4. Lauro Olmo
Lauro
Olmo es el autor con mayor número de prohibiciones durante este período y uno
de los más perjudicados por la censura franquista
[1]
.
Él mismo se definía en los últimos años de la dictadura como “un autor dificultado, con la mayor parte de su
obra sin estrenar”
[2]
.
A excepción de las piezas infantiles y las adaptaciones, sólo consiguió
estrenar seis de sus obras en teatros comerciales mientras existió la censura: La camisa (1962), La pechuga de la sardina (1963), El cuerpo (1966), English spoken (1968), Historia
de un pechicidio (1974) y, ya tras la muerte del
dictador, La condecoración (1977).
A
las numerosas prohibiciones se le unirían otras trabas, como el fracaso
económico y de crítica de su segundo estreno, La pechuga de la sardina, a partir del cual estrenará con menor
frecuencia (los dos primeros estrenos se habían producido con sólo un año de
distancia) y en peores fechas
[3]
.
Esto, a su vez, va a impedir que el autor consolide su prestigio, lo que a su
vez hará que los censores prohíban sus obras sin demasiados reparos. A
diferencia de Buero, Sastre y Martín Recuerda,
ninguna de sus obras se representó en los Teatros Nacionales.
En
efecto, a partir de su segundo estreno, Olmo se encontró con un rechazo hacia su
teatro procedente incluso de algunos sectores progresistas. Tal como señala
José Monleón, el autor fue víctima de una
mitificación por parte de un sector de la izquierda española, que castigó sus
desvíos del camino iniciado con La camisa,
razón por la cual este crítico habla de una doble censura, la del sistema y la
de “esa minoría política adicta”:
Durante años hemos asistido al mismo
proceso. Determinados autores, en tanto que jugaban el papel de catalizadores
políticos, eran levantados hasta las cumbres; luego, inevitablemente, tales
autores no podían mantenerse, como tales autores, a los niveles políticos
asignados. El autor no sólo trabajaba agobiado por el sentimiento de
“responsabilidad” —una responsabilidad idealizada, abstracta, traducida, significativamente,
en una serie de condenas y de magnificaciones personales— sino que luego, a la
hora de entregar la nueva obra, veía cómo, vencida la exaltación
primordialmente política provocada por alguna o algunas de sus obras
anteriores, se endurecían los juicios artísticos y se le “despojaba” de la
categoría tan generosamente concedida. El resultado último era bajar al autor
de las cumbres a las simas, del genio a la mediocridad, de la ovación delirante
al pateo o a los aplausos displicentes
[4]
.
Esta
afirmación, aplicable a todo un conjunto de dramaturgos críticos, es
especialmente válida en el caso de Olmo, tal como señala el propio Monleón:
Lauro Olmo ha vivido también este
problema. Cuando escribió La camisa,
fraguada en soledad e independencia, fue saludado por un sector de la opinión
como el nuevo genio del teatro español. Luego, ya en La pechuga de la sardina, hubo quien declaró su muerte teatral.
Actitudes ambas igualmente absurdas y nacidas de las particulares
características de nuestro medio, puesto que Olmo, como todo autor, lo único
que hacía era ir andando su camino
[5]
.
Así,
tal como señala este crítico, La camisa “pareció no ya la primera obra teatral de Lauro Olmo, sino, de una vez y para
siempre, la obra de Lauro Olmo por antonomasia”
[6]
,
y prosigue:
Y nuestro autor quedó, cuando apenas
acababa de empezar, convertido en una de las imágenes de la rebelión teatral.
Para Lauro Olmo, como para otros autores de su generación, empezaba así una
dificilísima carrera, porque, además de tener que luchar contra todas las
limitaciones generales de nuestro sistema teatral, se encontraban inmersos en
una especie de investidura “moral”, inmovilizadora y
absolutamente insoportable en la práctica. Una investidura gesticulante, que
transformaba a los dramaturgos en héroes, y que, por tanto, cerraba el paso a
ese proceso permanente, a esa duda metódica, a esa libertad, a ese derecho a
equivocarse, sin los cuales no es posible la creación artística
[7]
.
