5.
José María Rodríguez Méndez
Al
igual que Olmo, Rodríguez Méndez
[1]
es uno de los dramaturgos con mayor número de obras prohibidas por la censura
durante estos años, y también como él y como otros autores realistas, mantiene
el firme propósito de denunciar los males de la sociedad en la que le ha tocado
vivir, denuncia que este autor realiza de una forma especialmente beligerante
tanto en sus textos de creación como en sus artículos periodísticos —“Quisiera
que cada conclusión lógica susceptible de desprenderse de mi obra fuera un bofetón
rotundo que extirpara los dientes de muchos sinvergüenzas”
[2]
,
afirma en uno de ellos—, lo que explica en parte este alto número de
prohibiciones.
En
consecuencia, sus estrenos durante el franquismo serían muy escasos: en todo el
período, únicamente estrena dos obras en Madrid, núcleo de la vida teatral de
la época: Los inocentes de la Moncloa (1964), y once años después, Historia de unos cuantos (1975); en ambos casos, sin gran repercusión.
Además, estrenó varias obras en Barcelona y otras ciudades españolas, a veces
lejos de los circuitos comerciales (en locales no teatrales como tabernas,
parroquias, etc.), con grupos independientes, como el TEU de Barcelona o “La Pipironda”
[3]
,
pues, en su propósito de hacer un teatro popular, lleva sus obras a escenarios
humildes, alejados de los espacios tradicionales a los que la clase obrera no
tiene acceso
[4]
.
Al
reflexionar sobre lo que la censura había supuesto en su trayectoria, el autor
se refería a “las persecuciones sufridas y las cortas tolerancias o amnistías
disfrutadas” por su obra a lo largo de la dictadura (“estos tiempos
inquisitoriales”), generalmente por motivos políticos: “Desde que en 1959
presenté al público mi primera obra dramática, Vagones de madera, me he visto zarandeado de aquí para allá a causa
de las supuestas implicaciones políticas de mi agónico teatro”. Lamentaba que
todas sus obras hubieran sido juzgadas como obras de repercusión política
(“Todas nuestras obras han tenido que pasar por el cedazo de la censura previa y
por ende, desde su nacimiento han sido juzgadas —lo fueran o no— como obras de
repercusión política”, afirmaba el autor), cuando únicamente se había propuesto
crear “documentos, testimonios humanos de una época determinada, gritos o
llamadas a la realidad de nuestra tierra, de nuestros hombres y nuestra
historia”, y explicaba:
Las circunstancias externas, el
carácter crítico que se desprende de estas obras, los temas que tratan —la
marginación social, el desempleo, la emigración, el delito, la subversión vital—
las llevan, implacablemente, a ser juzgadas sin la menor piedad como lo que
nunca pretendieron ser; es decir: alegatos políticos
[5]
.
Sin
embargo, aunque no realice una denuncia política directa, en sus textos aflora su radical disconformidad con los valores de la sociedad
franquista. En ellos, el autor convierte en antihéroes de condición trágica a
los personajes marginados y las víctimas del sistema de distintas épocas,
incluida la del desarrollismo franquista (Los
quinquis de Madriz), al tiempo que denuncia la
miseria moral de los personajes capaces de ascender en un sistema insolidario y perverso (El
ghetto o la irresistible ascensión de Manuel Contreras).
Según
Bernardo Antonio González, incluso su utilización del lenguaje del sainete y su
defensa de la tradición teatral española son una forma de rebelarse ante un
régimen que, en el momento en que el autor escribe su teatro, mantiene un
discurso internacionalista
[6]
.
El lenguaje realista sería, además, un signo de clase, el lenguaje de las
clases humildes frente los lenguajes de la burguesía: “el único estilo
admisible para representar las hazañas e inquietudes del proletariado”, pues la
estética del “pueblo nacional” ha de ser diferente de la de “la burguesía
internacional”
[7]
.
En este sentido, su defensa de lo autóctono frente a lo que considera
tendencias extranjerizantes y colonizadoras, que en los años de la autarquía
hubiera tenido un sentido bien distinto, en la nueva etapa tecnocrática supone una forma de resistencia.
Con
frecuencia el autor ha atacado abiertamente a la censura en sus artículos
[8]
.
A propósito de esta postura beligerante del autor, en 1979 César Oliva señalaba
que Rodríguez Méndez “tiene excelentes y recientes piezas dramáticas que no se
estrenan, y su resignación lleva consigo una batalla particular con quienes
considera culpables de la falta de libertad de expresión del teatro español
actual”
[9]
.
Así, en varios de sus escritos propone la eliminación de la censura, tema al
que estos derivan en ocasiones, aunque inicialmente trataran otras cuestiones;
por ejemplo, al referirse a los teatros nacionales, escribe:
Puestos a soñar [...] también debería
liberarse al teatro nacional de la servidumbre de la censura; de modo que el
director artístico se hiciera responsable de lo que allí sucediera de acuerdo
con las normas legales de carácter general, sin necesidad de someterse a la
aprobación de un buró especial. Para
mí, esto no es ninguna utopía ni mucho menos; al contrario, me parece lo
adecuado en cualquier Estado de derecho
[10]
.
En
otras ocasiones, la censura teatral es el tema central de sus artículos. En
cualquier caso, sus propuestas van siempre en la misma dirección, pues la
política de reformas y “apertura” le resulta a todas luces insuficiente:
La mejor reforma de la censura teatral
sería, indudablemente, suprimirla como se suprimió, en parte, para la prensa y
las publicaciones. Para ello tenemos un Código Penal, una Ley de Enjuiciamiento
Criminal, una serie de leyes especiales, unos organismos judiciales, un
Tribunal de Orden Público, etc., etc. La existencia de un organismo censor es
una gran redundancia. Ya sería hora de que se hablara de supresión y no de
reforma, o de ampliación o de cierto deshielo. Sería hora, sí, de que se
hiciera gracia de una función que tan indigna resulta para los que se ven en la
dolorosa obligación de ejercitarla —los censores— como para los que tenemos que
sufrirla. Mientras exista censura, por muy reformada que se quiera, puede que
se logre conseguir algún espectáculo “actual”
[11]
;
pero nunca se conseguirá un espectáculo español que además de actual sea de
incuestionable calidad
[12]
.
