor, se trataba de piezas “de
inequívocos propósitos instructivos, y que respondían a un claro propósito por
acertar con el tono más accesible para el niño como actor y espectador, en
cuanto a su fácil puesta en escena con los medios disponibles en el hogar o en
la escuela”
[17]
.
Tales colecciones alcanzaron una gran difusión y perduraron en el tiempo de
forma considerable, pues muchas de ellas aún se podían encontrar durante los
años cuarenta del siglo XX, en clara correspondencia con el peso que las
fuerzas conservadoras tienen en el ámbito de la educación durante todo este
período. Tal como afirma Isabel Tejerina, hasta finales de la década de los 70,
salvo excepciones, los textos de teatro para niños se caracterizan, “por su
pedagogismo ostensible y sus mensajes evidentes y ultraconservadores”
[18]
.
Entre estas excepciones merecen ser citadas, durante los
años 20 y 30, revistas infantiles como Pinocho y Gente Menuda (1928-1936), que dieron
cabida a un teatro para niños renovador y progresista. En lo que al panorama
actual de ediciones se refiere, son muy escasos los títulos de esta época que
hoy se encuentran editados; se pueden citar el volumen titulado Teatro de Pinocho (que incluye las obras La ley del pescado frito y El príncipe no quiere ser niño, de Magda
Donato y Antonio Robles respectivamente) y el volumen de obras de Magda Donato
publicado por la Asociación de Directores de Escena (que incluye los títulos Pipo, Pipa y el lobo Tragalotodo y Pinocho en el país de los cuentos).
Excepcional también resulta la creación de Valle-Inclán La cabeza del dragón, que ha obtenido
mayor reconocimiento y mayor atención por parte del ámbito editorial que
ninguna otra obra teatral para niños de este período
[19]
.
Otras obras que se han reeditado en diversas ocasiones son La niña que riega la albahaca, atribuida a García Lorca, y Los títeres de cachiporra de García
Lorca
[20]
,
así como El príncipe que todo lo aprendió
en los libros, de Benavente
[21]
,
las cuales cuentan con ediciones recientes. Otros textos han caído en el olvido
y no se han vuelto a reeditar en muchos años, como sucede con los de Alejandro
Casona, Gómez de la Serna o Martínez Sierra.
Durante
la dictadura franquista, señala García Padrino, el teatro para niños tiene un
peso notable en la educación, lo que se refleja tanto las ediciones teatrales
para la escuela como en su presencia en revistas y suplementos infantiles. En
la inmediata posguerra se reeditan obras que ya en los 20 y 30 destacaban por
su conservadurismo ideológico; entre ellas, este autor cita El detective Man-the-kon (h. 1910), de
Antonio J. Onieva, que curiosamente ha sido reeditada, ya en los 90, en la
colección “Escena y Fiesta”.
En
los años sesenta, el impulso de una serie de creadores de contribuir a un
cambio educativo hizo que surgieran nuevas colecciones, como “Girasol Teatro”,
“La Ballena Alegre” (ed. Doncel) y “Teatro, juego de Equipo” (La Galera), las
cuales contribuyeron a renovar el concepto del teatro infantil. En ellas se
publicaron piezas de importantes autores de la oposición antifranquista
(Alfonso Sastre, Armando López Salinas, Eva Forest, Jesús López Pacheco, Carlos
Muñiz, entre ellos), escritas desde una clara vocación de compromiso social.
Frente al teatro adoctrinador, estos autores hicieron un teatro con el que
pretendían hacer reflexionar al niño y sensibilizarlo frente a las injusticias
sociales; no hacerlo más conformista sino más crítico. De los autores citados,
el único cuyo teatro para niños se encuentra reeditado en la actualidad es
Alfonso Sastre, cuyas obras están publicadas por la editorial Hiru
[22]
.
Otra de las más importantes muestras del realismo social, el teatro infantil de
Lauro Olmo y Pilar Enciso, ha conocido varias reediciones, de las cuales la más
reciente es la de la colección “Biblioteca Antonio Machado de Teatro”
[23]
.
