3.
La censura teatral. Marcha atrÁs en el discurso aperturista
Centrándonos
ya en el teatro, en este período se acometen algunas reformas legales, entre
ellas, una nueva reorganización de la Junta de Censura de obras Teatrales
[1]
,
así como una normativa por la que se regulan las autorizaciones para
representación de espectáculos de revista
[2]
.
También aquí la opinión más extendida es que la etapa en que Sánchez Bella
estuvo al frente del Ministerio de Información y Turismo supuso un retroceso en
la “apertura” teatral (José Monleón la califica de
“breve y penosa”
[3]
),
aunque lo cierto es que, como en el resto de los campos de la cultura,
persisten las contradicciones; de una parte, entre la necesidad de mostrar al
exterior una imagen liberal y la intransigencia inherente al sistema; de otra,
entre el deseo de endurecer la política censorial y
la imparable modernización de la sociedad española.
En
1970, una insólita justificación de la censura, redactada, al parecer, por
Alfredo Sánchez Bella, aparecía como “Introducción” a la Orden de ese año por
la que se reorganiza la Junta de Censura de obras teatrales
[4]
.
Su lenguaje queda ya muy lejos del “aperturismo” de la etapa anterior. En él se
descalifica a los partidarios de la libertad de expresión con declaraciones
como: “con frecuencia se clama por la libertad de creación, cuando lo que se
quiere es cultivar las más bajas pasiones humanas”, y algo después se dice:
La mayoría de los que piden esa
libertad sin limitaciones, se pondrían inmediatamente a producir engendros con
ofensas a la moral, a la Patria, a las instituciones, a la familia, al Ejército
y a la Iglesia; a todo cuanto pesa e influye en forma vital en el individuo y
en sus relaciones con el ambiente que le rodea.
Se
mantiene que la censura española había actuado con “tolerancia y flexibilidad”,
pues, “de lo contrario, no se habría producido el avance y la evolución del
teatro hasta llegar a la fase en que actualmente se encuentra”. Como muestra de
la bondad del papel intervencionista del Estado, se señala que “son los teatros
nacionales los que acogen los textos más avanzados y los montajes más audaces”.
En definitiva, se concedía a la censura franquista un papel benefactor sobre la
categoría moral y estética del teatro español, al tiempo que se negaba su
talante intransigente:
La Administración promociona el teatro
con categoría, belleza y elevación. Lo que no puede hacer bajo ningún pretexto
es abrir las puertas al panfleto subversivo ni al manifiesto pornográfico.
Abdicaría de su condición de árbitro y educador si dejase introducir el
desenfreno y la violencia. Esto, en un régimen de tan honda raíz cristiana como
el nuestro, sería imperdonable. La censura no tiene hoy el talante intransigente
del cura del Quijote, ni provoca
ningún auto de fe literario.
Según
este texto, las normas de censura dejaban al dramaturgo “un amplio margen de
movimiento”, ya que “se admite la crítica desarrollada con rectitud”, aunque
precisaba:
No tendrá franquicia cuanto mine las
raíces familiares o morales, ni a las lacras, taras o delitos que provoquen
sugerencias peligrosas. Tampoco la gratuita obscenidad ni la crueldad morbosa,
ni el mal gusto, ni la falta de respeto a las ideologías y las religiones.
Asimismo se descarta cualquier interpretación tendenciosa de nuestro pasado
histórico. La defensa del honor patrio, la evitación de manifestaciones de odio
entre los pueblos, aquello que despierte sentimientos en los niños —torpes
sentimientos—, será mirado con expresa atención.
Recordaba
de nuevo que “en casi todos los países” existe censura, y destacaba la
independencia de los censores en un contexto difícil en el que se les reclamaba
mayor liberalidad o mayor severidad desde distintos frentes:
Entre nosotros, la censura se mueve
con la mayor flexibilidad y obedece a criterios muy abiertos. En ocasiones la
tarea de sus componentes se realiza con dificultad por el apasionamiento de los
propios sectores de opinión. Por un lado se le exigen libertades totales y por
el otro nunca faltan quienes la tildan de demasiado progresista. Ajenos a
imposiciones ni a coacciones, sus miembros interpretan con arreglo a conciencia
el dispositivo legal, seguros de cumplir un deber por el que no tienen que
avergonzarse. El trabajo no es ingrato, pero el organismo funciona correcta y
eficazmente y está siempre propicio a cualquier perfeccionamiento en los
matices. Si alguna vez se equivoca es de absoluta buena fe.
Por
otra parte, los políticos de este período van a endurecer su discurso. El
talante del primer Subdirector general de Teatro de esta etapa, Antolín de Santiago, quedaba en evidencia cuando comentaba
los criterios de selección de grupos y obras del Festival de Teatro Nuevo, en
el que intervenía directamente: “Por encima de todo, no queremos que el
Festival sirva de trampolín político para nadie. […] Cualquier brote en este
sentido se aborta al momento”. E inmediatamente, caía en una nueva
contradicción: “Buscamos una libertad teatral y nos esforzamos de verdad en
conseguirla”
[5]
.
A Antolín de Santiago le sucedió, entre 1971 y 1975,
Mario Antolín
[6]
,
el cual procedía del TEU de Zaragoza y había dirigido el Teatro Nacional de
Cámara y Ensayo. Como muestra de su talante, valgan estas declaraciones:
Es frecuente que incluso algunos
grupos que alardean de contestatarios hayan gozado y gocen de una amplia
protección estatal. Pienso que la subvención debe darse exclusivamente por
méritos culturales, nunca por miedo. Porque si el que recibe está en contra,
seguirá estándolo sólo que con más dinero. A veces digo que el problema del
Régimen es que no sabe ser fuerte. Sabiéndose a quién se da el dinero se
evitarán, creo, falsos mártires
[7]
.
A
partir de entonces, señala Alberto Miralles, en la profesión teatral pasaría a
considerarse que “todo el que tuviera
subvención estatal carecía de honestidad, y su teatro de eficacia crítica”. Al
ser interrogado acerca de la censura previa, Mario Antolín,
ya sin querer aparentar “aperturismo” alguno, apelaba a una especie de
paternalismo hacia los trabajadores del teatro para justificar su existencia:
[...] opino que la lectura previa
evita la posibilidad de que una obra, un esfuerzo y un montaje, puedan resultar
inútiles al ser prohibidas después de su presentación, ya que hay que tener en
cuenta que del teatro viven todos los que trabajan en él y, al aumentar los
riesgos de la empresa, que de por sí no suele ser demasiado arriesgado, creo
que la censura empresarial sería más dura que la existente
[8]
.
En
general, en estos años cesa la política de autorizar obras anteriormente
prohibidas para mejorar la imagen de la censura. Obras prohibidas o retenidas
años atrás se presentan de nuevo sin conseguir la autorización, como Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, de Rodríguez Méndez; El cuarto poder, de Lauro Olmo; Furor,
de Jesús Campos; El arquitecto y el
emperador de Asiria, de Fernando Arrabal, o Pelo de tormenta, de Francisco Nieva. No
obstante, y aunque en menor grado, también encontramos algún signo de cierta
permisividad con respecto a la etapa anterior, como la autorización para
sesiones de cámara de Espejo de avaricia, de Max Aub (en los últimos meses del
mandato de Fraga, tras haber estado retenida en tiempos de García Escudero), y
la autorización para representaciones comerciales de El sueño de la razón, de Buero Vallejo
(al poco de llegar Sánchez Bella al Ministerio, cuando llevaba cinco meses
retenida).
La
mayoría de los censores que entran en esta etapa a formar parte de la Junta
tampoco destacan por su talante aperturista. Entre ellos se encuentran Antonio
de Zubiaurre, Jesús Vasallo, Antonio Albizu, Luis Tejedor, José María García-Cernuda o el director de escena Vicente Amadeo Ruiz
Martínez.
También
ahora se produce el escándalo por la prohibición de hacer gira al espectáculo El círculo de tiza caucasiano (1971), de Bertolt Brecht,
tras su representación en el Teatro María Guerrero
[9]
.
Según García Escudero, esta prohibición fue significativa porque detrás de ella
“estaba, según se aseguró, la persona a la que nos había costado Dios y ayuda
contener desde el Ministerio: el vicepresidente del Gobierno, almirante Carrero Blanco”
[10]
.
Un año más tarde, en la temporada 1972/1973 se prohibió una versión de Brecht de Coriolano que iba
a ser montada en el Teatro Español, y se sustituyó por un Otelo, adaptado por Emilio Romero
[11]
.
No obstante, también en esta etapa se representan otras obras de Brecht (el espectáculo Yo, Bertolt Brecht,
adaptado por Lauro Olmo, en 1970; El
señor de Puntilla y su criado Matti, en 1973) y
de otros autores claramente adversos al régimen como Jean-Paul Sartre (Las
moscas en 1970, Los secuestrados de Altona, en 1972). Cuando esta última se representó en
el Teatro Nacional de Barcelona (1972), el crítico de Yorick comentaría: “No deja de
ser paradójico el hecho de que un Sartre,
representante máximo del existencialismo, dificultado en más de una ocasión
para ser representado, lo sea ahora de la mano de la propia Administración.
(Claro que trece años después de su estreno en París)”
[12]
.
A
estas alturas, la prohibición de obras de autores como Sartre, Weiss o Brecht podía
resultar problemática para la imagen del régimen; así, al enjuiciar el
espectáculo Yo, Bertolt Brecht, adaptado por Lauro Olmo, Florentino
Soria, proponía suprimir varios poemas y vigilar celosamente la puesta en
escena, “por razones de prudencia política”, dada la significación de Brecht: “No deja de ser delicada sin embargo cualquier
decisión, tanto la prohibición como la autorización, teniendo en cuenta la
importancia y significación del autor”. También la imposición de cortes a estos
autores resultaba conflictiva, tal como muestra el comentario de A. de Zubiaurre sobre la versión de De cómo el señor Mockinpott consiguió
librarse de sus padecimientos, según el cual estos eran “más difíciles de
aplicar en un autor de la talla notable de Peter Weiss”.