Llega
a decir incluso que le molesta hablar de algo tan contra natura como es la censura: “... a fuer de ser sinceros hemos de decir que toda operación de censura nos repugna naturalmente
y el teorizar sobre algo que creemos contra
natura nos parece ya de por sí un pecado”
[13]
.
E inmediatamente, aprovecha para pedir de nuevo su desaparición, evidenciando
las contradicciones de un sistema que se autodefine como de “bienestar” y “progreso”,
y que al mismo tiempo mantiene vigente la censura de obras teatrales:
Lo que deseamos todos, en eso estamos
de acuerdo tirios y troyanos, es que desaparezca esa clase de censura y
permanezcan aquellos límites morales que han servido de norma desde los más
remotos orígenes de la civilización.
La desaparición total de la censura
inquisitiva redundaría en provecho de la nación y sería tan saludable para los
censores como para los censurados, pues ni aquellos tendrían que someterse a
una labor que humanamente debe repugnarles, ni nosotros tendríamos que vernos
sometidos, como menores de edad, al juicio de supuestas personas mayores en
“saber, edad y gobierno”. Ya sería hora de que cada cual se responsabilizara
con la parte que le toca y aprendiera a calibrar el alcance de sus obras y de
sus acciones.
La censura teatral y cinematográfica
permanece todavía bajo un rigor extremo. No es cosa de volver la vista atrás y
enumerar los estragos que haya podido causar. Baste decir que es impropia de un
supuesto estado de cosas que titulan “progresivas” y superadas. No es
explicable de ninguna manera la existencia de tan rigurosa censura, integrada
por más de veinte censores entre permanentes y “circunstanciales”
[14]
.
“Inmundo
mecanismo de defensa de esa sociedad contra los que quieren ejercer la libertad
del arte y la cultura frente a las planificaciones socio-económicas”
[15]
,
“aberración de nuestro tiempo” o “una violación, en suma, del orden jurídico y
de los derechos humanos”
[16]
son algunas de las expresiones que ha empleado para referirse a la censura. En
cuanto a su funcionamiento, denuncia la dificultad de establecer un diálogo con
sus responsables, así como la práctica imposibilidad de que un dictamen se
modificara a través de un recurso: el autor “no tiene acceso ni a un posible
diálogo con la administración de la censura y los fallos de ésta aparte de ser
poco explícitos son poco recurribles [...] sobre todo si el autor tiene la
desgracia de residir en una provincia”
[17]
.
Su rechazo no sólo se dirige hacia la censura política sino, sobre todo, a la
censura estética, a la que califica de “monstruosidad”:
Penosa nos parece la “censura
política”; pero la “censura estética” nos horroriza. Pensar que se pretende
incluso una junta de censores gramáticos, o censores estéticos que velen por el
estilo y la propiedad gramatical, por ejemplo, nos hace retroceder
—vertiginosamente— a los albores del “despotismo ilustrado”
[18]
.
Ya
durante la democracia, estrena algunas de sus piezas, aunque tampoco consigue
estrenar con frecuencia. Por ello, el autor señalaba que su mayor obstáculo,
por encima de la propia censura, había sido la mediocridad del panorama teatral
y la incultura teatral española: “He crecido, he madurado con la censura. Pero
el mayor dilema ha sido luchar contra un ambiente mediocre. En España ha
dominado una gran incultura teatral”
[19]
.
De
forma coherente con esta actitud, el autor se muestra contundente a la hora de
hablar sobre la influencia de la censura en su proceso de creación:
Jamás influyó la censura en mis
escritos, como tampoco influyen otras limitaciones, como la necesidad de que
intervengan pocos personajes y el decorado no resulte costoso, etc. Ni los
halagos al poder, para conseguir subvenciones. Todo escritor para ser tal debe
ser completamente LIBRE
[20]
.
Su
postura ante las dificultades para estrenar ha sido la automarginación y el
orgullo de no haber cedido ante las imposiciones
[21]
.
El dramaturgo ha insistido en varios lugares tanto en su necesidad de
expresarse críticamente como en la represión de que ha sido objeto:
Desde Vagones de madera a Los
quinquis de Madriz, he querido gritar. Y me han
tapado la boca una y otra vez. Por eso quiero gritar cada vez mejor, con más
fuerza. Aunque no se me oiga
[22]
.
En
este sentido, afirmaba: “En realidad, mi retiro obedece en mucho a mí mismo: no
he querido pactar o al menos pactar en condiciones deshonrosas”, y señalaba que
el suyo era “un caso especial que no se puede llevar a generalización”. Cuando
hace estas declaraciones, en el año 69, se mostraba esperanzado con la idea de que
su teatro pudiera circular por cauces distintos de los oficiales y comerciales:
“siempre he confiado en que se crearía un verdadero teatro independiente
español, y todavía tengo esperanzas”
[23]
;
en 1974, quizá tras comprobar que ese teatro independiente no había apostado
por el realismo social, se autodefinía como “un hombre que no se ha vendido a
nada ni a nadie”
[24]
y mostraba una actitud aún más radical:
De una vez por todas voy a decir que
ya no escribo para estrenar, ni me importa estrenar. Escribo porque debo de
escribir “ese” tipo de teatro y si la sociedad, o el público, o quien sea no lo
acepta, yo sólo digo, con cierta chulería madrileña esto: AHÍ QUEDA ESO...
[25]
.
Su
actitud resulta, pues, próxima al imposibilismo de Alfonso Sastre, con quien el autor confiesa su afinidad; lo califica de
“infatigable luchador, [...] quizás el único que ha sabido mantenerse hasta el
día de hoy en una noble postura de total inconformismo”, y afirma: “Hay, claro
está, en todas las posturas incorruptibles un matiz de vanidad que puede
hacerlas antipáticas, e incluso ineficaces”
[26]
.