También en los ochenta surgen colecciones importantes, como la de “Teatro
Edebé”, y unos años después, las de Escuela Española (que alcanzó cuarenta
títulos), y “Fuente Dorada” (con treinta títulos publicados). Estas colecciones
se encuentran descatalogadas en la actualidad, aunque algunos títulos aún se
pueden localizar en librerías especializadas.
Dentro
del actual panorama editorial de teatro para niños, llama la atención el alto
porcentaje de libros que se inscriben en la tendencia de teatro pedagógico,
especialmente, en lo que se refiere al teatro religioso. Como características
comunes, se podría decir que sus enseñanzas suelen ser directas y explícitas;
su elaboración formal, mínima; sus personajes son tipos que cumplen unas
funciones concretas (niño desobediente, niño que quiere aprender, hada que
transmite una enseñanza…), y la moraleja o mensaje puede presentarse en forma
de parábola (en cuyo caso toda la obra se presenta como un ejemplo para
demostrar una tesis), o bien en forma de obra de evasión y fantasía, en la que
se van introduciendo puntualmente los contenidos pedagógicos. En la actualidad,
estas obras no se limitan a la enseñanza religiosa, sino que también incluyen
contenidos de otras materias, utilizando así el teatro como un mero vehículo de
transmisión de conceptos y menospreciando a menudo su dimensión artística.
En lo
que se refiere al teatro religioso, encontramos una colección dedicada
íntegramente a esta temática, como es “Teatro Breve”, de la editorial CCS, y
buena parte de los textos de “Escena y Fiesta”, también de CCS. La colección
“Quique’s Club” es otra muestra de teatro educativo religioso. Si las
colecciones de CCS se centran sobre todo en escenas de temática religiosa
propiamente dicha, en algunos de los títulos de Quique’s Club encontramos
historias creadas por una misionera que se limitan a presentar la forma de vida
que ha conocido en los países del tercer mundo, sin transmitir una moraleja explícita.
En
cuanto a las obras que utilizan el teatro como instrumento para ayudar a la
enseñanza de otras materias, aunque las colecciones no son homogéneas en este
sentido, se puede hablar de un considerable número de textos que se inscriben
en esta tendencia en la colección “Escena y Fiesta”. Así, por ejemplo, El jardín de los poetas, de Teresa Rubio
[24]
,
tiene como finalidad servir de apoyo en las clases de lengua española y
literatura; las adaptaciones bilingües inglés-español de Paulino García de
Andrés a partir de cuentos conocidos (Alí
Babá y los cuarenta ladrones; El
flautista de Hamelin; Caperucita Roja…)
se dirigen sobre todo a apoyar la enseñanza de esta lengua en el aula
[25]
;
las obras breves contenidas en el libro La
señorita Educación Transversal, de Andrés Plaza
[26]
,
como su propio título indica, tienen una finalidad claramente aleccionadora, si
bien más que valores –como cabría esperar del título-, pretenden transmitir
hábitos de conducta. También se dirige a la enseñanza de la lengua inglesa la
obra Mi amigo Fremd habla raro, de
Antonio de la Fuente Arjona, obra que su autor define como “un acercamiento a
una lengua extranjera a través del vocabulario”
[27]
.
En El ladrón de palabras, del mismo
autor, ya desde la cubierta se hace referencia a que “participan el hecho
teatral y la lengua con algunos de sus recursos gramaticales”
[28]
,
y en sus páginas hay varios ejercicios de completar palabras. También tienen un
evidente propósito didáctico muchas de las piezas breves de Isabel Agüera, como Día de la Constitución, encaminada a
servir como apoyo en las clases de Ética
[29]
.
Aunque
el teatro didáctico y religioso tiene profundas raíces conservadoras,
identificar teatro didáctico con teatro conservador resultaría demasiado
simplista, ya que existe un cuantioso grupo de obras, claramente conservadoras,
cuyo principal objetivo no es otro que el de distraer, sin que de ellas se
desprenda lección ni doctrina alguna
[30]
.
