II. Los autores ante la censura
1.
Antonio Buero Vallejo
En los últimos años de la dictadura, a su situación, ya
comentada, de privilegio dentro del conjunto de autores críticos, se suma su
condición de académico, que posiblemente también le supuso ciertas ventajas
frente a la censura, tal como él mismo explicaba en una entrevista:
En un país como el nuestro, el título
de académico es muy considerado. Uno vive —como escritor— a la intemperie; pasa
el tiempo y, a pesar del prestigio ganado, uno está siempre a punto de la
bofetada ajena o del percance con la censura. La Academia cubre en gran parte.
Quizá no habrían aprobado esta última obra [Llegada
de los dioses] —a pesar de los cortes, que los hay— si no fuera ya
académico
[1]
.
De hecho, en uno de los informes censoriales sobre La Fundación se hace alusión a
la condición de “ilustre académico” del autor, como veremos. En otro lugar, el dramaturgo llamaba de nuevo la
atención sobre la desventaja de que eran víctimas los autores noveles: “Hay una
alarma, quizá aumentada, que hace que la dureza censora y crítica frente al novel sea mayor que frente al autor ya famoso. Entonces las
nuevas promociones de autores están padeciendo un calvario importante
[2]
”.
En cuanto a su propia trayectoria, al contrario de
quienes le acusaban de haberse acomodado, el autor encontraba que sus obras más
recientes eran más críticas que en etapas anteriores:
Mis últimas obras son las más
significativas y las más críticas. Esto quiere decir que en una trayectoria de
32 años, evidentemente, yo he evolucionado, pero no para amortiguarme,
claudicar o acomodarme, sino más bien para hablar todo lo alto que podía […]
[3]
.
De hecho, de todos sus textos, a excepción
de Aventura en lo gris y La doble historia del doctor Valmy, fueron El
sueño de la razón y La Fundación,
ambos presentados en estos años, los que sufrieron un proceso más largo y
complicado.
1.1. Obras sometidas a
censura
En
estos años, se presentan tres textos escritos durante este período: El sueño de la razón (1969), Llegada de los dioses (1971) y La fundación (1973), además del libreto de
ópera Mito, presentado en 1969,
aunque escrito dos años antes, y una versión en vasco de En la ardiente oscuridad (1970). A excepción de Mito, que aún hoy continúa sin estrenar,
el resto de obras subirían al escenario unos meses después de haber sido escritas,
tal como era habitual en la trayectoria de Buero Vallejo.
Mito se autorizó en marzo de 1969 únicamente para sesiones de
cámara, para las que, según indica uno de los censores, se había solicitado.
Los vocales encontraron en ella múltiples elementos censurables, aunque su
formato musical ayudó a que se autorizara. Florentino Soria señaló que, aunque
“incorpora las interpolaciones críticas al uso en las literaturas actuales
llamadas comprometidas”, podía pasar siempre que en la puesta en escena no hubiera
“concreciones que la acerquen demasiado a una circunstancia española”. S. B. de
la Torre coincidía en que la obra era “delicada”, y en que los elementos
“tendenciosos” quedaban rebajados con “el adorno musical, el recitado y las
cantatas” —idea también señalada por el anterior—, así como con “el verso”. Al
no encontrarse en el expediente la solicitud de la compañía, desconocemos quién
la presentó, y dónde y cuándo estaba previsto estrenarla, aunque lo cierto es
que no llegó a estrenarse.
En
esta ocasión no encontramos los habituales informes elogiosos, sino que, por el
contrario, este texto fue considerado poco menos que una extravagancia del
autor: Soria la califica como “desahogo ideológico” que desemboca en “un
futurismo, con platillos volantes y todo”, y De la Torre señala que su
versificación es “bastante gris”, y que en ella se da rienda suelta al
“erotismo más desenfrenado, con coitos escénicos colectivos, lesbianismos,
homosexualismos y demás lindezas, expuestos ante el público en una escena que
recuerda mucho a la final del Marat-Sade”, escena a la que se refería algo después como la
“famosa e incalificable orgía de marras”, y a la imponía un “riguroso” visado.