Sobra señalar que, al describir la postura de Alfonso Sastre, Rodríguez Méndez
está definiendo la suya. Su radicalismo en este sentido le ha llevado a hacer
afirmaciones como la que sigue, a propósito del ensayo de José Monléon Treinta años
de teatro de la derecha: “Para nosotros, que negamos los posibilismos en unas estructuras
cerradas mucho antes del período de los ‘treinta años’ de Monleón,
todo el teatro que se ha estrenado en España (incluso lo ‘silenciado’ por el
agudo ensayista) es velis nolis teatro
de la derecha”
[27]
.
Él mismo ha calificado su caso como “un poco romántico”, pues afirma que el
suyo es “un teatro que, de cualquier manera, dentro de la organización de
nuestra sociedad, está condenado a perecer sin remedio”. Esta idea la expresaba
igualmente en una carta a Martín Recuerda: “Te aseguro, y el tiempo me da ya la
razón, que ni tú, ni Lauro Olmo, ni Antonio Gala, ni yo, ni nadie, hará nada
dentro del tinglado ‘normal’ del teatro actual. Nosotros tenemos que meternos
en nuestra barraca. Lo demás es pordiosear y recibir burlas, humillaciones y
sarcasmos”
[28]
.
Respecto
a esta postura, Martín Recuerda ha señalado que, si bien Rodríguez Méndez sigue
el camino emprendido por Buero Vallejo, se aparta de
él “para ser más violento e incisivo, más valiente en su ataque y denuncia a la
realidad crítica española”, y añade: “Buero da sus
principales ideas con clave. Rodríguez Méndez las da al descubierto. No emplea
el símbolo, salvo rara excepción”
[29]
.
Este sería el motivo, según este autor, de sus conflictos con la censura: “El
teatro de Rodríguez Méndez arroja, pues, violentamente, las desgarradoras
denuncias que encierra. Quizá sea ésta una de las causas de las muchas
prohibiciones que en España ha sufrido su teatro”
[30]
.
En consonancia con esta actitud, el autor rechaza la utilización de símbolos y
alegorías como recursos para conseguir que su obra se autorice:
Símbolos y alegorías distraen al
espectador y no dejan ver el fondo de la cuestión. Es una táctica, pero una
táctica peligrosa. Es mejor no estrenar que enmascarar. Yo no enmascararé nunca
mis ideas ni mis personajes
[31]
.
E
igualmente, frente al temor censorial a las obras
centradas en la circunstancia española, el autor confiesa que toda su obra se
refiere a la sociedad española:
Mi teatro se refiere siempre a la
sociedad española. A la sociedad actual, fundamentalmente, pero que a la vez es
heredera directa de la sociedad del siglo pasado. Desde el 1898 de Bodas, pasando por los años 30 de Flor de Otoño, los 36 y 40 de Historia de unos cuantos, hasta los 50
de Los quinquis, los 60 de Los inocentes y La batalla del Verdún, para desembocar en
la sociedad mafiosa y neocapitalista de la obra que pienso escribir (y de la que
no digo nada), trato de expresar dramáticamente los sufrimientos, frustraciones
y esperanzas de la sociedad en todos sus estratos: desde los infrahombres de las Bodas a los niños burgueses y canallas de Flor de Otoño. Mi teatro podría
catalogarse como una serie de “episodios sociales” españoles
[32]
.
Dicho
lo cual, y a pesar de todo, el dramaturgo admite haber realizado algunos
“retoques” en sus obras, en aquellos casos en que estaba en juego el estreno:
Si alguna de mis obras ha podido
llegar a un escenario normal ha sido por “chiripa”, porque se han producido
unas coincidencias de carácter casi milagroso y porque yo también he sido
bastante condescendiente como para ceder a retoques y ligeras adaptaciones,
pues que la golosina de estrenar, aun lo no estrenable,
es capaz de vencer a los más puritanos. Pero, en principio, lo que yo escribo
no está destinado directamente a los escenarios en uso y abuso
[33]
.
La
necesidad de comunicar su visión crítica de la sociedad para contribuir a
cambiarla y la represión que sobre ella ejerce la censura dan lugar a una serie
de contradicciones en su discurso y en su comportamiento, al igual que ocurría
con Alfonso Sastre o, de distinta manera, con Martín Recuerda.
Especial
interés reviste la actuación de la censura sobre su teatro histórico, que en su
caso, como en otros ya abordados, tampoco supone una forma de autocensura. Como
se dijo, sus dramas históricos superan en prohibiciones a las obras ambientadas
en época actual, lo que se explica tanto por su visión crítica de la historia
de España, radicalmente alejada de la historia oficial, como por la época que
recrea, la Restauración, que además de ser demasiado próxima —a veces
peligrosamente próxima, como ocurría en Historia
de unos cuantos, que abarca hasta los años 40—, en cierto modo constituía
la cara inversa de la España imperial aireada por la retórica del régimen, al
mostrarla en toda su crudeza y su decadencia. Así, uno de los censores, al
enjuiciar El círculo de tiza de Cartagena,
inspirada en la revolución cantonal de Cartagena, señaló que el autor había
escogido un hecho histórico “poco edificante”.
Además,
al centrar su atención en la intrahistoria y escoger como protagonistas a
personajes del pueblo, entra de lleno en los problemas “de clase”, reflejando
la miseria y la injusticia que aquejaban a los más desfavorecidos de la
sociedad. Hay que tener en cuenta que el dramaturgo busca en la historia de
España las raíces de los problemas de la realidad inmediata. Incluso cabe una
lectura “actualizadora” de estos dramas históricos; así, Martín Recuerda
encuentra homologable la situación de miseria que retrata Rodríguez Méndez en Bodas que fueron famosas... y Flor de Otoño con la de la España
franquista:
Ambas obras, dedicadas la una a
denunciar al gobierno de la Restauración española y la otra a la dictadura del
general Primo de Rivera [...], claman por la libertad y regeneración de una
España deshecha en los años del Desastre (1898) y el año final de la dictadura
de Primo de Rivera (1930); libertad y regeneración de una España deshecha
equivalente también a la España de Franco [...]