E igualmente, como se dijo, hay obras que transmiten de forma esquemática y
poco elaborada contenidos supuestamente progresistas.
Por
lo demás, al margen de las obras de enseñanza explícita, en la mayoría de las
publicadas, vamos a encontrar distintas “enseñanzas” (o “mensajes”), aunque
elaboradas en mayor medida, presentadas de forma no tan evidente, y alejadas
del mero adoctrinamiento y de la mera transmisión de contenidos del currículo
escolar. En realidad, lo más habitual es que ambas formas convivan en una misma
colección, ya que rara vez podemos hablar de colecciones que se limiten al
teatro pedagógico o de colecciones en las que todos los títulos alcancen un
grado de elaboración artística notable. Por citar algunas de ellas, haremos
referencia a la de ASSITEJ-España; “Galería del Unicornio” (Ed. CCS); “Alba y
Mayo Teatro” (Ediciones de la Torre), “Sopa de Libros Teatro” (Ed. Anaya),
“Punto de Encuentro” (Ed. Everest), “Montaña Encantada” (Ed. Everest), etc.
A lo
largo de este trabajo iremos haciendo referencia a obras de las colecciones que
actualmente se editan, y viendo cómo de ellas se desprenden distintas ideas y
quedan expresadas distintas visiones del mundo con las que sus autores
pretenden contribuir, en uno u otro sentido, a la educación del niño.
4.1.2.
Evasión y diversión
En
primer lugar, aclaremos que no puede deslindarse un grupo de obras que persigan
la finalidad de enseñar de otro que
persiga la de divertir, ya que la
práctica totalidad de las obras de finalidad didáctica buscan igualmente la
diversión del espectador, bien como fin en sí mismo o bien como apoyo para
transmitir de una forma más eficaz la enseñanza en cuestión. Si a la hora de
definir sus objetivos, algunos autores se muestran reticentes hacia un teatro
de finalidad educativa, en lo que se refiere a la capacidad de divertir, existe
unanimidad en que el teatro para niños tiene que cumplir este requisito. Así,
por ejemplo, en la introducción a sus obras El
raterillo y La maquinita que no
quería pitar, Lauro Olmo y Pilar Enciso escribían lo siguiente:
Queridos
niños:
Para
nosotros EL TEATRO, así, con mayúsculas, tiene que ser divertido. Que en él no
se aburra nadie; ni los pequeños, ni los mayores. Un teatro en el que los
mayores se aburran, no es un buen teatro infantil.
No
sabemos si El raterillo y La maquinita os van a gustar. Lo que sí
podemos deciros es que al escribirlas –y las hemos escrito pensando en
vosotros-, lo hemos pasado bien.
[...]
¡Adelante, amiguitos! Adelantaros en las páginas que siguen, y que el
duendecillo de los escenarios nos haga pasar un buen rato
[31]
.
Así mismo,
Luis Matilla exponía sus motivaciones a la hora de escribir teatro para niños
del siguiente modo:
¿Por
qué escribo para niños? En primer lugar, porque me divierto haciéndolo; en
segundo, porque no quiero que penséis que el teatro es una cosa muy seria para
gente también muy seria.
A mí
me gustaría que el teatro sirviera para cabalgar a lomos de la imaginación,
jugar con hermosas cajas sin fondo, recorrer infinitos caminos de la aventura y
para inventar historias que nadie antes pudo soñar
[32]
.
A
primera vista, las palabras de Luis Matilla parecen centrarse en los aspectos
lúdicos del teatro, en su faceta más divertida frente a su faceta educativa;
además, no sólo insiste en la diversión de los lectores o espectadores, sino
también en la suya como creador. No obstante, y aunque expresiones como
“cabalgar a lomos de la imaginación”, “recorrer infinitos caminos de la
aventura” o “inventar historias”, se refieren a actividades sin utilidad
práctica reconocida, no cabe la menor duda de que se trata de actividades
necesarias, e incluso imprescindibles, para el ser humano. Por tanto, también
aquí habría que profundizar en el concepto de diversión.