El
hecho de que anteriormente se hubieran representado otras obras de estos
autores fue tenido en cuenta como factor favorable a la hora de autorizar otros
espectáculos; así, al enjuiciar Yo, Bertolt Brecht, F. Martínez
Ruiz hacía ver que “se han autorizado obras de Brecht evidentemente escritas en este ‘clima’”. E igualmente, el cambio de imagen
buscado por el régimen hace que se consideren por completo ajenos a la
circunstancia española los ataques al nazismo o a otros tipos de totalitarismo;
así, Luis Tejedor opinaba que los poemas de Brecht eran inofensivos en la coyuntura de la España de 1970: “Aunque muchos de ellos
tienen un marcado carácter político, su franca significación germana y anti-nazi, los hacen absolutamente inocuos en España y en
nuestros tiempos”.
Además,
se sigue teniendo en cuenta que se trata de espectáculos minoritarios. En el
caso de Yo, Bertolt Brecht, el peculiar régimen de las
representaciones previstas en el Teatro Bellas Artes (una vez a la semana, en
función nocturna, durante el día de descanso de la compañía titular) reducía
los “riesgos” y aminoraba “su posible improcedencia”, según el Jefe de la
Sección, José María Ortiz. E igualmente, al enjuiciar la versión de El dragón, de Jewgenij Schwartz firmada por Francisco Nieva y Angélica Becker, los censores coincidieron en que se trataba de una
pieza de intención política, en la que el dragón simbolizaba un tipo de tiranía
“más o menos encubierta” e incluso una “dictadura militar”, aunque la
autorizaron por su estilo fantástico y por la falta de alusiones a situaciones
políticas concretas, así como por su carácter minoritario: “pese al gran fondo
del tema, no parece que origine otros problemas que las reflexiones que suscite
en públicos capaces de interpretarla”.
A
pesar de todo, también se prohíben textos de estos autores, tal como sucedió
con De cómo el señor Mockinpott consiguió librarse de sus padecimeintos, de Peter Weiss, en versión de
Alfonso Sastre. Quienes la autorizaron basaban su dictamen en su tono de farsa,
en su falta de localización concreta y en el hecho de que la divinidad
apareciera encarnada en Júpiter. Quienes la prohibían argumentaban que atentaba
contra la religión, aunque también hubo quien la prohibió por razones “de
prudencia política”. En este caso, prevalecieron los criterios más
intransigentes: aunque hubo ocho votos a favor de su autorización para teatro
comercial y ocho en contra, el Presidente de la Junta decidió prohibir la obra
en julio de 1971.
En
otros casos, la autorización de ciertas obras se justifica por “su inconcreción y carácter abstracto, sin entronque con la
realidad”, así como “su intención metafísica”, tal como se argumentó para
autorizar para funciones de cámara La
grande y pequeña maniobra, de Adamov; siempre que
se sustituyera la palabra “Movimiento” y se evitara en el montaje cualquier
localización geográfica ni temporal. En los informes sobre esta obra aparece un
nuevo argumento que se repite a la hora de autorizar obras problemáticas: su carácter
de obras “superadas”; así, Jesús Vasallo, que se refirió a esta obra como “Obra
conocida con intención política y sobre la guerra”, señaló que se trataba de un
“Teatro muy superado ya”. E igualmente, al enjuiciar la versión de Víctor o los
niños en el poder, de Vitrac, a cargo de Nieva, A. de Zubiaurre advirtió que los años transcurridos desde
que el texto fue escrito le restaban peligrosidad: “Hoy día ‘Víctor’ conserva
el valor casi histórico de su ‘antigua novedad’ en el teatro ‘superrealista’ o,
mejor, sobrerrealista, de hace medio siglo”.
El
discurso aperturista vuelve a retomarse durante el mandato de Pío Cabanillas.
En el archivo de censura teatral falta prácticamente toda la documentación
correspondiente a esta etapa, a excepción de los libretos censurados, por lo
que desconocemos la opinión de los censores, las condiciones impuestas, el
tiempo que duró el proceso y los cortes que se impusieron a estas obras
[13]
.
No obstante, en los escasos informes conservados encontramos por primera vez referencias
explícitas a la “apertura”, término presente desde la etapa de Fraga en los
discursos oficiales, pero nunca en los documentos internos de la censura, al
menos en los aquí revisados. Así, en junio de 1974, Juan Emilio Aragonés
admitía que se podía autorizar La lozana
andaluza, de Alberti, “si de veras se produce la apertura preconizada”, e
igualmente, Jesús Vasallo coincidía en este dictamen, dada “la línea de
apertura que tácitamente impera y por las características literarias de la
obra”.
Durante
su mandato se autorizan algunas obras prohibidas anteriormente, entre ellas, De cómo el señor Mockinpott consiguió librarse de sus padecimientos, de Peter Weiss, en versión de Alfonso Sastre; Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, de Rodríguez Méndez, retenida desde 1966, y
una versión de Oración, de Fernando
Arrabal, cuando aún no se había levantado el veto que pesaba sobre el autor;
también se autorizó para representaciones comerciales, aunque con cortes, El desván de los machos y el sótano de las
hembras, de Luis Riaza, autorizada en el año anterior exclusivamente para
su representación en el Festival de Sitges. Se autorizaron además, aunque
desconocemos las condiciones, obras como Morir
por cerrar los ojos y Discurso en la
Plaza de la Concordia, de Max Aub; Asalto nocturno, de Alfonso Sastre; Pasodoble, de Romero Esteo; Nacimiento, pasión y muerte de... por
ejemplo: tú y En un nicho amueblado,
de Jesús Campos García, y La Saturna, de Domingo Miras. A pesar de todo, también se
prohíben algunas obras, como Flor de
Otoño: una historia del barrio chino, de José María Rodríguez Méndez;
mientras que otras quedan pendientes de resolución, como Pelo de tormenta, de Francisco Nieva, o Lozana andaluza, de Alberti.
A lo
largo de 1975, ya con León Herrera al frente del Ministerio, aún se seguirán
prohibiendo textos, entre ellos: El cerco,
de Max Aub, Oye, patria, mi aflicción, de Fernando
Arrabal, El Rodriguello y ¡Psss...!, de Alfonso Vallejo, Noche de guerra en el
Museo del Prado, de Rafael Alberti, y Fiestas
gordas del vino y del tocino, de Miguel Romero Esteo.
No obstante, ese año se adopta el eufemismo “Junta de Ordenación de Obras
Teatrales”, que sustituye a “Junta de Censura”, con el fin de suavizar su
imagen. Igualmente, en el invierno de ese año, Vicente Romero señalaba que “Apertura es la palabra de moda desde
hace varios meses en las tertulias de toda España”, a pesar de que ni la
censura había desaparecido ni se había modificado su reglamento, aunque sus
normas permitían ser interpretadas “con una enorme flexibilidad por parte de la
Administración”
[14]
.
Romero encontraba que la “apertura” no sólo se había percibido en el menor
número de prohibiciones, sino, sobre todo, en la política de protección al
teatro promovida por el entonces Subdirector General de Teatro, Carlos Gortari
(ya con Mario Antolín como Director General de Teatro
y Espectáculos
[15]
).
Destacaba el apoyo a los grupos de teatro independiente y el hecho de que dos
salas madrileñas, el Benavente y el Alfil, hubieran iniciado una línea de
programación experimental e independiente, al igual que desde unos años atrás
venía haciendo el Capsa de Barcelona, con el apoyo
del Ministerio.
3.1. Los autores frente a la
censura
En
esta etapa de agitación de la sociedad española, también la profesión teatral
se muestra cada vez más combativa. Se va perdiendo el miedo a reivindicar
ciertos derechos, y en este marco tiene lugar la primera huelga del espectáculo
[16]
,
así como la firma de cartas de protesta, que, pasado el tiempo, según Alberto
Miralles, se convirtieron en rutina ante el desprecio que de ellas hacía la
Administración. Así, por ejemplo, tras la prohibición al Grupo Tábano de El retablo del flautista, varios
profesionales protestaron conjuntamente por lo que, en su opinión, formaba
parte de “un proceso esterilizador que de un tiempo a esta parte y
sistemáticamente, se viene observando en la historia cultural española”, y
denunciaban el daño que se hacía tanto a los creadores como a la sociedad:
Está alzando barreras para impedir a
un nuevo teatro, vital y renovador, entrar en contacto con un sector de público
mayoritario; e imposibilita, a la vez, que exista una labor creadora en la que
se vienen experimentando modernos modos de expresión dramática. A través de
ella, autores y grupos independientes intentan una identificación que ya da sus
frutos y que tiene como propósito esencial el de comunicarse con la sociedad a
la que intentan servir. Precisamente es esta sociedad quien resulta mayormente
perjudicada al escamoteársele la clase de espectáculo que espera
[17]
.
También
en los festivales la censura es objeto de discusión y de polémicas. Así sucedió
en el I Festival Internacional de Teatro Independiente de San Sebastián (1970),
al que pronto se dio en llamar “Festival Cero”, es decir, casi non nato porque no pasó de su primera
convocatoria, y aún ésta no llegó al final, debido a que los participantes
“ocuparon” el teatro como protesta por la prohibición de las representaciones
de Kus, my lord, de
Muñoz Pujol, y Farsas contemporáneas,
de Martínez Ballesteros. En palabras de Pérez de Olaguer,
“La mecha de la censura —tema lógico como debate— hizo estallar el polvorín, y
la puesta en marcha de un creciente histerismo colectivo hizo lo demás”
[18]
.
Poco después se interrumpió el Ciclo de Teatro Español Actual (1970) organizado
por Alberto Miralles en el Teatro Romea de Barcelona, debido a que la censura
prohibió una de las obras
[19]
.
Junto
a las prohibiciones, también se dan algunos signos de liberalización. Así, en
el I Festival Internacional de Teatro de Madrid (1970), los censores llegaron a
permitir que una actriz portuguesa saliera desnuda al escenario: “Supongo que
guiados por una mezcla de deferencia hacia los grupos participantes y de
interés porque estos se lleven a sus países la idea de la libertad que existe
en España para representar cualquier texto”, comentaba el dramaturgo Jerónimo
López Mozo. Este autor llamaba la atención sobre la diferencia con lo ocurrido
en San Sebastián y explicaba: “Lo sucedido ahora da una imagen totalmente
deformada de la realidad, pues la censura sigue funcionando para las compañías
y autores españoles”
[20]
.