[34]
.
El
propio autor corrobora esta idea al definir su teatro histórico (al que
denomina “historicista”) como “un teatro en que la Historia es manipulada por
el autor para definir sus tesis ideológicas o sus doctrinas de hoy”
[35]
,
si bien en ningún momento se deduce de sus declaraciones que la distancia
histórica fuera una táctica ante la censura, lo que resulta coherente con la
actitud del autor y con la propia trayectoria censorial de estas obras.
En lo que se refiere a mi propio
teatro debo decir que he utilizado la Historia como un valioso instrumento para
recrear la época a que se refiere y a la vez exponer unas cuantas tesis que
precisen siempre mi discurso teatral, centrado frecuentemente en investigar el
papel del pueblo español en la historia de mi patria, frente al papel
interpretado por unas minorías dominantes, usurpadoras no pocas veces del
acontecer histórico de España
[36]
.
Abundando
en la idea de la automarginación del autor, tanto él mismo como algunos de sus
estudiosos han señalado que la consciencia de la
imposibilidad de estrenar habría repercutido en una mayor libertad en su obra.
Así, en 1976, José Monleón señalaba:
En el caso de José María Rodríguez
Méndez, como en el de otros de sus compañeros, se cumple un hermoso principio:
el de no haber rebajado el discurso crítico y formal a los niveles exigidos por
el público pequeño burgués. Es decir, el de no haberse vendido a ese público y
haber proseguido una creación que acaso deba a la censura y a los empresarios
dos positivos valores: mayor nitidez crítica y mayor libertad
[37]
.
En
este sentido, Monleón compara su caso y el de otros
autores con el de Valle-Inclán. La falta de
expectativas de estreno habría condicionado su escritura, tanto en el plano
literario como en el escénico, otorgando un mayor cuidado al texto que a su
posible montaje
[38]
.
También encontraba semejanzas César Oliva, quien señaló que las acotaciones de
este autor resultaban cada vez más ricas en cuanto a su lenguaje literario; así,
a propósito de Flor de Otoño, en
1978, escribía:
[...] los problemas de estrenar le
tienen sin cuidado al autor que, gracias a esa indiferencia, arrecia en
profundidad, fuerza y dramatismo. Tan se nota su falta de ilusión por el
estreno que las acotaciones se agrandan de manera espectacular en esta pieza,
matizando con ellas los deseos teatrales del autor. Sucede algo así como con
Valle en los esperpentos, convencido de sus “limitaciones” teatrales, hace toda
clase de lujos expresivos
[39]
.
Y es
que el imposibilismo del autor va más
allá de su negativa a someterse a los condicionamientos de la censura; también
se niega a aceptar las condiciones de la empresa teatral española. En este
sentido, señalaba que, “habiendo sido tan escasas las posibilidades de estreno”,
no se había preocupado de simplificar las exigencias técnicas y de reparto en
sus obras, y explicaba: “¿Por qué iba a hacerlo? Ha sido una de las escasas
ventajas de la marginación: poder echar la casa por la ventana en lugar de
acomodarnos a la mentalidad y a los medios de la empresa privada”
[40]
.
Por todo ello, tal como señaló F. Lázaro Carreter en
un elogioso artículo acerca de Flor de
Otoño, las numerosas dificultades que habría de afrontar quien decidiera
escenificarla eran numerosas y de muy distinta índole: lingüísticas,
sociológicas, económicas e incluso de reparto, además de la propia censura
[41]
.
Otros
factores que habrían contribuido a su alejamiento de los escenarios, según C.
Oliva, habrían sido el centralismo, pues el autor desarrolla su actividad en
Barcelona durante un período durante el cual Madrid fue la capital del teatro
[42]
,
y su labor como crítico teatral, que, según Oliva, “más que favorecer su
ingreso en la profesión como autor, lo ha ido alejando, por la dureza y
sinceridad de sus escritos”
[43]
.
5.1. Valoración de su obra
por los censores
A
diferencia de lo que ocurre con autores más reconocidos, con Rodríguez Méndez,
los censores no tienen en cuenta la significación del autor a la hora de
valorar sus obras, ni tampoco emiten juicios de carácter general sobre la valía
de su producción, sino que se limitan a informar sobre las obras en cuestión.
En algún caso, incluso, su nombre aparecía mal escrito en el encabezamiento de
los informes (así sucede en La tabernera
y las tinajas)
[44]
.
Las
objeciones que los censores encuentran en sus textos son múltiples, aunque casi
siempre están relacionadas con la política y con la religión. Se critica el
tratamiento “poco respetuoso” que realiza de algunas figuras históricas
(Alfonso XIII en Vagones de madera),
o de personajes relacionados con la religión católica: así, en El círculo de tiza... se indicó que
había que suprimir “una grosería contra San José”, mientras que en El vano ayer y en La tabernera y las tinajas, se dijo que habría que cuidar la
presencia en escena de los sacerdotes que aparecen en ambas obras. Por motivos
religiosos, el dictamen de El milagro del
pan y de los peces se condicionó al voto del censor eclesiástico. E
igualmente, en Vagones de madera, el
Delegado Provincial de Guipúzcoa señaló que en algún pasaje se trata
“despectivamente” la educación religiosa.
En
otras ocasiones se tilda a estas obras tendenciosas o revolucionarias. Así, El círculo de tiza de Cartagena, fue
calificada como “partidista”, además de “pasada de moda, injusta y resentida”.
De Vagones de madera, se atacó su
“antimilitarismo”. En algún caso, sin embargo, los censores van a encontrar
cierta ambigüedad en estas obras: así sucede con La Andalucía de los Quintero, e incluso con Historia de unos cuantos.