Como único aspecto a favor, señalaba su tema, “válido por lo que supone de
ideal soñado en todas las épocas”, si bien advertía que uno de los personajes
que se enfrentan a la corrupción, “por rara casualidad, es perseguido
implacablemente por la policía como organizador de una huelga
revolucionaria...”.
El sueño de la razón, texto fundamental del teatro histórico de estos años y, en
opinión de varios estudiosos, cumbre de la obra bueriana,
estuvo retenido durante cinco meses y medio.
Cuando fue leído por primera vez en julio de 1969, los censores se mostraron
partidarios de autorizarlo, aunque uno de ellos propuso someterlo al “juicio de
la superioridad” antes de emitir un dictamen definitivo. Ya en diciembre, fue
leído por el Pleno y autorizado sin cortes, con la condición de que se cuidara
especialmente la escena de la violación de Leocadia.
Aunque no se ha conservado ningún documento que pruebe si fue leída por algún
superior, según comentaba el propio Buero, su
autorización coincidió con la llegada de Alfredo Sánchez Bella al Ministerio de
Información y Turismo: “Ya se sabe que cada nuevo ministro se apresuraba a
aprobar cosas dificultadas por el antecesor para dar buena imagen”
[4]
.
En
la primera lectura, el censor que sugirió que la obra fuera leída por un
superior, S. B. de la Torre, encontraba un claro paralelismo con la época
actual:
El autor se aprovecha de nuevo de la
oportunidad de una circunstancia histórica para exteriorizar sus posiciones. Y
a fin de evitar el compromiso cercano que supuso El tragaluz, se aleja más de un siglo y nos remite a las
postrimerías del goyismo, con la estampa agria del
absolutismo opresor encarnado por Fernando VII y el triste y sombrío
espectáculo de los liberales oprimidos. Algo así como el enfrentamiento de la
España negra y reaccionaria y la España abierta y progresista.
Para
este censor, la obra tenía “un innegable tufillo tendencioso”, sobre todo en
las escenas finales, en las que “al autor se le ha ido la mano con el chafarrinón folletinesco y subversivo”, aunque admitía que
en otros momentos había un clima de “supuesta objetividad”. Otros censores la
autorizaron por su distancia temporal, como Nieves Sunyer (“Todos conocemos la intención del autor, pero está la obra tan localizada en
un personaje GOYA, y en una época Fernando VII, que considero puede
autorizarse”), o como el religioso José María Artola (“Creo que la obra está centrada en un momento concreto de la historia española
y su tratamiento pudiera ser discutible pero queda dentro de las normas de
censura”).
Cuando
la obra fue leída por el Pleno, Florencio Martínez Ruiz, desmarcándose de la intransigencia
de la que solía hacer gala la Junta de Censura, emitió un informe francamente
elogioso. Admitía que la crítica del absolutismo era “rigurosa” y “matizada a
través de una documentación histórica”, y añadía:
La gran calidad hace que El sueño de la razón tenga un poder
catártico que se eleva sobre la propia circunstancia y quizá la aleja, incluso
si hubo intención, de posibles aproximaciones temporales. Creo que puede ser
más radical que El tragaluz en su
denuncia de la falta de libertad, pero es más universal y posee una grandeza
que ya es de algún modo moral.
Del
mismo modo, Federico Muelas mostraba su rechazo hacia la etapa histórica
recreada en el texto, evidenciando, una vez más, las contradicciones que por
entonces vivía el franquismo: “Creo es una de las mejores obras del autor. La
crítica de la monarquía absoluta y de Fernando VII, en aquel amargo período,
nunca será lo bastante dura”. También Jesús Cea mostraba su acuerdo con lo expuesto en la obra, al señalar que “se ajusta con
bastante exactitud a la historia, por lo que a la realeza absolutista se
refiere”, aunque aconsejó someterla al juicio de un superior por el “impacto”
que pudiera causar en el público. Igualmente, Marcelo García Carrión y Luis
Tejedor coincidían en la valoración que hacía Buero del absolutismo fernandino: el primero señaló que “La obra está presentada con
limpieza y seriedad, sin exabruptos, aunque descarnadamente realista en
ocasiones”; además, calificó sus valores morales como “de alta calidad”. Por su
parte, Tejedor hacía este elogioso comentario:
Estamos probablemente ante la mejor
comedia de Antonio Buero Vallejo, el más considerable
autor de los autores españoles contemporáneos.