Y
también en 1970 se celebró en Tarragona el III Congreso de Teatro Nuevo,
dedicado a los autores noveles, en cuyas conclusiones aparecía nuevamente la referencia
a la censura, aunque en este caso la petición era bastante moderada: “Que se
solicite del Ministerio de Información y Turismo que la censura funcione como
control de calidad literaria de obras y montajes, y con una mayor apertura en
el resto de los problemas que una obra plantea”
[21]
.
También ahora se suspendió la representación de una de las obras previstas, Su Majestad la Sota, de José Ruibal, aunque no hubo respuesta por parte de los
congresistas, debido, según el redactor de Yorick, al “carácter selectivo”
de los mismos
[22]
;
sin embargo, también hubo una ponencia en la que se atacó duramente a la
censura, la de Lauro Olmo, quien denunció su carácter clasista al afirmar que
la española era una “censura de facción”, pues “opera en servicio de la ya clásica
media España, tratando de mantener a raya, no sólo a la otra media, sino la
posible y nacionalmente deseable evolución de la parte a que sirve”
[23]
.
Citemos
finalmente el comentario de Salvat sobre el Festival
de Sitges de 1971, informando de que “Se habló mucho, muchísimo en Sitges, de
los problemas de la censura, incluso se me informa que las personas que figuran
en el Comité de Selección de Obras presentaron un escrito a la organización y a
los organismos responsables”
[24]
.
Aquel año la censura fue especialmente activa, según informaba Santiago Sans,
quien se refería irónicamente a “la extraordinaria labor” llevada a cabo por
los censores: “Sí, labor en verdad extraordinaria: la casi totalidad de las
obras seleccionadas para la Semana obtuvieron el veto de la censura”
[25]
.
En consecuencia, el comité de la V Semana de Sitges declaró: “Resulta, pues,
obligado por parte de la Administración variar sustancialmente los criterios
que precisen la acción censora de las piezas
teatrales”
[26]
.
Añadiendo una nueva contradicción a las muchas de la censura, entre los
firmantes, se encontraba la vocal de la Junta María Luz Morales.
Centrándonos
ya en los autores, también en esta etapa se multiplican sus protestas. Alberto
Miralles cita como altamente significativas las reuniones convocadas en estas
fechas por José Ruibal, en las que se hablaba de un
grupo de autores críticos desconocidos a causa de la censura
[27]
.
En febrero del 70, Miralles denunciaba en un editorial de Yorick el grave perjuicio que la
censura había infringido a la creación dramática, especialmente, a la obra de
los autores no consolidados:
La censura ha creado en el joven autor
un desconcierto absoluto. Uno de los mayores problemas es el de la propia
mutilación que el escritor lleva a cabo escribiendo al cincuenta por ciento de
sus deseos o bien ni arriesgándose al cincuenta posible, por lo cual se
producen obras tibias o no se produce nada. Otra consecuencia es el estupor de
ver obras casi al cien por cien de los propósitos iniciales no sólo estrenadas,
sino patrocinadas por la Administración, con lo que el joven autor no comprende
que le sea prohibida una obra que en el mayor de los atrevimientos no dice, sin
embargo, cosas superiores a las que antes vio representadas, protegidas y
exitosas.
[...] De cualquier modo, con habilidad
para sortear a la maga de tijeras o sin ella, el autor joven —comprometido o no
con su realidad— no estrena y no estrena porque no es rentable para el teatro
comercial por ser desconocido; pero para ser conocido necesita estrenar; pero no
estrena por no ser rentable y no es rentable por ser desconocido y es
desconocido porque no estrena y no estrena... ad infinitum. Un callejón sin salida
deprimente que sólo al tópico —y no por eso menos cierto— de las estructuras
debe culparse
[28]
.
Otro
documento de primer orden que expresa el rechazo de los autores a la censura
fue el llamado “Manifiesto Blumenthal”, fruto de las
jornadas organizadas en 1972 por el Departamento de Estudios Ibéricos de la
Universidad de la Sorbona bajo la dirección de Ángel
Berenguer, en la que se reunieron autores españoles del interior y del exilio
[29]
.
En dicho Manifiesto se pedía la supresión de la censura en España:
Las autoridades de la España de hoy,
temiendo que toda reunión de españoles se convierta en manifestación antigubernamental,
imponen una censura y una represión fortísima en el teatro.
En la España actual se dan tres casos:
- El teatro oficialmente aceptado, a
pesar de que a veces expresa dignamente su misión.
- El teatro desterrado: el de autores,
por lo general universalmente famosos, que no pueden ejercer su profesión en
España.
- El teatro amordazado del interior,
un teatro nuevo y exaltante que por su audacia formal
o por su carácter revolucionario no puede representarse normalmente en la
Península.
Considerar el teatro español
refiriéndose tan sólo al primer caso significa aceptar el orden cultural
impuesto por el gobierno de España.
El deseo de todos los hombres de
teatro españoles es que la censura cese, es decir, que la libertad de expresión
reine en el país.
Que la alternativa destierro o mordaza
debe cesar.
Teniendo en cuenta la gravedad de la
situación del Teatro Español actual, pedimos la mayor solidaridad entre todos
nosotros.
Además
de este testimonio de la Sorbona, también otros
estudiosos de países extranjeros habían alzado otras voces contra la censura
franquista: desde 1966, Patricia O’Connor venía publicando en Estados Unidos
una serie de artículos sobre el tema y sacaba a la luz las dificultades que
había tenido Antonio Buero Vallejo para estrenar
[30]
;
en 1970, George E. Wellwarth publica The new wave Spanish drama
[31]
,
donde presenta a una serie de dramaturgos españoles cuya característica común
es la de haber sido prohibidos.
En
1974 Primer Acto publicó una
“Encuesta sobre la censura”
[32]
,
a la que respondieron treinta y nueve autores. Según sus resultados, setenta
obras de autores españoles estaban prohibidas, y más de ciento cincuenta se
habían autorizado con modificaciones o cortes, o en régimen de sesión única. A
ello se añadía el caso de Arrabal, cuya producción entonces estaba vetada en su
totalidad. A pesar de las cifras, en general, los autores no consideran que la
censura sea su principal obstáculo. Si en los años cincuenta y sesenta los
dramaturgos realistas opinaban que era el problema más grave, ahora se la
considera una más de las muchas causas que dificultan la difusión de su obra,
no mucho más grave del que supone la estructura empresarial. Otras causas
señaladas estaban muy relacionadas con esta última, como la concepción del
teatro como objeto de consumo y las preferencias del público, señaladas por
varios autores, la falta de confianza de los empresarios en los autores
españoles (Lauro Olmo), la falta de cultura teatral (Martín Recuerda), la
existencia de “clanes” o “monopolios” en el teatro español (Germán Ubillos), o los intereses económicos de traductores y
adaptadores (José María Bellido
[33]
).
En otro lugar, Alfonso Sastre declaraba: “En mi trabajo teatral me he
encontrado con dos murallas distintas: la censura, en un principio, y más tarde,
el mundo profesional teatral”
[34]
.
También por estas fechas se habla de la escasez de obras de autores españoles
en los escenarios. Primer Acto califica a la temporada 73-74 como “tacaña” para el teatro español, y “agobiada
de traducciones y de versiones de banales extranjerismos”
[35]
.
Como principales responsables de esta situación, los autores señalan a los
empresarios, aunque también comentan el papel de la censura a este respecto
[36]
.
El
colectivo de actores, en cambio, se mostraba bastante menos crítico ante la
censura: un 38’8% la encontraban “conveniente siempre que actúe de acuerdo a un
código de censura razonable y conocido por los profesionales”, frente a un
34’2% que optó por responder “Es innecesaria siempre”; hubo además un 15,6%
para los que era “necesaria con un criterio claro y menos rígido”; un 8’4%
partidario de sustituir la censura por el Código Penal; un 2,3% que contestó
“Es necesaria tal como está”, y un 0’6% que no respondió a la encuesta
[37]
.
3.2. Los defensores de la
censura
Al
Estado, en uso de sus facultades, le compete el inexcusable deber de velar por
que las salas teatrales no se cubran de lodo con el pretexto de divertir. La
moral está por encima del simple entretenimiento. El teatro ha sido escuela de
la vida y espejo de las costumbres. Mal servicio prestaría a la comunidad si se
convirtiera en una abyecta mercancía. Instruir al
público, contribuir a su educación, hacer que se eleve en sus ideales, ha de
ser su norte.
Alfredo Sánchez Bella
[38]
En ocasiones
se ha afirmado que la censura sirvió como coartada a muchos autores, cuando en
realidad el principal motivo de que sus textos no se representaran era su falta
de calidad. Los defensores de esta idea, en general, proceden de sectores
afines al Régimen; entre ellos, los propios censores, que se presentan así como
protectores de las obras de calidad que sólo vedan el paso a aquellas que no
merecen subir al escenario. Así, el censor y crítico de El Alcázar Manuel Díez Crespo afirmaba:
Cuando una obra es, de verdad,
importante, está por encima de la censura. Podrá haber excepciones. Yo conozco
pocas. De todas maneras, como la obra importante se produce pocas veces —a la
historia del teatro me remito— creo que de existir la censura debe proceder con
más propiedad, salvando las obras que por su calidad no merecen el fuego. En
cuanto a las mediocres, y no digamos las infames, el fuego; el fuego sin
piedad. Lo dañino no son las ideas, sino las mediocridades
[39]
.