En cuanto
a su valor literario y teatral, en la mayoría de los informes se exponen jucios negativos. Esto sucede tanto en las obras más
realistas como en las próximas a las formas del esperpento valle-inclanesco, aunque sucede en mayor grado en estas últimas.
Se diría que, a semejanza del caso de Olmo, al tratarse de un autor que aún no
había conseguido un reconocimiento social, su teatro es atacado por los
censores con menos reparos que el de otros autores más consolidados. En líneas
generales, encuentran este teatro tendencioso y carente de valor artístico,
aunque en alguna ocasión encontramos juicios favorables. Su lenguaje bronco y
popular va a ser objeto de duras críticas, si bien algunos censores van a
encontrarlo adecuado a los personajes y, en consecuencia, se van a mostrar más
permisivos.
Una
de las obras que recibió juicios más adversos fue El círculo de tiza de Cartagena. Montes Agudo, que dos años antes
había defendido la calidad de Vagones de
madera, escribía ahora que el autor tenía “un empacho valleinclanesco”
y juzgaba la obra “teatralmente absurda”. No menos severo fue el juicio de
Mostaza acerca de esta obra (“Un monstruo y no una comedia”), a la que también
Carril tachó de tener un valor teatral “escaso”, aunque, al menos, admitió que
tenía un “diálogo fluido”. También
encontramos juicios desfavorables acerca de La
Andalucía de los Quintero (“pasillo desangelado”), Los quinquis de Madriz (“‘Reportaje dramático’ de protesta, en un
ambiente, falso en general, de madrileñismo entre arnichesco y realista a la moderna”), La tabernera y
las tinajas (“apólogo mal contado”; “pasatiempo paleto y sin gracia”), o Historia de unos cuantos (“Obra plúmbea
y sin gracia”). Como en otros casos, el juicio sobre la estética de las obras
se mezcla con las consideraciones de tipo ideológico, y con frecuencia el
desacuerdo en este aspecto se traduce en un rechazo hacia la forma y el
lenguaje empleados.
Sin
embargo, también encontramos algún comentario elogioso. Así, en Vagones de madera, Montes Agudo rompía
una lanza a favor de la calidad de este teatro (“nos parece descubrir en el
autor condiciones de dramaturgo, por su pulso dramático acertado en tipos y
diálogos”), al igual que antes hizo con Buero y
Sastre. También encontramos comentarios acerca de la buena factura de El ghetto o la irresistible ascensión de
Manuel Contreras (“Esta especie de sainete social está bien llevado, salvo
el final en el que se desflecan un tanto las posiciones iniciales”, escribió
Sebastián Bautista de la Torre), o hacia el acierto en el retrato de los
universitarios realizado en Los inocentes
de la Moncloa. Uno de los comentarios más
elogioso fue el de Luis Tejedor a propósito de Historia de unos cuantos, quien se refirió a sus escenas como
“Estampas madrileñas, llenas de color y vida”, y escribió: “Confieso mi
entusiasmo al leerlas”.
5.2. Obras sometidas a
censura
En
total, entre 1960 y 1974, se presentaron a censura dieciséis obras de este
autor, entre originales y adaptaciones, de las cuales seis fueron prohibidas Vagones de madera, El círculo de tiza de Cartagena, Los quinquis de Madriz, El ghetto o la irresistible ascensión de
Manuel Contreras, Historia de unos
cuantos y Flor de Otoño: una historia
del barrio chino), y una (Bodas que
fueron famosas del Pingajo y la Fandanga),
retenida mediante el “silencio administrativo” durante ocho años, según se
deduce de su expediente, que está incompleto. Cuatro se autorizaron para ser
representadas en régimen comercial La
Andalucía de los Quintero, Mujeres,
flores y pitanza (sobre un texto de María Aurelia Campmany), La tabernera y las tinajas y La farsa de la donosa tabernera, y se
limitó la autorización para sesiones de cámara a El milagro del pan y de los peces. Se autorizaron así mismo La trampa y La vendimia de Francia, aunque desconocemos las condiciones, al
estar sus expedientes incompletos.
En
algunas de estas obras no hay una correspondencia cronológica entre la fecha de
su paso por la censura y la de su estreno: las hay que pasaron por manos de los
censores después de haber sido estrenadas, e incluso hubo piezas que se
estrenaron sin que haya quedado constancia de su paso por la censura, al menos
en lo que se refiere a la documentación conservada en el A.G.A.
Así, El milagro del pan y de los peces y La tabernera y las tinajas se
estrenaron en mayo de 1960, en el Teatro Candilejas de Barcelona, por “La Pipironda”
[45]
,
mientras que los expedientes de ambas son de 1971. Ocurre también con Vagones
de madera: aunque se estrenó en 1959, el primer informe más antiguo que se
conserva data de 1960 y estuvo prohibida hasta 1964. En su informe de 1964, Arroitia-Jáuregui advertía que tanto esta obra como El círculo de tiza de Cartagena se
habían representado en Barcelona, mientras que su representación en Madrid
siempre se había prohibido. Lo mismo ocurre con La vendimia de Francia (estrenada en 1964 en Barcelona, y a la que
se abrió expediente en 1965) y El ghetto
o la irresistible ascensión de Manuel Contreras (estrenada en 1966, también
en Barcelona, y censurada en 1972).
En
cuanto a las obras estrenadas que no constan como presentadas a censura, entre
ellas figura La batalla del Verdún, estrenada en 1965 por “La Pipironda”
en el Teatro Candilejas de Barcelona. Según Fernández Insuela,
esta obra no tuvo problemas para ser representada en teatro, a diferencia de lo
que ocurriría cuando en 1974 fue adaptada y emitida por TVE
[46]
.