En esta obra, Buero Vallejo ha recreado amorosamente los últimos días de don Francisco de Goya. Y,
naturalmente, ha tenido que pintar la época y el mundo en que vivió el pintor
aragonés.
A este respecto quiero recordar que,
últimamente, al juzgar de dos comedias biográficas, se mantuvo el criterio, a
mi juicio acertadísimo, de que el autor no era culpable de las crudezas de su
obra cuando éstas reflejaban el personaje o la época elegidos. Pues esto mismo
hay que decir en el caso de la comedia que nos ocupa. Si don Francisco de Goya
convivió con un monarca arbitrario y cruel, del que fue víctima, el autor no
falta a la verdad cuando pinta a aquel tipo de Borbón. No olvidemos, aunque
sólo sea a título anecdótico, que Fernando VII es el único monarca de esa
familia que no tiene calle en Madrid. Por algo será.
Sin
embargo, fueron mayoría quienes opinaron que esta era una obra tendenciosa.
Entre ellos, Manuel Díez Crespo, quien, más coherente con el régimen al que
representaba, la calificaba de “fantasía”, en la que “al finalizar se recargan
las tintas para mostrar los abusos de los que intentan amordazar al pintor”.
Vázquez Dodero participaba de esta opinión, pero
elogiaba su calidad formal: “Es obra de excelente calidad literaria, de
intención política que tergiversa el vivir de Goya”. También Fraga de Lis
destacaba su “trasfondo político” y advertía que autor, “haciendo uso de la
justa libertad para la creación literaria”, había falseado la historia, por lo
que insistía en la importancia de vigilar el montaje para que no se “cargaran
las tintas” aún más.
Suevos
elogió la “calidad” y la “fuerza” del texto, y propuso autorizarlo sin cortes,
aunque no sin consultar a la superioridad, e incluso sugirió la posibilidad de consultar a la Academia de la
Historia, “pues los posibles problemas son de fondo y no de detalles”. J. E.
Aragonés, por su parte, hacía la siguiente advertencia: “Convendría dejar
también la nota previa, en la que el
autor declara que sus dardos no van contra la institución monárquica, sino
contra el absolutismo”. Desde una postura algo más flexible, Barceló señalaba
que la interpretación que ofrecía el autor de Goya y de su época podía ser
“discutible”, aunque la consideraba “lícita”, pues, en definitiva, “se trata de
una interpretación y no de una lección de historia”.
Florentino
Soria, en cambio, encontró que la circunstancia del intelectual perseguido por
el poder guardaba más similitud con la situación de Rusia o Checoslovaquia que
con la de España, aunque advierte: “No faltará, claro, quien quiera aludir
también a la circunstancia española, pero ello sería, a mi juicio, querer apurar
demasiado”. A diferencia de otros vocales, valoró en menor medida su calidad
con respecto a los anteriores dramas históricos del autor, y recordaba que ya
en la férrea etapa de Arias Salgado se habían estrenado algunos de ellos:
La obra se inserta en la línea de
teatro histórico con trasfondo político que Buero ha
llevado anteriormente a la escena con Las
Meninas y Un soñador para un pueblo.
Quizá en éstas, que presentaron los Teatros Nacionales en la etapa de Arias
Salgado, con mayor sugestión que en El
sueño de la razón. El autor aclara en una nota preliminar que su obra no es
un ataque a la institución monárquica sino a los excesos del poder absoluto.
Podemos dar por buena esta explicación.
En ella, como en Un
soñador para un pueblo, Buero sitúa la acción en
los orígenes de la España contemporánea; si allí el tema abordado era la
intransigencia de los sectores más reaccionarios ante las reformas de la
Ilustración, aquí se centra en el reinado absolutista de Fernando VII; época
que, tal como señala Luis Iglesias, guarda cierto paralelismo con los primeros
años del gobierno de Franco, lo que explicaría las sospechas de algunos
censores:
Para todos los ilustrados españoles,
1808 debió de ser algo parecido al fin de un mundo, la cancelación definitiva
del optimismo acumulado por la ideología racionalista a lo largo del siglo
anterior; la creencia en el progreso, las luces y el imperio de la razón se
vino abajo con estrépito en una orgía de crueldad y barbarie que las épocas
posteriores no consiguieron cancelar del todo. La sensación de que algo
terminaba para siempre no debió de ser muy diferente a la sentida por el hombre
entre 1939 y 1945
[5]
.