Se
llegó a decir que la censura había creado en torno a los autores prohibidos un
halo de malditismo que les habría favorecido al
ocultar su mediocridad. Esta idea era compartida por varios miembros de la
Junta, como Juan Emilio Aragonés, quien en su informe acerca de Patética de los pellejos santos y el ánima
piadosa, de Romero Esteo, señalaba que “en casos
así, lo mejor es posibilitar el criterio del público, para que esta Junta no
sea responsable de equívocas mordazas”. Así mismo, participaba de esta opinión
Manuel Díez Crespo:
Por otra parte, yo dejaría muchas
obras que hoy se consideran “censurables” para “descubrir” a muchos pobres
hombres que hoy pasan por glorias oscurecidas por la “mano negra” de la
censura. Creo que la censura está obligada a no hacer “héroes” a aquellos que
no son más que unos pobres diablos llenos de vacío
[40]
.
Este
censor negaba que la censura hubiera perjudicado al teatro español, aunque
admitía que este estaba desfasado respecto al teatro europeo:
Sin duda alguna, nuestro teatro
“actual” nada tiene que ver, en sus temas y en sus formas, con el teatro
europeo. El teatro español de estos años es pobre, triste, sin autenticidad,
alejado de los problemas del hombre de este tiempo y sin la menor proyección
universal a través de lo español
[41]
.
Y,
seguidamente, a la pregunta sobre las razones de este desfase, señalaba:
La primera, la falta de talento
dramático creador. La segunda, no haberse creado un “clima” propicio al
desarrollo del buen teatro. Y, en fin, la tercera, la cobardía, ignorancia y
falta de generosidad de la mayor parte de los directores y empresarios no dando
entrada a los jóvenes, para ir, poco a poco, ganando batallas modestas, que
algún día podrían convertirse en renovadoras y fieles a los problemas de estos
difíciles e interesantes tiempos
[42]
.
Semejantes
argumentos eran compartidos por los empresarios al uso, tal como denunciaba la
autora Ana Diosdado:
Recientemente he oído de labios de un
importante empresario teatral español que si la censura confirma su actitud
aperturista, los autores españoles vamos a tener serios problemas, porque hasta
ahora nos había beneficiado mucho (!!) el hecho de que algunos extranjeros, o
algunas obras, estuviesen vetadas en el país, por los temas que trataban, y por
la altura con que los trataban, cosa que según dicho empresario, los españoles
están incapacitados para realizar. Personalmente, y orgullo de grupo aparte,
creo que los autores españoles se verán por el contrario muy beneficiados, caso
de que la supuesta apertura se confirme, ya que podrán tener más vuelos, menos
limitaciones y más tranquilidad de espíritu para trabajar
[43]
.
También
en la ya citada “Introducción” a la Orden por la que se reorganiza la Junta de
Censura de obras teatrales
[44]
se introducía el argumento de que la censura era un recurso de los autores de poco
talento para justificar su fracaso:
Suele suceder que cuando una creación
artística fracasa, se cargan las culpas a la censura. Así ésta viene a ser como
una válvula de escape, un comodín para paliar los fallos personales o de la
acción colectiva en un espectáculo. Nadie ha errado. Solamente aquellos que
tienen la noble misión de velar por que los textos que aparezcan ante el
público se atengan a determinados preceptos legales.
Es fácil el recurso. Como el auditorio
no puede comprobarlo, se hace impunemente cualquier imputación. Sobre las
espaldas de los censores recaerá el yerro ajeno. Ya hay disculpa pronta, que el
espectador ingenuo está dispuesto a tragarse [...].
Pocos se ocupan de decir que algunos
autores achacan a este organismo sus propias frustraciones. Es cómodo alegar
que no se estrena porque lo impiden los medios oficiales. Vivir de las rentas
de esta afirmación, cuando la verdad es muy distinta y por lo general obedece a
no tener nada que comunicar, a abulia, a falta de ilusión y disciplina en el
trabajo; a sequedad imaginativa. También se hurta a general conocimiento el
hecho de que los escritores con auténtica hondura, apenas han tenido ningún
tropiezo con la Junta censora cuando le enviaron sus
obras.
Idea
en la que se insiste algo más adelante:
Lo que sucede es que se fomenta la
confusión. No es cierto, por ejemplo, que no se puedan exponer los problemas
del tiempo en que vivimos. De hecho, partiendo de ellos, algunos de nuestros
autores han conseguido, con el apropiado tratamiento que no excluye la
gallardía, dramas de considerable altura, que gozaron del precio oficial, del
asentimiento crítico y del favor del público. Mas, para ello, lógicamente, hay
que tener talento. Y esa es una cualidad que no todos poseen. Llenar cuartillas
es relativamente fácil; el número de obras que cada año pasan por la Junta Censora es enorme. A veces, la labor se convierte en ardua.
Son numerosísimos los españoles que se dedican a escribir obras de su cosecha o
ejercen el oficio de traductores. Pocos, en cambio, los que de verdad tienen
algo que decir, con limpieza y rigor en el concepto y claridad y elegancia en
la exposición.
3.3. Signos no textuales y
censura escénica
La
creciente consciencia de la importancia de los signos
no verbales por parte de los creadores de este período trae consigo una
reivindicación de la figura del director de escena, al tiempo que una
reivindicación de la función del autor como artífice del espectáculo en su
totalidad
[45]
.
Esta última postura será la adoptada por Jesús Campos, que va a encargarse de
la puesta en escena y de la escenografía de sus textos, así como por autores
vinculados a compañías estables, como Salvador Távora y Albert Boadella; también
lo harán, aunque de forma ocasional, otros autores como Francisco Nieva y Fernando
Arrabal.
También
la censura en este período se va a caracterizar por un especial interés hacia
los elementos ajenos al texto dramático
[46]
.
El destacado papel de los signos escénicos no verbales en el teatro de estos
años va a poner en guardia a unos censores cada vez más conscientes de su
importancia, que insistirán en la necesidad de vigilar el ensayo general antes
de emitir un dictamen definitivo, ante la dificultad de hacerlo a partir del
texto dramático. Siendo Subdirector General de Teatro, Mario Antolín afirmaba que el autor y el director de la obra
podían negociar con los censores las condiciones del montaje
[47]
,
al tiempo que justificaba la prohibición de espectáculos cuyos textos
estuvieran autorizados:
Hoy un texto sigue siendo la base del
espectáculo, pero ya no es la totalidad del espectáculo. El director marca la
intencionalidad de una obra y el matiz, el gesto o el vestuario, pueden
desvirtuar por completo la impresión que un texto produce en su lectura
[48]
.
En
los informes de los censores encontramos numerosas muestras de esta
preocupación por la puesta en escena, sobre todo al referirse a autores que
manejan códigos no realistas, como Arrabal, Nieva, Campos o Romero Esteo. Así, respecto a La
candelaria de los gigantes y la frágil princesa, de este último, A. de Zubiaurre señaló que las acotaciones le parecían
“insuficientes” para hacerse una idea del montaje. E igualmente, a propósito de El cementerio de automóviles, de
Arrabal, S. B. de la Torre escribió:
[...] en caso de admitirse, habría que
condicionarla a la puesta escénica tan proclive a desmanes de interpretación,
muy peligrosas igualmente si se cargan las sugestiones morbosas que promueven
las acotaciones. Ya es sabido que la obra de Arrabal es una mezcla de
ingenuidad y tremendismo. De que priven una u otra depende en mucho la
posibilidad de la aceptación.
La
censura, pues, influye sobre los elementos espectaculares y sobre la dirección
escénica al igual que lo hace sobre los textos, e igualmente los directores
verán truncada su tradición y se verán obligados a realizar importantes
concesiones. No obstante, la marginación y el descrédito que acompañó al
colectivo de autores a la llegada de la democracia por este motivo, y que
comentaremos en el siguiente capítulo, no afectó a los directores de escena,
tema cuyo análisis excedería los límites de este trabajo y que merece sin duda
una reflexión más detenida.
El
fortalecimiento de la oposición en este período se reflejará en la aparición de
un importante número de creadores antifranquistas y en
esporádicas tentativas de recuperar a ciertos autores del exilio. A finales de
los sesenta surge el importante fenómeno del teatro independiente, que supone
un nuevo concepto de la producción teatral, desvinculada de los circuitos
habituales y ligada a la militancia antifranquista
[49]
.
Los autores realistas, sin embargo, van a encontrar aún más dificultades que en
la etapa anterior. A excepción de Buero Vallejo, que
consigue estrenar, no sin problemas con la censura
[50]
,
dos de sus textos fundamentales, El sueño
de la razón (1970) y La fundación (1974), además de Llegada de los dioses —mientras La doble historia del doctor Valmy continúa retenida—, el resto de autores van a
encontrarse con graves restricciones por parte de la censura, además de la
pérdida de interés de los empresarios por su obra y la indiferencia de los
grupos independientes.
En
todos estos años, el único texto original que estrena Alfonso Sastre es la obra
para niños Historia de una muñeca
abandonada (1969); el resto de obras, continuando la tendencia iniciada en
el período anterior, son adaptaciones: Rosas
rojas para mí, de Sean O’Casey (1969), Las
moscas (1970) y Los secuestrados de Altona (1972), de Sartre.
Además, se presenta a censura M.S.V. (La sangre y la
ceniza), que queda retenida. Similar es el caso de Lauro Olmo, que
únicamente consigue estrenar Historia de
un pechicidio (1973), además de reponer los
textos infantiles escritos con Pilar Enciso y adaptaciones de autores
extranjeros (Yo, Bertolt Brecth, El
señor de Puntilla y su criado Matti, de Brecht, y La viuda y
el oso, de Chéjov). Entretanto, se le prohíben El cuarto poder y Mare Nostrum, S.A., además de la obra
infantil, después autorizada, Leónidas el
grande (Asamblea general). El
silencio es total en el caso de José Martín Recuerda y José María Rodríguez
Méndez. El primero únicamente escribe dos textos, Las arrecogías del beaterio de Santa María
Egipcíaca y El engañao,
sin que ninguno de ellos se estrene hasta la Transición; en el caso de Las arrecogías…,
debido a la censura. De Rodríguez Méndez se presentan ante la Junta varios
textos, de los cuales se prohíben Bodas
que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, Los quinquis de Madrid, El ghetto o la irresistible ascensión de
Manuel Contreras, Historia de unos
cuantos y Flor de Otoño;
únicamente se autoriza La Andalucía de
los Quintero, aunque, por distintos motivos, no se estrena hasta 1975.