Al
definir el verbo “divertir”, el Diccionario de la Real Academia, además de una
primera acepción que corresponde a ‘entretener, recrear’, y que es la más
conocida, incluye otras de no menos interés: ‘Apartar, desviar, alejar’; y
directamente relacionada con esta, ‘dirigir la atención del enemigo a otra o a
otras partes, para dividir y debilitar sus fuerzas’. Ahora bien, este
apartarnos o alejarnos –por medio de la ficción teatral en este caso- puede
consistir en un simple alejamiento de la realidad que nos impida verla y actuar
sobre ella, o, por el contrario, puede ser un punto de partida para ver la
propia realidad con una nueva perspectiva.
Estas serían, tal
vez, las dos formas fundamentales de entender la diversión que podemos
delimitar, y que aquí vamos a utilizar. Desde la primera de ellas, “diversión”
equivaldría a “evasión”: se trataría de salir por un rato de la realidad para
entrar en una esfera de fantasía, más agradable que la propia realidad,
haciendo vivir al niño una experiencia que se agota en el momento en que
finalice la ficción y haya que volver a la dura realidad, por lo que supone un
fragmento bien delimitado en la experiencia del niño. El título antes citado, Ventana de Ilusión, es claramente
ilustrativo de esta forma de entender lo que supone la ficción en el marco de
la realidad. Una obra actual ilustrativa puede ser En busca del Arco Iris, de Teresa Núñez
[33]
,
obra en la que dos hermanos viajan en busca del Arco Iris para que los colores
alegren el País Donde Todo es Gris; la relación con la vida real es mínima, ni
siquiera en el plano simbólico; todo se desarrolla en un plano meramente
fantasioso y edulcorado, aunque no falta también alguna nota de intención
pedagógica.
La
otra forma de entender la diversión supone igualmente salir por un tiempo
limitado de la práctica cotidiana y rutinaria, pero para volver a esa
cotidianidad con una mirada nueva sobre ella. Esta forma de entender la
diversión equivaldría a una especie de viaje iniciático con trascendencia en la
experiencia futura del niño. Se trataría aquí de abrir nuevas perspectivas
sobre las cosas, de encontrar relativo, gracias al humor, aquello que parecía
tener un valor absoluto, y también de descubrir la importancia de aquello que
parecía banal. La diversión así entendida no acaba cuando finaliza la obra de
ficción, sino que hay un antes y un después de la misma en la experiencia vital
del niño. En este sentido, Jesús Campos se refiere a la naturaleza divertida del hecho teatral: “El teatro
siempre es divertido, pues nos divierte de nuestra realidad, nos sustrae de nuestros argumentos y nos vierte en los
argumentos de la ficción
[34]
”.
Y añade:
Cuando
jugamos con niños o con jóvenes, cuando hacemos teatro para ellos, no sólo les
divertimos de la que es su realidad, sino que les iniciamos en los hábitos de
la diversión. Más que nunca, es aquí necesaria la pregunta ¿teatro, para qué?,
¿teatro para asumir la realidad o teatro para evadirnos de la realidad? O lo
que es lo mismo, ¿salir de nosotros para enfrentarnos a lo que somos o salir de
nosotros para darnos la espalda? ¿Utilizar la ficción como herramienta de
conocimiento o como argucia para el autoengaño?
[35]
.
Igualmente,
Luis Matilla niega la validez de la fantasía entendida como evasión de la
realidad: “Una fantasía que no sirva para ser puente con los hechos domésticos
que de ordinario se le presentan al niño, puede constituirse en un simple
motivo de retraso en el conocimiento de su entorno”
[36]
.
