2.
LOS TEXTOS TEATRALES Y LA LECTURA
Hay
dos modos de disfrutar del teatro. Uno es asistir a una representación y entrar
en contacto con la magia de los actores, de la escenografía y de la música. El
otro, es leyendo las obras e inventándoles, en nuestras mentes, una “puesta en
escena”. Ambos modos son igualmente válidos y enriquecedores. Ambos deben ser
transmitidos a los niños
[1]
.
Es sabido que el texto teatral está escrito
fundamentalmente para su representación, y que es en ella donde adquiere todo
su sentido. Sin embargo, ello no invalida el placer o el interés de su mera
lectura. En la sección “El teatro también se lee” de la revista Las Puertas del Drama podemos encontrar
varios argumentos a favor de la lectura de textos dramáticos. Así, por ejemplo,
José Bailo Remonde defiende que esta lectura es especialmente enriquecedora
para la imaginación:
El texto teatral es multipersonal,
de esencial pluralidad, tanta como personajes en danza, aunque estos se reduzcan
a dos. El texto teatral exige por eso infinitamente mayor esfuerzo de
imaginación, pero también mayor concentración conceptual que el otro
[2]
.
Así mismo, María José Vega, realiza una firme defensa de
esta forma de acercamiento a las obras dramáticas:
Del título “El teatro también se lee” me estorba el
“también” porque presume que leer teatro es una actividad secundaria, que se
hace “también” o “además”; que es, por así decir, técnicamente posible. […] O
más aún: que la lectura del teatro es una experiencia vicaria y sustitutiva,
estorbada de acotaciones, que falsea la percepción del tiempo y la experiencia
irrepetible de la representación. No sería descabellado, sin embargo, sostener
lo inverso: que en la historia de las letras europeas, durante generaciones, al
igual que en la memoria viva del presente, el teatro, sobre todo, se leía y se
lee, y también, a veces, se ve o se presencia. […] En las escuelas medievales
se aprendía latín coloquial con las comedias de Terencio. En las de hoy, se
aprende inglés con la obra dramática de Oscar Wilde.
Cuando no había teatros, había códices, y, todavía hoy, donde no hay teatros,
hay libros. El teatro, pues, fundamentalmente, se lee, porque siempre se ha
leído: porque la lectura es fácil, aplazable, barata, repetible, porque el
libro es portátil y carece de honorarios, porque los teatros son pocos y, para
la mayor parte de la población, están lejos, porque el libro es un objeto
perdurable, que puede poseerse, reabrirse y frecuentarse a placer, y porque en
occidente, durante siglos, se ha enseñado la vida –y la religión, y la
política– con el texto del teatro
[3]
.
Centrándonos en
la lectura de textos teatrales para niños, una gran conocedora de estos textos,
Isabel Tejerina, reivindica esta actividad en el
marco de la enseñanza actual:
La lectura de
textos dramáticos tiene hoy poco arraigo en la escuela; sin embargo, creo que
puede ser muy gratificante. Es una actividad participativa y el esfuerzo de
imaginación y de buena lectura que requiere vivifica los textos de manera
singular. Los textos destinados a ser leídos han de poseer una gran calidad
literaria. Es un hecho que en el repertorio del teatro infantil y juvenil no
abundan, pero existen, y podemos seleccionar algunas obras interesantes
[4]
.
En otro lugar, Isabel Tejerina señala que “la especificidad del género teatral, que nace para ser
representado, no invalida la naturaleza literaria de sus textos. Por ello, sus
obras de calidad también pueden ser disfrutadas plenamente por el valor en sí
mismo de su lenguaje artístico”
[5]
.
En opinión de esta autora, los lectores de textos teatrales han de llevar a
cabo una puesta en escena mental de los textos en cuestión, ejercicio sumamente
enriquecedor, ya que supone manejar de forma simultánea distintos códigos de
signos verbales y no verbales. Además, señala esta autora, otras
características de los textos dramáticos hacen que estos resulten especialmente
adecuados para su lectura por los más jóvenes: el lenguaje conversacional, el
uso del diálogo, la brevedad de las frases, la presencia de un conflicto que
sostiene la intriga y el dinamismo de las situaciones, pues “el texto teatral
nos remite siempre a un mundo donde existe una cierta tensión, un dinamismo
vivo que puede captar con facilidad el interés de los alumnos”. Por todo ello,
puede decirse que la lectura de obras dramáticas se presenta como una lectura
especialmente activa y enriquecedora, además de atractiva.
En cuanto al rendimiento didáctico que se pueda sacar de
estas lecturas en el aula, Joan Marc Ramos, sostiene que
“más allá de las fantásticas proyecciones didácticas y motivadoras que supone
asistir a representaciones teatrales, también se impone introducir la lectura y
el análisis de textos dramáticos en el aula”. Y añade: “Dado que en la mayoría
de los casos no se puede asistir a representaciones, hemos de saber amortizar
toda la información que el paratexto y las
didascalias nos ofrecen”
[6]
.
Sobre las bondades de la lectura en voz alta en el aula de textos teatrales,
poco cabe añadir a las numerosas propuestas que docentes y conocedores del arte
dramático realizan en este sentido. Por tanto, damos aquí por concluida la
justificación de una actividad tan necesaria y enriquecedora como es la lectura
de obras teatrales y nos centramos a continuación en el estudio de las actuales
colecciones de textos teatrales para niños y jóvenes.
[2]
José Bailo Ramonde, “Confesiones de un tardío lector de teatro”, Las Puertas del Drama, 12 (Otoño 2002), pág. 31.
[3]
María José Vega,
“El teatro también se lee”, Las Puertas
del Drama, 16 (otoño 2003), pág. 43.
[6]
Joan Marc Ramos Sabater, “La formación
del intertexto teatral en los alumnos en Educación
Secundaria”, en Antonio Mendoza y Pedro C. Cerrillo, Intertextos. Aspectos sobre la recepción del discurso artístico, Cuenca,
Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2003, pág. 155.