Aunque
las diferencias éticas y estéticas entre el realismo social y el teatro de
vanguardia que emerge por entonces son demasiado profundas y complejas para
reducirlas a un mero conflicto generacional, lo cierto es que por entonces los
autores realistas comienzan a ser considerados antiguos o desfasados por
algunos de los que comienzan entonces a escribir. A este respecto, Alfonso
Sastre hablaba de “la traición de los jóvenes”
[51]
,
idea que es compartida por Rodríguez Méndez, quien afirmaba: “Muchos nos tratan
como si fuéramos soldados que hicieron el servicio y ya están licenciados”
[52]
,
y por críticos como José Monleón, quien destacó que tampoco
en su día estos autores tuvieron oportunidad alguna, debido a la censura
[53]
.
Incluso algunos de los jóvenes autores que empezaban a escribir por entonces
denunciaban esta situación, como Luis Matilla, quien advirtió:
Mientras en cualquier país la edad
supone una garantía para el “descubridor”, aquí es un impedimento. “Tiene
demasiada prisa. Espere, espere”, y cuando te has dado cuenta, ya hay otros en
la puerta que te gritan “Quítese del camino, abuelo, que ahora nos toca
intentarlo a nosotros”. ¡Desesperante!
[54]
.
Paralelamente,
se produce un auge de las creaciones colectivas, muy ligadas al teatro
independiente, que tiene su etapa de mayor esplendor entre 1968 y 1975
[55]
.
Entre los grupos más significativos cabe citar a Tábano, Goliardos y Cátaro,
entre otros muchos, y entre los estrenos de mayor repercusión, Quejío, de La
Cuadra (1972), al que nos referiremos más adelante, o Castañuela 70 (1970), de Juan Margallo y
el grupo “Tábano”. Esta última, una “anti-revista” en
clave de sátira social y política dirigida a un público de clase obrera, se
representó en locales de los suburbios de Madrid y consiguió llenar el Teatro
de la Comedia durante el verano de 1970, hasta que ocurrió el incidente ya
comentado y se suspendieron las representaciones por orden gubernamental.
Algunos de estos grupos también representan textos de los nuevos autores, como El retablo del flautista, de Jordi Teixidor; El bebé furioso y Las hermanas de Búfalo Bill, de Manuel
Martínez Mediero; Nacimiento, pasión y
muerte de… por ejemplo: tú, de Jesús Campos; Pasodoble y Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la
mucha consolación, de Miguel Romero Esteo; Viva el duque, nuestro dueño, de José
Luis Alonso de Santos, o Las jaulas y El desván de los machos y el sótano de
las hembras, de Luis Riaza.
Los
grupos independientes muestran una clara vocación de cambiar la sociedad, e
intentan buscar para sus espectáculos al público popular; de hecho, en los
Estatutos de la Federación de Teatros Independientes
[56]
se menciona entre sus finalidades la de “Conseguir que el teatro como fenómeno
cultural sea la expresión de la situación y problemas de la sociedad actual y
por tanto esté presente en la evolución histórica del país”
[57]
.
En torno al teatro popular se realizaron debates, encuentros y mesas redondas,
como la celebrada en Palma en 1970, en cuyas conclusiones se definía a este
teatro como “aquel que se dirige con autenticidad de expresión a cada uno de
los estamentos sociales, sin que implique una exclusividad a cada uno de
ellos”; para conseguirlo, se proponía representar obras inteligibles por todo
tipo de público, aconsejando los montajes naturalistas y farsescos,
y se instaba a la reforma de la censura: “consideramos necesario agilizar y
replantear el sistema de censura”
[58]
.
Este propósito de hacer un teatro popular se materializa en representaciones en
espacios nuevos y distintos, más próximos al público popular que los escenarios
convencionales:
Grupos como La Pipironda, Adrià Gual, L’Esperit, Els Joglars, y algunos más, se
han decidido a divulgar su ejercicio en el ámbito de los que no van al teatro:
abren su bártulos en cualquier tabladillo de extrarradio y villatorios,
en aulas y naves industriales, en rincones de tabernas, en tarimas de salas de
baile, sobre andamiajes mineros... y allá van, sin que les importe que la
crítica les promocione ni se les otorgue premios anuales. Ha nacido un joven
sacerdocio escénico
[59]
.
No
obstante, pese a esta vocación popular, los grupos independientes se moverían
siempre en circuitos muy restringidos, ya que la censura va a imponer unas
condiciones sumamente restrictivas, muy similares a las de las sesiones de
cámara y ensayo (de hecho, las autorizaciones que se entregan a estas compañías
van a ser idénticas a aquellas en muchos casos), por lo que muchas de estas
obras se van a ver en la contradicción de ser representadas en sesiones únicas,
o, como ya se dijo, en festivales minoritarios. De este modo, la censura acabó
abortando el proyecto ético y estético del teatro independiente y limitándolo a
un fenómeno de minorías.
Gran
parte de estos grupos y de los autores vinculados a ellos dieron a conocer su
obra a través del Festival de Sitges, que desde 1967 se convertiría en uno de
sus cauces fundamentales. De hecho, la propia censura actuó de forma inusual al
autorizar algunos textos sólo para su representación en dicho festival (así
ocurrió, por ejemplo, con obras de Luis Riaza, Miguel Romero Esteo y Jesús Campos); en ocasiones, especificando que
podría considerarse la posibilidad de autorizarlas para otros circuitos
(generalmente, con cortes sobre la versión autorizada para Sitges). Pero
tampoco todos los textos se autorizaron para su representación en este
festival: sus programadores presentaban numerosos textos, y la censura ejercía
un primer filtro al prohibir algunos de ellos (Prólogo patético, de Alfonso Sastre —uno de los pocos textos
realistas presentados para el festival—, o Furor,
de Jesús Campos). Además, estos grupos contaron con pequeñas salas dedicadas a
divulgar sus montajes, primero en Barcelona (Capsa, Villarroel) y poco después en Madrid (Cadarso,
Magallanes, Alfil).
El
público de estos espectáculos a menudo acudía movido por razones políticas,
convirtiendo la asistencia a las representaciones en actos de militancia antifranquista, al igual que antes sucedió con el teatro
realista. Las connotaciones políticas que adquieren estas representaciones no
pasan desapercibidas a los censores. Si en los años anteriores el único
expediente en el que encontramos testimonios de temor a que la representación pudiera
convertirse en un “mitin” era el de Tierra
roja, de Alfonso Sastre (1958), a lo largo de este período, son numerosos
los informes con alusiones de este tipo, no sólo acerca de obras de los nuevos
autores, como Los muñecos, de Luis
Riaza (“creo que pudiera autorizarse […] pero sabiendo datos de que no van a
convertir aquello en un mitin político”), o Qué culta es Europa y qué bien arde, de Jesús Campos (“más que teatro es un
mitin político antieuropeo y por tanto antiespañol”);
también en obras de los autores del exilio: La
juventud ilustrada, de Arrabal (“representar una de sus obras, podría
provocar un ‘mitin’ pro-Arrabal”), y Comedia
que no acaba, de Max Aub (“Otro intento de mitin político anti-Régimen con el
pretexto de un montaje teatral”), así como en las de los autores realistas: El caraqueño, de Martín Recuerda (“Me
inclino a prohibirla porque se transparenta una intención política tendenciosa
que puede convertir la representación en mitin”); Las arrecogías del beaterio de Santa María
Egipcíaca (“Pero la obra con su intención política provocará un mitin. Y
creo que por tanto, salvo mejor opinión, y riesgo evidente de problema de orden
público, me parece que debo prohibirla”); ¿Quién
quiere una copla del Arcipreste de Hita?, del mismo autor (“Ese tono de
mitin y su intención, no tiene nada que ver, desde luego, con todo aquello que
ha escrito Juan Ruiz”); Historia de unos
cuantos, de Rodríguez Méndez (“la obra no deja de ser un mitin político de
‘rojillos’ desengañados y derrotados”), y El
cuarto poder, de Lauro Olmo (“Es más un ‘mitin protestatario’
que una pieza teatral”). Incluso en la Transición, las encontramos a propósito
de La doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo
(“Para la oposición politizada sería ocasión para convertirla en un mitin de lo
más grave”). También en algunas obras extranjeras encontramos comentarios de
este tipo: así, acerca del espectáculo Yo, Bertolt Brecht, Jesús Cea proponía suprimir varios poemas “por su especial
estridencia y propensión a provocar un clima de rebeldía”.
Si
en ocasiones el sentido político de estas obras se lo otorgaban los propios
receptores, en otros casos se trataba de un teatro con clara vocación
testimonial y de denuncia. Buena parte de este teatro no pudo cumplir su
vocación de inmediatez debido a la censura, y perdería en parte su sentido tras
la desaparición de la misma, tal como explicaba Alberto Miralles:
La inmediatez para nuestro teatro
crítico [...] no ha sido posible a causa
de la represiva y arbitraria censura, apoyada por una burocracia paralizante y
un concepto gubernamental de la cultura no como bien del pueblo, sino como perpetuadora de su ideología o como producto mercantil. Un
teatro escrito para hoy y estrenado diez años después, ¿cómo no iba a ser
viejo? Los dramaturgos que escriben
motivados por la realidad del momento son, más que notarios de esa realidad,
denunciadores de la misma, agitadores, guerrilleros que disparan la metralla de
la verdad con su pluma sin trincheras, acaso porque comprenden que la verdad
por sí misma, desnuda, es revolucionaria, sobre todo en un país donde tanto se
la oculta y tergiversa
[60]
.
En
realidad, las dificultades con que se encuentran la mayoría de los autores
realistas en este período, así como las restrictivas condiciones que se imponen
al teatro independiente o el creciente temor de los censores a la repercusión
política de los espectáculos configuran un panorama en el que las posibilidades
para los autores parecen aún más limitadas que en etapas anteriores del
franquismo. Por ello, entre los nuevos autores cunde la sensación de que las
oportunidades para ellos son más escasas aún que las que tuvieron años atrás
los realistas. Así, Ruibal, en réplica a Sastre,
declaraba: “ya quisieran los jóvenes autores tener las posibilidades con que
contó Sastre para llevar a escena sus obras”
[61]
.