Y también contra el teatro que suponga una mera evasión, Maxi de Diego escribe:
Creo
en el teatro comprometido, en el teatro testimonio de la realidad. En el teatro
que posibilite la reflexión, que provoque un sentimiento, una emoción ante el
mundo que nos rodea. Evidentemente, no me he inventado nada. Tampoco pretendía
hacerlo. Sé que sigo una tradición no perdida
[37]
.
Citamos
finalmente unas palabras con las que Alfonso Zurro introduce su obra La caja de música, en las que los
términos aprendizaje y diversión aparecen estrechamente
vinculados:
La caja de música es una obra
teatral sobre la aventura. Y toda buena aventura es adentrarse en lo desconocido.
Una búsqueda. Un aprendizaje. Y sobre todo un descubrimiento. Esta debe ser una
aventura divertida. [...]
[38]
.
[1]
Ángel Berenguer,
“Motivos y estrategias: introducción a una teoría de los lenguajes escénicos
contemporáneos”, en: J. Romera Castillo (ed.), Tendencias escénicas al inicio del siglo XXI. (Actas del XV Seminario
Internacional del Centro de Investigación de Semiótica Literaria, Teatral y
Nuevas Tecnologías), Madrid, Visor, 2005, págs. 247-270. Edición digital
disponible en la página: http://www.doctoradoteatro.es/pdf/teatra/B_MotivosEstrategias.pdf
[2]
Jacinto
Benavente, De sobremesa. (Crónicas),
en Obras completas, Madrid, Aguilar,
1964, tomo VII, pág. 605.
[5]
J. Cervera, Historia Crítica del Teatro Infantil Español,
ob. cit.
[6]
Alfredo
Marqueríe, “Prólogo” a Ángeles G. Lunas Palomares, Ventana de ilusión, Madrid, Talleres Gráficos SUMGRAF, 1958, pág.
3.
[7]
Alfredo Marqueríe,
ibíd., pág. 3.
[8]
Por citar un
ejemplo, en la introducción a la obra Una
caja con sorpresa, encontramos la siguiente sugerencia de las autoras:
“Todo esto nos sirve de punto de partida para reflexionar sobre Educación para
la Paz y Educación Moral y cívica”. (Bambalinas Teatro (coord.), La Bruja Risitas, Madrid, CCS, col.
“Escena y Fiesta”, 2002, pág. 69).
[9]
“Editorial”, en El Pateo. Revista crítica de las artes
escénicas, 5 (primavera 2001), pág. 2.
[10]
Luis Sánchez
Corral, Literatura infantil y lenguaje
literario, Barcelona, Paidós, col. “Papeles de Pedagogía”, 1995, págs.
111-112.
[11]
Luis Matilla,
“Teatro para niños. Reflexiones de un autor”, Las Puertas del Drama. (Revista de la Asociación de Autores de Teatro),
14 (primavera 2003), pág. 7.
[12]
Así, por ejemplo,
Rubén Edel Navarro define del siguiente modo el concepto de educación: “El
concepto de educación es más amplio que el de enseñanza y aprendizaje, y tiene
fundamentalmente un sentido espiritual y moral, siendo su objeto la formación
integral del individuo. Cuando esta preparación se traduce en una alta
capacitación en el plano intelectual, en el moral y en el espiritual, se trata
de una educación auténtica, que alcanzará mayor perfección en la medida que el
sujeto domine, autocontrole y autodirija sus potencialidades: deseos,
tendencias, juicios, raciocinios y voluntad”. (Rubén Edel Navarro, “El concepto
de enseñanza aprendizaje”, texto digital disponible en la página: http://www.redcientifica.com/doc/doc200402170600.html ).
[13]
Luis Matilla, La aventura del teatro, ob. cit., pág.
22.
[14]
Luis Matilla, La aventura del teatro, ob. cit., pág.
146.
[15]
Lola Lara,
“Comunicar, no enseñar”, Las Puertas del Drama.
(Revista de la Asociación de Autores de Teatro), 14 (primavera 2003), pág.
26.
[16]
Lola Lara,
“Comunicar, no enseñar”, art. cit., pág. 25.