Tampoco ha quedado constancia de que fueran presentadas a censura las piezas
cortas, escritas entre 1961 y 1962, Prólogo para Fuenteovejuna (introducción a la
versión de la obra de Lope de Vega), Historia
de forzados (especie de entremés moderno basado en un hecho real sucedido
en la república, según Oliva
[47]
)
y El hospital de los podridos (adaptación del entremés atribuido a Cervantes); escritas para “La Pipironda” y representadas en los lugares habituales de
este grupo hasta 1965
[48]
.
E igualmente, carece de expediente la pieza corta Defensa atómica, también estrenada por dicha compañía
[49]
.
Si
bien todas las obras, independientemente de dónde se fueran a representar, pasaban
por la censura ministerial y por tanto su expediente se ha conservado en el
AGA, en estos casos, hay que pensar que las obras fueron censuradas
directamente desde la Delegación Provincial de Barcelona y los documentos
relativos al proceso no se archivaron con el resto de los expedientes (aunque,
en otros casos, los informes de los delegados provinciales se conservan junto
al resto de la documentación). Así parece deducirse de las declaraciones del
autor, según el cual La tabernera y las
tinajas había sido autorizada en su totalidad para sesiones de cámara y La batalla del Verdún habría sido autorizada sin cortes para sesiones de cámara antes de ser
estrenada en 1965
[50]
.
En algún caso, también es posible que la compañía ni siquiera presentara las
piezas a censura, pues al realizar las representaciones en locales marginales,
daban por hecho que la Administración no tendría noticia del montaje
[51]
Además
de las piezas citadas, todas ellas estrenadas, tampoco consta que pasaran por
censura una serie de piezas inéditas y sin estrenar, entre las que figuran La puerta de las tinieblas (segunda
versión de El milagro del pan y de los
peces, escrita en 1962), el libreto de ópera María Slodowska o la aventura del “radium” (1964), La
mano negra (1965), la opereta
satírica Los alegres consumidores (1966), Comedia clásica (1970)
[52]
, En las esquinas banderas (1971) y Spanish News (1975),
a la que Monleón define como “crónica negra de la
España del desarrollo”. Limitándonos al período que ahora nos ocupa, entre 1959
y 1967 se sometieron a censura siete de sus obras, a las que nos referiremos a
continuación.
De
forma un tanto sorprendente, Vagones de madera, obra en la que se
recrea el viaje de unos reclutas españoles a África durante la época del
desastre de Annual y en la que, según el autor,
“defendía a la juventud pacifista que tenía que moverse al compás del famoso
pasodoble de La banderita, allá por
tierra mora”
[53]
,
se estrenó en 1959, tan sólo un año después de haber sido escrita
[54]
.
Sin embargo, como ya se dijo, los datos de su estreno no se corresponden con
los que muestra su expediente, puesto que se presentó a censura en 1960, al año
siguiente de su estreno, y se prohibió en febrero de 1961.
Los
censores no coincidieron en sus apreciaciones sobre el antimilitarismo de la obra,
ni en la peligrosidad que podía suponer su visión del pasado histórico. De los
tres informes que se realizaron en la primera ocasión, dos fueron favorables:
el de Montes Agudo, que la defendió por su calidad, a pesar de considerarla
“amarga, tendenciosilla, con antimilitarismo trasnochado”; y el de José María
Cano, que toleró las alusiones políticas por estar localizadas en una época muy
concreta; para este censor, el texto tenía defectos “de expresión” (su lenguaje
le parecía “desgarrado, bronco y hasta sucio”), pero quedaban justificados por
tratarse de “expresiones propias del ambiente de la época”, y por la misma
razón, encontraba justificados los insultos a la corona del personaje
republicano. (El propio autor, refiriéndose al lenguaje de esta obra,
señalaría: “Expuse allí todo el lenguaje aprendido en los cuarteles, las
opiniones de las salas de banderas”
[55]
).
Este censor señaló además que el pacifismo que se advierte en la obra no es un
“pacifismo a ultranza, sino del bueno, del que busca la paz justa y la unión
entre los hombres”. El único informe prohibitivo lo realizó el delegado
provincial de Guipúzcoa (fue un grupo vasco el que presentó la obra), Miguel
Ángel R. Arbeloa, quien encontró “alusiones
despectivas e injuriosas para S. M. el Rey Don Alfonso XIII”, así como un
“libelo contra el pueblo moro” y “alusiones más o menos directas contra el
ejército”, además de un trato despectivo hacia “la educación y los educadores
religiosos”, por lo que juzgó que “todo lo que pudiera tener de contenido —que
no lo tiene— sería destructivo”.
El
dictamen volvería a revisarse en 1962, año en que otra compañía solicitó la
autorización para sesiones de cámara. En esta ocasión se consultó al Comandante
Asesor Técnico del Alto Estado Mayor, Juan Guerra y Romero (que unos meses
después autorizaría Escuadra hacia la
muerte), quien señaló que “no se aprecian inconvenientes de mayor cuantía,
teniendo en cuenta el carácter restringido de la representación y el que los
tipos que parecen jugar a una demagogia trasnochada, obtienen la oportuna
contrarréplica dialéctica y circunstancial”. Aunque es posible que se
autorizara, en el expediente no hay copia de la hoja de censura.
En
1964 volvió a ser leída por dos censores más: M. Arroitia-Jáuregui,
que no encontró inconvenientes en su autorización (“cabría simplemente la
cuestión de la supuesta inutilidad de la guerra de Marruecos, pero creo,
sinceramente, que la obra no lo plantea”) y S. B. de la Torre, quien la
enjuició duramente: tras tacharla de “triste y un tanto desalmada”, calificó
las reacciones de los personajes como “violentas, primarias, con muy escasa
humanidad”, y el tono de la obra de “anti-heroico”, y
proseguía: “puede calificarse de antimilitar, ya que se desprende claramente su
pobre valor de mercancías de carne humana al servicio de una inutilidad”.
Finalmente, se autorizó para representaciones comerciales, aunque se impusieron
varios cortes, por su posible “mal efecto político”
[56]
.