La
censura continuó afectando hasta el último momento también al teatro
conservador: en la “Encuesta sobre la censura” antes aludida, Alonso Millán
declaraba que, a pesar de que no tenía ninguna obra prohibida —dato que se
contradice con las dos obras prohibidas que figuran en el fichero del Archivo,
así como las posibles obras retenidas que comentamos en el período anterior—,
las casi treinta que llevaba estrenadas habían sufrido modificaciones. Algo
antes, en 1972, este autor declaraba que la censura le parecía “algo propio de
países subdesarrollados”
[62]
,
y en otro lugar denunciaba que la censura era la mayor traba a la que habían de
enfrentarse los autores: “Para el teatro nacional la censura es bastante dura.
Los problemas sociales y políticos no se pueden tocar. Por lo tanto, el autor
joven que no haga un teatro de evasión, cómico o poético, tiene muy difícil la
entrada en los escenarios”
[63]
.
También
Antonio Gala sufrió sus consecuencias: según sus propias declaraciones, había
tenido prohibidas sus obras Suerte,
campeón y Carmen Carmen,
mientras que El sol en el hormiguero se había estrenado “con ochenta y tantos cortes, algunos de folio o folio y
medio”
[64]
.
Este autor destacaba la existencia de una forma de “autocensura” inconsciente
derivada del propio desconocimiento de la realidad social debido a la
manipulación los medios informativos:
[...] yo pienso que, mucho más
importante que la censura oficial y que la autocensura consciente del autor, el
gran peligro es la autocensura inconsciente. Como la censura influye en el
entorno social, hay una serie de problemas que el autor no ve, no conoce.
Existen una gran cantidad de conflictos en el entorno social que no se nos
plantean y que incluso la misma sociedad española no logra captar, porque están
siendo sistemáticamente ocultados. Los autores debemos esforzarnos por manejar
datos reales, cosa que no hacemos
[65]
.
Al
propio Paso (que a estas alturas se ha alejado en gran medida de sus
presupuestos iniciales, llegando a afirmar: “Cuando uno no sabe hacer teatro,
se mete con el Gobierno”
[66]
),
se le prohíbe en esta etapa Cuatro
secretos de alcoba (1971).
3.4. Un lenguaje para la
censura
Como
venimos viendo, las limitaciones impuestas por la censura no se van a detener
en el número de representaciones, la limitación de los circuitos, la supresión
de ciertos fragmentos o la prohibición de textos completos, sino que van a
afectar a la creación. En un artículo titulado, significativamente, “Teatro
para cómplices”, Alberto Miralles, tras exponer las dificultades para realizar
un teatro crítico en España, hablaba de sus repercusiones en el proceso de
creación de los dramaturgos:
Ante esa situación, nuestro autor, o bien
suaviza su obra, perdiendo acaso su validez, o no renuncia, sino que cambia la
táctica del cuerpo a cuerpo y se enmascara. Y en ese sentido doy como
característica principal y peligrosa […] el virtuosismo de muchos escritores,
demostrado en el momento de disimular personajes incómodos, geografías próximas
y actualidades innombrables para conseguir, contando con la complicidad del
público que habrá de aceptar el juego, el permiso de la Junta de Censura para
la representación. De esta manera, donde se dice “hombre” se pone “gallo” o
“perro” o “urraca”; donde se dice “España”, cualquier país imaginario y en vez
de “hoy”, “ayer” o “mañana”
[67]
.
La
parábola, ya utilizada años atrás por algunos autores dentro de las coordenadas
del realismo (La mordaza, de Alfonso
Sastre; El cuerpo, de Lauro Olmo), va
a ser utilizada en gran medida por los nuevos autores. Su uso se intensifica en
esta etapa y ya no sólo se limita a la localización temporal y espacial —con
las consiguientes repercusiones en los nombres y atuendos, referencias a
personajes o instituciones, himnos, etc.—, sino que llegará a afectar a la
totalidad de los elementos de la obra, dando lugar a una forma de alegoría
crítica que se presenta como alternativa estética al realismo. Entre los casos
de localización en lugares y tiempos extraños, Miralles señala numerosos
ejemplos, como: “La acción transcurre en un lugar de nuestro mundo más cercano,
pero... ¿por qué acordarse del nombre?” (Los
mendigos, de A. Martínez Ballesteros); “Época: la del hombre” (El último gallinero, de M. Martínez
Mediero), entre muchos otros. Las parábolas animales son especialmente
frecuentes en estos años (como muestran las Fábulas
zoológicas de Martínez Ballesteros
[68]
, La máquina de pedir, o El asno, de José Ruibal),
aunque no totalmente nuevas en la España de posguerra (recordemos las obras
infantiles escritas por Lauro Olmo y Pilar Enciso en los años 50 y 60
[69]
).
Este autor concluía afirmando:
El enmascaramiento es como la piel del
cordero puesta sobre el lobo; es el empleo de la astucia ante la ausencia de
fuerza. A veces el enmascaramiento lleva a plantear tantos problemas de
comprensión que se convierte en una finalidad —ese es el peligro al que antes
aludí— y lo que había de servir para disimular, se convierte en espeso bosque
oculto por los árboles
[70]
.
En
consecuencia, para este autor, el “enmascaramiento” no sólo hizo que los textos
perdieran eficacia, al resultar a veces ininteligibles, sino que fracasó en su
cometido de burlar a la censura, pues, por el contrario, trajo consigo una mayor
suspicacia de los censores:
El invento no sirvió más que para
empeorar las cosas, ya que a la crítica ideológica, expresada por el lenguaje
textual, se le unió la crítica plástica y del gesto, y en escena un asno era la
autoridad civil, un pavo real la aristocracia, la Iglesia un cuervo, el tirano
un cerdo y el explotador un pulpo. La doble crítica no pasó desapercibida a los
voraces equipos ministeriales con consignas de genocidio cultural.
Al
ser menos explícitas, las formas no realistas serían tachadas de posibilistas por la crítica marxista más
ortodoxa. Así, por ejemplo, Miguel Bilbatúa
[71]
creó el marbete de “generación postrealista” (en la
que incluye a José Ruibal, José María Bellido, Manuel
Martínez Mediero, Antonio Martínez Ballesteros y Vicente Romero), para
referirse a un grupo de autores cuyo rasgo común sería “un cierto simbolismo castrador y esquematizante”,
pues al pretender que sus obras pasen la barrera de la censura a cualquier
precio, éstas “aparecen repletas de sobreentendidos”, y explica:
Se parte de una operación muy
compleja, de la cual no están exentos de culpa algunos críticos “progresistas”
que la han ensalzado como ejemplar “posibilismo”, y que podemos esquematizar en
el siguiente proceso: el dramaturgo quiere estrenar una obra A que contiene
resonancias políticas inmediatas; si la escribe como debiera la obra sería
prohibida por la censura y, por consiguiente, no podría ser inmediatamente
estrenada, lo que constituye el objetivo fundamental del dramaturgo; por ello
escribe una obra B, que es la misma que A sólo que en ella todos los elementos
concretos en que se fundamentaba han sido sustituidos por elementos abstractos.
Como, por otra parte, y según se deduce de sus obras, el rigor ideológico no
parece ser el punto fuerte de nuestros dramaturgos, resulta una obra B
incoherente, pero que se supone que permitirá al espectador reconstruir en su
mente, cuando la vea representada, la obra A original. Proceso de inversión que
parece un poco aventurado exigir al espectador, pero que no llega a producirse
por la sencilla razón de que la incoherencia de la obra B elimina su posible
subida al escenario
[72]
.
Se
ha querido ver en algunas de las características de este teatro una
consecuencia directa de la censura; así, por ejemplo, su rechazo del realismo,
su dimensión universalizadora, el uso de la alegoría
y en general su hermetismo, serían una forma de rodear los temas que no se
podían tratar directamente. Para Pörtl, el
procedimiento de encubrir expresiones directas y alusiones a realidades actuales
es una reacción obligada ante las normas de censura teatral
[73]
.
Alberto Miralles llamaba la atención sobre la contradicción que supuso el uso
de un lenguaje críptico en un teatro con vocación popular:
Desgraciadamente, los autores usaron
de un procedimiento que fue invalidado por la represión franquista,
obligándoles a enmascarar la verdad para que pudiera ser pronunciada, con lo
que ni la verdad lo fue del todo, ni su eficacia conseguida. Sin la fuerza de
la ley, el autor debía emplear la astucia. Y lo directo se convirtió en
indirecto, y lo popular en elitoso: “Eso que dice
quien lo dice, no lo dice quien lo dice, sino quien yo me sé y lo que dice no
es lo que dice, sino lo que le obligan a callar, pero que yo adivino”.
Ejercicios de descodificación que convirtieron el nuevo teatro crítico en un
juego adivinatorio para cómplices. Quien no supiera las reglas, no entendería
el juego. “Dos cazadores pasean por el bosque. No tienen escopetas. Temen al
lobo. “¡No me digas más!: el lobo es Franco, las escopetas la revolución, el
bosque España y los cazadores el pueblo”. Rocambolesco. Y lo que se pretendía
popular, por estar exento de retórica, fue más críptico que nunca
[74]
.
Sin
embargo, el alejamiento del realismo social no siempre perseguía la finalidad
de burlar a la censura; se trataba, sobre todo, de incorporar nuevos lenguajes
a la empobrecida dramaturgia española:
Se trataba de hacer un teatro no
sujeto a coordenadas españolas; pretendíamos universalizar nuestros temas; ser
ciudadanos del mundo. Era tanto el agobio de los Pirineos, que salir era
preciso y para ello nuestro teatro tenía que ser igualmente válido aquí como en
cualquier otro lugar de occidente. A eso le llamaba Ruibal “lenguaje planetario”. Quizá por eso, Wellwarth sí
pudo entender las obras, porque están lejos de los modelos españoles y por vía
de la experimentación se acercaban a Europa y América, conscientes y deseosas
de ser deudoras de las nuevas estéticas, por lo que en nuestro teatro se podían
rastrear incluso estéticas antagónicas. Todas esas contradicciones podían
explicarse si se piensa que el nuevo autor tenía que ponerse al día tras un
retraso de más de 50 años, provocado por el inmovilismo y la incomprensión
[75]
.