Ilumpe goritan,
traducción al vasco de En la ardiente oscuridad, fue
autorizada para mayores de 18 años en diciembre de
1970, a
petición del Grupo de Arte y Declamación Vasca del Ayuntamiento de San
Sebastián. Fue leída por un único censor, Antonio Albizu,
quien destacó que en ella no se ponía en juego “ningún principio moral ni
religioso ni político”, pues se centraba en “el aspecto psicológico”.
Únicamente restringió la edad de los espectadores a la ya referida, “en razón
de que las emociones del drama son muy fuertes y hay un crimen”.
El
expediente de Llegada de los dioses no se encuentra archivado en el lugar que
le correspondería, y, al igual que ocurría con El tragaluz, tampoco se encuentra su ficha, lo que hace pensar que
ambos se hicieran desaparecer. La única información de que disponemos,
reflejada en la ficha del autor, es que se autorizó en junio de 1971, sin que
se especifiquen las condiciones. Ya durante la democracia, en 1978, el antiguo
censor Antonio de Zubiaurre realizó un informe de
calificación de edad en el que mostraba sus reservas ante ciertas escenas “de
marcado erotismo”, y su “obsesivo antibelicismo”,
aunque la autorizaba para mayores de 14 años:
Por lo demás, esta obra, buena en
conjunto —aunque rallana en lo folletinesco y en lo
melodramático—, tiene evidente fondo moral, como lo tiene siempre el teatro de Buero Vallejo. Esta vez más desesperanzado que en otras
obras. Un obsesivo antibelicismo y un excesivo temor
a los males de la sociedad actual (explotación, egoísmo, especulación,
contaminación...) le llevan a extremos de trágica tristeza. Lo cual, en verdad,
no deja de estar justificado.
Zubiaurre concluía así su
informe: “En resumen, una obra de
calidad —no de máxima calidad— que puede ver un muchacho de 14 años sin que
salgan perjudicadas su formación moral ni su recto sentido del vivir”.
Sometida
a censura por la compañía de José Osuna en 1973, La Fundación estuvo en
manos de los censores durante algo más de tres meses. Aunque se autorizó para
mayores de 18 años, se suprimieron fragmentos en siete de sus páginas y se
supeditó la autorización de la obra al “visado” del ensayo general, que se
impuso con carácter vinculante, con la condición de que el montaje debería
“responder a una inconcreción acorde con la
universalidad del tema propuesto por el autor y la generalidad de su
planteamiento”. También la aprobación de esta obra, según Buero
[6]
,
fue posibilitada por un cambio ministerial. En este caso, coincidió con la
llegada al Ministerio de Información de Liñán y Zofío, y lo cierto es que, a pesar de que la mayoría de los
informes se redactaron en los meses de marzo y abril, la hoja de autorización
no se emitió hasta el 28 de junio, una vez incorporado el nuevo ministro,
aunque no hay documentos que prueben su intervención en el proceso.
Como
era habitual, en la primera sesión, el texto fue leído por tres vocales - Zubiaurre, García Cernuda y Mampaso-, los cuales, aunque coincidieron en autorizarlo,
recomendaron que fuera leído por el Pleno, debido tanto a los elementos
problemáticos del propio texto (las referencias a una cárcel con presos
políticos) como a la significación política de su autor. Así, Mampaso destacaba la carga ideológica de la obra y
recordaba la significación política del dramaturgo:
Es otra vez el Buero Vallejo de los buenos oprimidos y los malos en el poder, de los vencidos y de
los verdugos, el de los recuerdos de sus años de cárcel, aunque en esta ocasión
la obra está menos localizada y no tiene alusión a la Guerra Civil, ni a España
y en algún pasaje se insinúa la duda fatalista de si el triunfo será siempre
así, si los mismos revolucionarios encarcelados, no llegarían a ser también
verdugos en su hipotético triunfo...