Escrita
en 1960, también Los inocentes de la Moncloa fue
publicada
[57]
y estrenada (1961) en un período relativamente breve. En este caso, la crítica
del autor se centra en la competencia inhumana, el favoritismo y la injusticia
que rodean al mundo de las oposiciones. A su paso por la censura, fue
enjuiciada por José María Cano, quien la autorizó por su desenlace: “al fin,
todo concluye con un gesto optimista, con reacciones de juventud esperanzada”,
a pesar de que encontró ciertas connotaciones políticas en las quejas de los
jóvenes: “Seguiremos trabajando y sufriendo como la mayoría de los españoles”,
“igual que los negros vivimos”, o “y uno tiene ganas de ver cosas nuevas”,
refiriéndose al viaje de un compañero a Moscú. Para este censor, “la idea que domina el drama” sería “la de presentar a
unos jóvenes, víctimas de unas circunstancias sociales, que no les abren camino
fácil a sus vidas”.
Tras
el estreno en Barcelona, el Delegado Provincial de esta ciudad envió un informe
al Ministerio en el que señalaba que la obra era de un realismo “demasiado
sincero”, aunque calificó como un acierto el retrato de los universitarios.
Como único desacierto, señaló al personaje del joven notario, “que presenta una
irresponsabilidad y modo de ser muy lejos de la bien ganada fama de los que
ejercen esta profesión”.
A
juzgar por las palabras del autor, el principal problema fueron los cortes: se
autorizó con ocho cortes para su estreno en Barcelona en
1961, a
los
que el autor consideró “serios”, y con diez cortes y dos modificaciones en
Madrid en
1964, a
los
que el autor calificó de “gravísimos”. Por otra parte, también según el
testimonio del autor
[58]
,
la obra no se autorizó para ser televisada.
Escrita
en 1960 y presentada a censura en abril de 1962 por Teatro de Candil, grupo de
cámara del Teatro Bellas Artes, El círculo de tiza de Cartagena se
autorizó con cortes para sesiones de cámara, y poco después, para sesiones
comerciales, a petición de la compañía Santacreu-Lucena,
que la estrenó en el Teatro Guimerá de Barcelona en
febrero de 1963. Las opiniones de los censores fueron muy desiguales. Como en
otras ocasiones, el hecho de estar ambientada en el pasado —en este caso, en la
revolución cantonal de Cartagena de 1870— facilitó su autorización. Así, José
María Cano, al igual que cuando informó sobre Vagones de madera, señaló que podía autorizarse por su ambientación
histórica, y en este caso, también por su tratamiento “en un tono zumbón y de
burla” de las ideas revolucionarias:
Situaciones y personajes deben tomarse
como ya pasados y cualquier suspicacia, sugerencia o similitud con situaciones
y personajes posteriores supondría, a mi juicio, una interpretación desorbitada
y nada inteligente. Por lo tanto, sus aspectos político y social no me parece
que presenten problema alguno tratándose, como digo, de épocas pasadas que
además dejan en ridículo cosas viejas y despreciables.
J.
L. Pelegrín, que confesó su desagrado hacia el texto
(“a mí, personalmente, no me ha gustado esta obra en absoluto”), decía no ver
“muy clara la intención del autor”, entre otros motivos, por el tema escogido,
aunque, como el anterior, la autorizaba. En su opinión, la obra “no presenta
problemas de fondo”, pues las afirmaciones de los personajes (“tópicos
liberales, frases anticlericales, etc.”), a excepción de algunas que ordenó
suprimir, las encontraba aceptables en su contexto, de acuerdo con el concepto
clásico del decoro (al igual que ocurrió con Vagones de madera): “resultan admisibles en aquéllos, teniendo en
cuenta la época, las circunstancias y la calidad de los mismos personajes,
revolucionarios, hombres del pueblo y pescadores”.
Otros
dos censores emitieron juicios muy duros tanto hacia las ideas expresadas en la
obra como hacia su calidad formal, además de negarse a autorizarla. Así, Adolfo
Carril, la tildó de “caricatura partidista”, además de calificar de
“comunistoides” las ideas de los revolucionarios y de “bastardos”
sus intereses. El religioso Manuel Villares, además
de atacar su calidad (“Mediocre ‘espectáculo dramático-folklórico’, plagado de
frases revolucionarias y demagógicas y... de faltas de ortografía”), juzgó que
la obra debía ser reescrita y despojada de “tanta
chabacanería, ramplonería y ‘revolucionarismo’ de baja estopa de que está
plagada toda la obra”. En consecuencia, en mayo de ese año, la obra fue
prohibida.
Unos
meses más tarde, en noviembre de
1962,
a
petición de la misma compañía, volvió a
ser enjuiciada. A un nuevo informe de José María Cano, que ratificó su dictamen
anterior, se sumaron otros dos. Bartolomé Mostaza la autorizó por considerar
que carecía de “riesgos de orden moral”, aunque enjuició severamente su
calidad: “Pretende el autor hacer un ‘esperpento’ a la manera de Valle-Inclán, pero fracasa lastimosamente. Ni chispa, ni fuerza
expresiva, ni encadenamiento escénico. Un monstruo y no una comedia”. Montes
Agudo, en cambio, se mostraba tajante en su decisión de prohibirla:
[...] toda la historia tiene una línea
demagógica, una inclinación izquierdista manifiesta. Es como un canto
libertario, una apología revolucionaria. Pasada de moda, injusta y resentida.
No existe ninguna razón que justifique la puesta en escena de esta pieza,
políticamente peligrosa y teatralmente absurda.
No
obstante, en esta ocasión se autorizó para funciones de cámara, y
posteriormente para representaciones comerciales, con cortes en cuatro de sus
páginas y con visado de la puesta en escena. El autor no debió tener noticia de
la prohibición inicial, puesto que en la “Encuesta sobre la censura” que
publicó Primer Acto señalaba que esta
obra fue autorizada para temporada normal con algunos cortes
[59]
.