En
realidad, si algunos de los “nuevos autores” utilizan el símbolo como táctica
frente a la censura, otros lo hacen como alternativa estética al realismo, sin
que ello suponga posibilismo alguno.
Para Andrés Franco, la actitud de estos autores sería más combativa y radical
que la de los realistas:
A mi modo de ver, las intenciones de
estos dramaturgos van más allá del mero reformismo: están haciendo un teatro de
signo revolucionario. No pretenden corregir el sistema, sino abolirlo. Si los
autores realistas disidentes ponen de manifiesto las injusticias que produce el
sistema, el nuevo teatro ataca el sistema mismo, siendo, por tanto, mayor su
agresividad
[76]
.
A
finales de los sesenta, se produce en España una eclosión de la vanguardia
teatral similar a la que tiene lugar en otros países de occidente. A lo largo
de este período se irán recuperando progresivamente los vínculos con la
tradición anterior a la guerra civil (con la fundamental recuperación del
expresionismo de Valle-Inclán) y se ensancharán los
cauces de comunicación con el teatro occidental (aunque siempre con restricciones
y generalmente con retraso, se dan a conocer el teatro del absurdo, el drama
documental, el teatro épico brechtiano, el teatro
ceremonial, el happening y las experiencias del Living Theatre). También en
estos años cobra vigor el lenguaje del mimo, que además de su interés en la
búsqueda de nuevos códigos expresivos, se revelará como una eficaz fórmula para
desorientar a la censura.
La
diversidad de opciones estéticas del teatro de este período hizo que se
englobara bajo un marbete único a un grupo muy heterogéneo de autores que
tenían en común su ideología antifranquista y su
alejamiento de la estética del realismo social. El término más difundido para
denominar a tan heterogéneo conjunto fue “Nuevo Teatro Español”, aunque también
se le aplicaron denominaciones como “underground”, “soterrado”, “marginado”, “del silencio”,
etc., en clara alusión a la censura que pesaba sobre estos textos
[77]
.
El estudioso George G. Wellwarth,
autor de la denominación “underground”, señalaba: “He llamado a este movimiento de autores spanish underground drama porque si la mayoría de sus obras no han sido ni publicadas ni realizadas es
por el resultado de la censura”
[78]
.
A partir del estudio de Wellwarth, teatro de vanguardia
pasó a considerarse sinónimo de teatro censurado, al tiempo que se magnificó el
valor de ciertas obras prohibidas, lo que a su vez generó un desencanto hacia
las mismas al llegar la democracia
[79]
.
No obstante, cuando se trató de fijar unas características estéticas aplicables
al conjunto del “Nuevo Teatro”, muchas de ellas no eran aplicables a la obra de
algunos de los autores más significativos del período
[80]
.
En
algunos casos, estos autores tratan de buscar un lenguaje aún más incisivo y
crítico que el del realismo social. Como venimos diciendo, en el politizado
contexto de estos años, incluso los autores con más voluntad de experimentación
estética ven mezclada su tarea artística con la lucha antifranquista.
Como muestra, valgan estas palabras de Miguel Romero Esteo:
“Hay que escribir con veneno, coño; mezclando la mierda y la necrofilia que son
constantes muy nuestras y con las que se puede hacer más daño que denunciando a
la pata la llana, sin creatividad”
[81]
.
La confusión de los censores frente a estos textos es notable, tal como veremos
al referirnos a sus informes, no sólo en cuanto a la valoración de su
“peligrosidad”, sino también en su valoración artística, donde encontramos
opiniones muy dispares.
[1]
Orden de 27 de
octubre de 1970 del Ministerio de Información y Turismo por la que se
reorganiza la Junta de Censura de Obras Teatrales, BOE, 17-XI-1970, pág. 18612.
[2]
Orden de 30 de
octubre de 1971 del Ministerio de Información y Turismo. (BOE, 29-XI-1971).
[4]
Orden de 1970 por
la que se reorganiza la Junta de Censura de obras teatrales. Folleto editado
por el Ministerio de Información y Turismo.
[5]
G. Pérez de Olaguer, 1968, pág. 62.
[6]
“Con Mario Antolín, nuevo Subdirector General de Teatro”, Yorick, 49-50
(oct.-dic. 1971). Este cambio se producía tras el affaire de Tábano y su Retablo
del Flautista.
[7]
La Vanguardia, 12-X-1971. La cita es de
A. Miralles, 1977, pág. 58.
[8]
V. Romero, 1971, pág. III.
[9]
J. Rubio, 1995, pág. 33.
[10]
J. M. García
Escudero, 1995, pág. 312.
[11]
C. Oliva, 1989, pág. 343.
[12]
Pérez de Olaguer, “Crítica teatral de Barcelona”, Yorick, 54
(sep.-oct. 1972), pág. 79.
[13]
Según varios
testimonios orales (entre ellos, el de un antiguo funcionario del Ministerio de
Información y Turismo que ha preferido que omitamos su nombre), la noche en que
murió el dictador se formó una hoguera en el patio interior del Ministerio de
Información en la que se quemaron los expedientes de censura y otros muchos
documentos de la administración franquista. Es posible que los expedientes de años
anteriores ya no se encontraran en el Ministerio y ese sea el motivo por el que
únicamente faltan los de la última etapa. Los únicos informes que se conservan
son los de las obras que, habiendo sido presentadas con anterioridad, volvieron
a ser enjuiciadas ahora, ya que se archivaron en expedientes de años
anteriores.
[14]
V. Romero, 1975a, págs. 50-51.
[15]
Desde 1974, la
antigua Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos pasa a ser
Dirección General de Teatro y Espectáculos, con un período intermedio entre
1972 y 1974, en que se denomina Dirección General de Espectáculos.
[16]
Según Juan Margallo, esta fue “una huelga claramente política que
ponía en cuestión la representatividad del Sindicato Vertical de la época
franquista”. (Margallo, 1985, pág. 272).
[17]
La carta, que se
publicaría en el diario Madrid,
estaba firmada por María Aurelia Capmany, Jaume Melendres, Xavier Romeu, Vidal Alcover, Josep Maria Benet, Ramón Gil Novales, Jerónimo López Mozo, Diego Salvador, Jiménez
Romero, Manuel Martínez Mediero, José Ruibal, Antonio
Martínez Ballesteros, Luis Riaza, Luis Matilla, Ángel García Pintado y el
propio Miralles. (A. Miralles, 1977, pág. 64).
[18]
Pérez de Olaguer, 1970, págs. 58-61. Estos
sucesos fueron objeto de duras críticas incluso por parte de profesionales
progresistas, que, de este modo retomaban el debate entre posibilismo e imposibilismo.
Así, Pérez de Olaguer, tras preguntarse si fue justa
la decisión que se tomó, afirma: “Personalmente creo que no. Que la protesta
ante la Administración por la censura era lógica [...] [pero no] la forma que
seguro no resolvería nada y sí en cambio echaba por tierra poco menos que con
seguridad las posibilidades de llevar a cabo futuros Festivales como aquel”.
(Ibíd.).
[19]
Miralles, 1977, pág. 63.
[20]
López Mozo, 1970, pág. 13. Al parecer, este festival transcurrió en un
ambiente mucho más oficial que los anteriores, a lo que contribuyó el elevado
precio de las entradas
[21]
Vid. “III
Congreso Nacional de Teatro Nuevo”, Yorick, 40 (mayo-jun. 1970), págs. 48-50.
[23]
Olmo, 1970, págs. 51-57.
[24]
Salvat, 1971, pág. 106.
[25]
“V Semana de
Teatro Actual de Sitges”, Destino,
23-X-1971. Reproducido parcialmente en Yorick, 49-50 (oct.-dic. 1971), pág. 107.
[26]
“V Semana de
Teatro Actual de Sitges”, art. cit., pág. 110.
[27]
A. Miralles,
1977, pág. 45.
[28]
A. Miralles,
“Editorial”, Yorick,
38 (feb.-mar. 1970), pág. 4.
[29]
El esbozo del
Manifiesto lo había preparado Fernando Arrabal, aunque posteriormente sería
modificado en algunas líneas y firmado por varios dramaturgos: Alfonso Sastre,
Rafael Alberti (que se adhirieron por teléfono), Alfredo Crespo, Martín Elizondo, Manuel Martínez Azaña,
José Ruibal, A. Amorós, A. Martínez Ballesteros y
Fernando Arrabal. (A. Miralles, 1977, págs. 67-68).
Su significación va más allá de la protesta contra la censura, pues, tal como
señala Miralles, a partir de ese momento “el Nuevo Teatro había entrado en la
Universidad”. Puede verse una crónica de
dichas Jornadas en Primer Acto, 152
(ene. 1973), págs. 52-67.
[30]
O’Connor, 1966, 1969
y 1973.
[32]
Heras y Rivera, 1974a y 1974b.
[33]
Este autor se
negó a responder a la misma por entender que “la causa principal por la que
este año, como los anteriores, el ochenta por ciento de los textos que se
representan son extranjeros, no es la censura, porque si desapareciera la
proporción seguiría siendo la misma”. Para este autor, la causa principal era
económica y no política, y consistía en la facilidad con que la Sociedad de
Autores amparaba a traductores y adaptadores de obras extranjeras, generando
derechos de autor en quienes no lo eran. En la carta enviada al autor de la
encuesta, este autor afirmaba: “Y que conste que yo también tengo obras
prohibidas. Pero tengo muchísimas más aprobadas que no se ponen en pie”.
[34]
A. Fernández
Torres, “El autor y su entorno social”, art. cit., pág. 140.
[35]
“El teatro se ve
como un mercado y al margen de las calidades manda el hecho económico. Manda la
demanda”, comentaba este autor. (“5 preguntas a los autores que estrenaron”, Primer Acto, 170-171 (jul.-ago. 1974), págs. 14-21; cita en pág. 14).