[17]
J. García
Padrino, 1997, pág. 13.
[18]
I. Tejerina, Estudio de los textos teatrales para niños,
Santander, Universidad de Cantabria, 1993.
[19]
Esta obra, que se
encuentra editada por Espasa Calpe en la colección “Espasa Juvenil”, alcanzó en
1997 su 22ª impresión.
[20]
Ambas obras se
encuentra editadas por Arbolé en la colección “Titirilibros”.
[21]
Barcelona,
Artual, 1997.
[22]
Alfonso Sastre, Teatro para niños, Guipúzcoa, Hiru,
1993.
[23]
Previamente,
estas obras se editaron en la colección “Teatro” de la editorial Escelicer (hoy
sólo localizable en librerías de viejos y en bibliotecas especializadas), y dos
de estas obras, también se editaron en la colección “Fuente Dorada”.
[24]
Obra incluida en:
Teresa Rubio Liniers, Todo es teatro,
Madrid, CCS, col. “Escena y Fiesta”, 2001.
[25]
Paulino García de
Andrés (adapt.), Ali Baba and the forty
thieves (‘Alí Babá y los cuarenta ladrones’), Madrid, CCS, col. “Escena y
Fiesta”, 1999; P. García de Andrés, The
pied pipper of Hamelin (‘El flautista de Hamelin), Madrid, CCS, col.
“Escena y Fiesta”, 1999; P. García de Andrés (adapt. a partir de la versión
inglesa de Carolyn Graham), Little red
riding hood (‘Caperucita Roja’), Madrid, CCS, col. “Escena y Fiesta”, 2001.
[26]
Andrés Plaza, La señorita Educación Transversal,
Madrid, CCS, col. “Escena y Fiesta”, 1999.
[27]
Antonio de la
Fuente Arjona, Mi amigo Fremd habla raro,
Madrid, Ediciones de la Torre, col. “Alba y Mayo Teatro”, 2003, pág. 8.
[28]
Antonio de la
Fuente Arjona, El ladrón de palabras,
Madrid, Ediciones de la Torre, 1998.
[29]
Pieza incluida
en: Isabel Agüera, “Teatrillos” con niños
y niñas de educación infantil y primaria, Madrid, Narcea, 1998 (3ª ed.).
[30]
En este sentido,
se podría establecer un paralelismo con el teatro conservador de la dictadura
franquista, el cual se desarrolló sobre todo en el género de la “comedia
burguesa de evasión”: evitar las alusiones a la realidad cuando esta era a
todas luces injusta era una opción moral y política de signo claramente
derechista. Y contra la identificación del teatro de finalidad educativa con el
teatro conservador, es significativo que en aquellos años el teatro que
escriben los autores más comprometidos, intentara precisamente arrojar luz
sobre la realidad para que los espectadores tomaran conciencia de la misma y
pudieran actuar en consecuencia.
[31]
Lauro Olmo y
Pilar Enciso, “... de palabra”, en: Lauro Olmo y Pilar Enciso, El raterillo. La maquinita, Valladolid,
Obra Cultural de la Caja de Ahorros Popular, col. “Fuente Dorada”, 1987, págs.
5-6.
[32]
Luis Matilla, La aventura del teatro, Madrid, Espasa
Calpe, col. “Espasa Juvenil”, 2000, pág. 7.
[33]
Teresa Núñez, En busca del Arco Iris, Madrid, CCS,
col. “Galería del Unicornio”, 2000.
[36]
Luis Matilla,
“Palabra de autor”, en: Volar sin alas.
Las maravillas del teatro, Madrid, CCS, col. “Galería del Unicornio”, 1996,
pág. 6.
[37]
Maxi de Diego,
“Introducción” a Maxi de Diego, La abuela
de Fede y otras historias, Madrid, Ediciones de la Torre, 2001, pág. 6.
[38]
Alfonso Zurro, La caja de música, Madrid, Anaya, col.
“Sopa de Libros Teatro”, 2003, pág. 7.