Aunque
en el fichero del AGA consta que La trampa (Villa y corte) se autorizó en abril de 1964, habiendo sido
presentada hacia octubre o noviembre del año anterior, no conocemos más
detalles del proceso al no estar localizable su expediente. Según el autor, fue
autorizada en sesiones de cámara con gravísimos cortes (un pasaje completo)
[60]
.
Se estrenó el 29 de abril de 1965, en el Teatro de la Capilla Francesa de
Barcelona.
Escrita
en 1961, La vendimia de Francia se estrenó el 30 de mayo de 1964 en el Teatro
de la Capilla Francesa de Barcelona, por el grupo “Bambalinas”. Según el
testimonio del autor, fue autorizada,
con leves cortes, para sesiones de cámara
[61]
.
Sin embargo, en su expediente consta que esta obra se sometió a censura a
principios de 1965. Al no figurar el dictamen que se emitió entonces, es muy
probable que se mantuviera el “silencio administrativo”.
En
1967 volvió a ser leída por la Junta, y en esta ocasión se autorizó para
representaciones comerciales con un corte (“Viva Fran... digo, ¡viva España y
muera...!”), y con la condición de que se vigilara muy especialmente la puesta
en escena, “considerando para ello tanto matices de carácter político como de
índole erótica”. En los informes de ese año, el padre Artola mostraba sus sospechas hacia las “posibles claves” del texto, y llamaba la
atención sobre la forma en que la vieja francesa pronunciaba “L’Espagne”, “con
cierto desprecio”; aunque también señalaba: “la obra no ofrece reparos dentro
de una gran crudeza”. Afín al discurso triunfalista del momento, Florencio
Martínez Ruiz encontraba que la situación que se denunciaba ya había sido
superada (“Creo que es un drama costumbrista tópico que quiere ser una denuncia
de la España topiquera, pobre y violenta”), por lo que concluía “La obra es ya
vieja y no puede suponer problemas”, teniendo en cuenta además que en ella “El
recuerdo de postguerra es mínimo”. El tercer vocal,
Vázquez Dodero, se limitó a autorizarla, con la
condición de que se vigilara la puesta en escena.
Escrita
en 1965, Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga se presentó a censura por primera vez en 1966 y volvió a presentarse en 1970,
aunque la autorización no le llegaría hasta 1974; desconocemos los detalles del
proceso, puesto que su expediente está incompleto y no figura el dictamen
impuesto en las dos primeras ocasiones, aunque se puede deducir que se recurrió
al “silencio administrativo”
[62]
,
ya que en todo este tiempo ni se autorizó, ni hay constancia de que se
prohibiera. Al parecer, sí se prohibió su publicación, pues iba a ser incluida
en un volumen junto con otras del autor, pero fue separada del mismo después de
impreso por imposición de la censura, en marzo de 1968
[63]
.
“Nunca entendí por qué la prohibieron”, decía el autor a José Monleón en una entrevista
[64]
.
A continuación
se presentó El vano ayer, sobre un falso golpe revolucionario durante la
Restauración. Si nos guiamos por los informes que realizaron los censores,
podría parecer que estamos ante una obra algo más posibilista de lo habitual en este autor, pues varios de ellos
hacen referencia a la inconcreción de su crítica y a
la importancia del drama humano de uno de los personajes sobre el drama
colectivo. Así, Víctor Aúz señaló que podía
autorizarse, puesto que “La tesis política, si la pretendió el autor, se
desdibuja bajo el drama personal de la esposa del general”. El religioso Jorge Blajot, que la denominó “fantasía”, argumentó que “no hay
identificación de personajes históricos, aparte de las referencias a Cánovas, etc.”, aunque habría que “vigilar la presentación
del sacerdote D. Augusto”. Sebastián Bautista de la Torre, en cambio, mostraba
mayor prevención hacia posibles alusiones a la época actual encubiertas bajo su
apariencia de obra histórica:
El autor, en una nota preliminar nos
anuncia la imprecisión de los acontecimientos políticos y sociales que se
mueven en la obra, destacando únicamente su interés por el estado anímico de
los personajes en una época determinada. De no existir esta advertencia, podría
examinarse la obra con la natural objetividad; pero después del aviso queda la
duda de si realmente el autor habrá tratado de operar con clave. Y ya se hace
un tanto sospechoso el juego de los exiliados, de los generales del pueblo, de
las rebeldías, de los generales gobernantes, de los futuros, etc..., aunque todo ello se sitúa en tiempos de la
restauración borbónica... Es lo malo de los avisos previos, que te ponen en
guardia sobre intenciones que a lo mejor no existen siquiera. De todas formas,
y por el camino recto del enjuiciamiento, la obra creo que puede aprobarse con
alguna supresión y situándola exactamente en la época que trata de reflejar,
para que con el distanciamiento se evite el posible peligro de la confusión en
el espectador. De todas formas, convendría alguna lectura más por Vocal calificado
de la Dirección.
Ante
la duda, fue leída por otros dos vocales, que coincidieron en autorizarla.
Mostaza hacía el siguiente razonamiento: “Si la vetásemos sería confesar que lo
que pasa en El vano ayer es lo que
pasa hoy. Sería impolítico, a mi juicio”, y añadió: “por otra parte, no se da
equivalencia de situaciones”. F. Martínez Ruiz insistió en su distancia
histórica para apoyar su autorización: se refirió a ella como “una obra sin
mordiente peligroso y directo que en ningún momento puede referirse a una
situación actual”, y señaló que sus “frases aisladas realistas referidas a
España” estaban “localizadas en una época histórica”; además, señaló, “el
posible criticismo monárquico aparece muy evanescente y desvaído”. Finalmente,
se autorizó en octubre de 1966, previo visado del ensayo general y tras
suprimir las expresiones “Cosa de los espadones de España, arquitecto” y
“cuartelero”. Unos días después, se estrenaba en el I Festival de Teatro Nuevo
de Valladolid, en, con dirección del propio autor
[65]
.