[36]
Así, por ejemplo,
Lauro Olmo encontraba un freno de primer orden en la empresa teatral; Luis
Matilla hablaba de la censura como uno de los problemas fundamentales, junto
con la “falta de madurez” y las “dificultades para el descubrimiento de una
estética escénica que lo haga viable”; Buero Vallejo
coincidía con la mayoría de los autores en destacar el papel de la censura y el
del régimen económico de los teatros, y destacaba el trato desigual que recibían
autores españoles y extranjeros, así como autores reconocidos y noveles;
Jerónimo López Mozo apuntaba a la empresa y el público teatral como causas
principales; Alberto Miralles coincidía en señalar la diversidad de problemas
que impedían estrenar a los autores españoles: la censura, el snobismo de
cierto público que sólo buscaba obras extranjeras, la crítica de la propia
izquierda, la crítica de los sectores reaccionarios, el interés mercantilista
de los empresarios y la consideración del teatro como una ocupación menor. (“5
preguntas a los autores que estrenaron”, Ibíd., págs. 14-21).
[37]
“Teatro-Actor
74”
, encuesta
realizada por “Equipo de Estudios Teatrales”, Primer Acto, 173 (1975), págs. 48-55.
(Reproducido en: García Lorenzo, 1981, págs. 203-218).En
ella participaron 345 encuestados.
[38]
Introducción a la
Orden de 1970 por la que se reorganiza la Junta de Censura de obras teatrales.
Folleto editado por el Ministerio de Información y Turismo. (Folleto editado
por el Ministerio de Información y Turismo).
[39]
M. Gómez García,
1971. De hecho, en alguna ocasión se argumentó para prohibir una obra el “buen
gusto” (La pechuga de la sardina y Plaza Menor, de Lauro Olmo; Y pusieron esposas a las flores, de
Fernando Arrabal), aunque, cuando esto sucede, suele ir acompañado de reparos
de tipo moral o político. Así, por ejemplo, Manuel Fraga de Lis, prohibió Los muñecos, de Luis Riaza,
argumentando: “además de las razones que se aducen de orden político-moral, por
las que pueden razonarse en cuanto a buen gusto, a lo que de arte tiene el
teatro y lo que el teatro es en sí”.
[41]
“Encuesta sobre
la situación del teatro en España, I (Responden autores, críticos y
directores)”, Primer Acto, 100-101
(nov.-dic. 1968), págs. 52-67. Cita en pág. 53.
[43]
“5 preguntas a
los autores que estrenaron”, art. cit., págs. 15-16.
[44]
Folleto editado
por el Ministerio de Información y Turismo. (Recogido en: M. Medina Vicario,
1976, págs. 463-466).
[45]
Sobre la
concepción del autor como creador del espectáculo, véase F. Nieva, 1975b.
[46]
Esta
circunstancia, tal como señala Alberto Miralles, no era ninguna novedad, pues
ya Meyerhold tuvo que sufrir que un texto editado
fuera prohibido cuando se representó: “En su lectura no había levantado ninguna
inquietud por parte de las autoridades. Fue por la mímica, las pausas, las
suspensiones, las abreviaciones, el gesto, las diversas actuaciones de los
actores del tipo Mochalov, cómo se ponía la luz a su
interpretación y a lo que el texto no expresaba con palabras. La sala captaba
perfectamente y reaccionaba. Después de tal espectáculo, los censores se
arrancaban los cabellos y prohibieron representar la obra”. (Meyerhold, Teoría
teatral, Madrid, Fundamentos, 1971. Citado por A. Miralles, 1977, pág. 122)
[47]
Vicente Romero,
1971, pág. V.
[49]
Estos grupos se
autodefinen como “aquellos cuya finalidad esencial sea la expansión del teatro
y cuyas actividades no estén condicionadas por personas o instituciones de las
cuales pudieran depender de alguna forma”. (“Estatutos de la Federación de
Teatros Independientes”, Yorick,
20 (nov. 1966), pág. 4).
[50]
Vid. mi trabajo “La Fundación ante la censura
franquista”. (Muñoz Cáliz, 1999).
[51]
Refiriéndose a
los autores jóvenes, Sastre afirmaba: “[...] dedican alguna iracunda patadita,
no precisamente a sus reales opresores, sino —siguiendo al pie de la letra el
esquema burgués— a la “generación” anterior: “los viejos” que no nos dejan
paso, ¡ay, Dios mío!, y si cae algo, venga de donde venga, lo atrapan con una
avidez que denuncia el más grosero oportunismo”. (“¿Umbral de qué?”, XVIII
extraordinario de Cuadernos para el
Diálogo: España 1970. Citado por A. Miralles, 1977, págs. 73-74).
[53]
Intentando
explicar esta actitud, José Monleón apuntaba que estos
autores, al haber estrenado obras de cierta repercusión en los sesenta, en la
década siguiente fueron considerados como autores de otro tiempo: “El hecho de
que la censura y el aparato teatral —en tácito acuerdo— asfixiaran luego
vuestras posibilidades de estreno ha introducido un elemento falso en la
perspectiva de mucha gente. Es como si ‘hubierais tenido una oportunidad’ que
ya pertenece al pasado, como si detrás de vosotros hubieran aparecido una serie
de autores, también críticos, que no han gozado de la oportunidad que vosotros
sí tuvisteis y no aprovechasteis. Creo que esto es falso, pues la
‘oportunidad’, salvo alguna coyuntura particular y pasajera, no la tuvisteis
nunca. La consecuencia de aquella especie de ‘reina por un día’ que casi todos tuvisteis
y que no han conocido los autores posteriores, condenados a una clandestinidad
casi radical, os ha prestado una falsa dimensión de vejez, como si vuestro
tiempo hubiera vencido definitivamente”. (J. Monleón,
1976a, págs. 85-86).
[54]
“Encuesta”, Yorick, 39 (abr.
1970), págs. 14-15.
[55]
Vid. Fernández
Torres (coord.), 1987.
[56]
“Estatutos de la
Federación de Teatros Independientes”, Yorick, 20 (nov. 1966), pág. 4.
[57]
Uno de sus protagonistas, Juan Margallo, insiste en la función política de su actividad al
señalar entre sus características “la búsqueda de un público popular, la
creación de nuevos espacios, la escritura colectiva de textos y la lucha
antifascista”. (Margallo, 1985, pág. 272).
[58]
“Palma-70. Mesa
redonda. Teatro Popular: el viejo, actual, ¿eterno tema?”, Yorick, 45 (ene.-feb. 1971), págs. 61-68. Cita en pág. 67.
[59]
Juan Germán Schröeder, “El tímpano roto”, Yorick, 32 (mar. 1969), pág. 45.
[60]
A. Miralles,
1977, pág. 141.
[61]
Entrevista con Ricard Salvat, Tele/Exprés, 11-V-1971. La cita es de
Miralles, 1977, pág. 74.
[62]
“Los dos autores
más comerciales”, en Primer Acto, 145
(jun. 1972), págs. 12-13. Cita en pág. 13.
[63]
“5 preguntas a
los autores que estrenaron”, Primer Acto,
170-171 (jul.-ago. 1974), págs. 14-21. Cita en pág. 14.
[64]
O’Connor y Pasquariello, 1976, pág. 28.
[65]
A. Fernández
Torres, “El autor y su entorno social. (Mesa redonda)”, Pipirijaina; 6-7 (ago.-sep.
1974), págs. 48-53. Recogido en: García Lorenzo,
1981, págs. 136-152, cita en pág. 139.
[66]
Comentario
aparecido en la sección “Punto final” de El
Alcázar, reproducido en Yorick, 49-50 (oct.-dic- 1971), pág. 66.
[67]
A. Miralles,
1977, pág. 47.
[68]
Vid. K. Pörtl, 1985, pág. 196.
[69]
Tal como señalaba
Alberto Miralles refiriéndose al uso de la parábola, “Aristófanes sabía de ello y Brecht y Buero Vallejo como también Ruibal y Mediero”. (“Editorial”, Yorick, 38
(feb.-mar. 1970), pág. 4).
[70]
A. Miralles,
1977, págs. 55-56. Véase igualmente: A. Miralles,
“Editorial”, Yorick,
38 (feb.-mar. 1970), pág. 4.
[71]
M. Bilbatúa, 1974, págs. 7-8.
[73]
K. Pörtl, 1985, pág. 200.
[74]
A. Miralles, 1977, pág. 143.
[75]
A. Miralles, 1977, pág. 50.
[76]
“Apuntes sobre un
nuevo teatro español”, Ínsula (1973).
Citado por A. Miralles, 1977, pág. 88.
[77]
Teresa Valdivieso
titulaba así su bibliografía: España:
bibliografía de un teatro “silenciado” (1979). Esta autora daba como título
a su tesis doctoral: Una aproximación
semiológica al teatro clandestino español (Arizona, State University, 1975).
[78]
Nueva York University Press and University of London
Press, 1970.
[79]
Para Alberto
Miralles, dicho estudio posee “un apriorístico valor del teatro que analiza
junto con una fobia cegadora contra la censura que le lleva a la errónea
creencia de que todo lo censurado es bueno y lo que se permite no, por haber
pactado y rebajar grados a su crítica política”. (A. Miralles, 1977, pág. 120).
La
censura afectó al propio libro del estudioso norteamericano. En la segunda
edición de The Theater of Protest and Paradox. Developmentes in the Avant-Garde Drama (Nueva York, 1971), Wellwarth añadió a la primera, un capítulo nuevo sobre el teatro español de protesta, que
hubo de suprimirse en la edición española por razones de censura, según indica
el editor en la nota al prólogo.
[80]
El propio Alberto
Miralles, uno de sus paladines, señalaba que tanto Nieva como Romero Esteo eran “dos autores cuyas obras poseen más personalidad
y complejidad, haciéndose difícilmente representativos del ‘nuevo teatro
español’”. (Ob. cit., pág. 55). Y lo mismo podría decirse de otros autores, como Jesús Campos, Domingo
Miras o Alfonso Vallejo, no incluidos en muchas de las nóminas de “nuevos
autores”, y cuyas obras difícilmente se sujetan a las características que se
han señalado como generacionales.
[81]
A. Miralles, ob. cit., pág. 54.