Yo, pese a la definida personalidad
del autor, ilustre Académico ya y permanente pesimista del acontecer político
del Régimen, que le encarceló, no le veo problema de censura, para su
autorización. No obstante, creo que esta obra debería dictaminar el Pleno de la
Junta y así lo propongo, sin perjuicio de dar mi voto de autorización.
Ya
en el Pleno, la mayoría de los censores coincidieron en apreciar la calidad del
texto, emitiendo juicios como: “Teatralmente, obra de gran categoría” (A. de Zubiaurre), “Tema y obra importantes” (P. Barceló) o “una
gran parábola” (F. Martínez Ruiz). La única opinión adversa fue la de Jesús
Vasallo, quien, tras señalar que se trataba de una “obra importante pero
contada en clave”, la calificó de “larga y farragosa”. En un clarificador
informe, Manuel Díez Crespo se sumó al elogio de su calidad (“Creo que es una
obra importante y bien hecha, en torno a la opresión”; “Sus calidades son excelentes”),
al tiempo que advirtió que el “carácter universal” del tema hacía que se
pudiera representar “sin ningún peligro”.
En
efecto, la ausencia de una localización espacio-temporal concreta para la
cárcel en la que transcurre la acción fue un argumento decisivo a la hora de
autorizar la obra. Así lo muestran los informes de Albizu (“la descripción de la cárcel se escapa a toda concreción y la referencia a las
torturas por parte de los carceleros, y las crueldades y delaciones entre sí de
los encarcelados son desgraciadamente patrimonio general de la humanidad”);
Barceló (“El autor lo da como ‘fábula’ en un ‘país imaginario’; si se respeta
esto, aprobada”), Cea (“Pienso que, si la acción se
mantiene como se desprende del texto en un país inconcreto, puede autorizarse”),
o F. Martínez Ruiz (“Su autorización tiene que justificarse en gracia a su
universalidad y a sus problemas genéricos”). Insistiendo en eliminar elementos
que pudieran identificar la situación real con la imaginaria, J. E. Aragonés
señaló la necesidad de vigilar los símbolos de los uniformes, para evitar la
identificación con los símbolos del régimen
[7]
,
y Cea propuso eliminar “las voces de los centinelas a
la española”.
La
mayoría de los vocales opinaron que su intención no era política, sino que
reflejaba una problemática universal y humana. Así, Albizu escribió: “En mi opinión la obra no es de contenido político, sino una
concepción muy pesimista de la condición humana, que no sabe dónde está la
verdadera libertad, ni si existe siquiera y es mera alucinación”. También Zubiaurre encontró que la cárcel era simbólica, no en un
sentido político, sino moral: “La prisión como tal es también síntesis de la
malicia humana, de la crueldad y la violencia”. Muy distinta era la
interpretación de Luis Tejedor, aunque también se alejaba de la lectura
política: “La supuesta ‘Fundación’, en la que acaban como presos todos los
personajes, no es un credo político: es la actual sociedad de consumo, sea cual
fuere la política vigente”. Por su parte, Cea encontraba varias lecturas posibles: una más general en la que la fundación
podía tener múltiples interpretaciones (“desde la sociedad, pasando por toda la
gama de gobiernos y autoridad, hasta la prisión, todo cabe en él”); otra según
la cual la obra abordaría la situación de los intelectuales en un contexto de
represión (“La moraleja en este caso es evidente: el intelectual, portavoz de
las libertades y el progreso, debe seguir luchando por sus ideales de justicia
contra toda posible opresión”), y una tercera según la cual se abordaría “el
abuso del poder contra los indefensos” (lo que conllevaba “una manifiesta
simpatía por todos los delincuentes, encarcelados o desterrados, como si de
inocentes se tratase”).
Pero
no todos los reparos procedían del plano político; también hubo objeciones de
tipo erótico: así, se dijo que convendría evitar “que una escena fuerte [...] entre el loco y una visión femenina a la que derriba
sobre una cama, traspase los límites del buen gusto” y llegara a “extremos
innecesariamente groseros”, y se destacó la necesidad de vigilar “las escenas
de cama y escatológicas”
[8]
.