No
obstante, a pesar de estos intentos de frenar su búsqueda expresiva a los que
alude Monleón, y a pesar de la propia censura, Olmo
no deja de indagar en nuevas formas ni renuncia a abordar los temas que
considera necesarios, actitud que pagará con su ausencia de los escenarios o
con estrenos en duras condiciones, como se dijo. En realidad, el obstáculo
fundamental con que se encuentran sus obras es la censura, tal como se
desprende del importante número de prohibiciones que va a sufrir a lo largo de
la década de los sesenta; prohibiciones que van a frustrar estrenos que en muchos
casos contaban con el respaldo de un empresario, Justo Alonso (que presentó a
censura varias obras), para llevarlos a cabo. El propio dramaturgo comentaba en tercera persona: “Lauro Olmo
procede de una época de vetos y de censura. Esto le ha impedido unos cuantos
estrenos”
[8]
.
La
prohibición de sus obras resulta especialmente dramática si tenemos en cuenta
que, tal como señala Ángel Berenguer, Olmo, al igual que otros autores
realistas, busca con sus dramas, fundamentalmente, la eficacia
[9]
,
y el teatro es para él el medio de comunicación más eficaz
[10]
.
Como muestra de su continua preocupación por la censura, el autor centró en
este tema su ponencia leída en el III Congreso de Teatro Nuevo (1970). Allí
afirmó que la censura “constituye uno de los males-clave” del teatro español, y
la definió como “censura de facción”, pues “opera en servicio de la ya clásica
media España, tratando de mantener a raya, no sólo a la otra media, sino la
posible y nacionalmente deseable evolución de la parte a la que sirve”
[11]
.
En su opinión, la primera víctima de la censura había sido el teatro español,
“Un teatro que parece hecho de encargo y con destino a una clase determinada:
la de las señoras de la tarde”. En consecuencia, propugnaba su desaparición:
¿No va siendo hora —y nos referimos a
una hora nacional— de que desaparezca el modo triunfalista con que actúa
nuestra censura? ¿No es un anacronismo la existencia de la censura “a la
española”? ¿No quedan delimitadas por la Ley las responsabilidades de cada
cual? Uno, por ejemplo, que no tuvo edad para ir a la guerra y que por lo tanto
ha ido creciendo intelectualmente en nuestra inacabable postguerra,
se considera, después de incesantes prohibiciones de censura, como un español
perteneciente a nuestro apartheid cultural, o sea: un español discriminado
[12]
.
El
dramaturgo destacaba, no sin ironía, que la censura no trataba tanto de imponer
una ideología como de prohibir las contrarias: “No es una censura segura de sí
misma, o con un claro propósito orientador —suponiendo que esto sea admisible—.
Parece más bien una censura que opera a la defensiva y que, por esta
característica, le da a su citado triunfalismo una matización muy especial: la
del miedo al ombligo de la expresión”. Destacaba así mismo su excesivo celo por
los aspectos relacionados con la moral sexual: “¿Qué faldas se pueden acortar y
qué faldas no? Padecemos una censura más que intelectual, sensorial. Más que de
prohibiciones, de condenaciones. Al fondo, sigue estando el infierno en la
censura española; pero un infierno que ha perdido su ingenuidad medieval”
[13]
.
Además, sacaba a la luz una serie de problemas relacionados tanto con su
funcionamiento (dificultad de que una obra se apruebe por recurso cuando el
encargado de juzgarla es el mismo censor que antes la prohibió) como con sus
criterios (limitación de la liberalización a aspectos superficiales) y sus
consecuencias (limitación del censo de personajes, autocensura). Finalmente,
invitaba a buscar soluciones prácticas, en lugar de sumarse al fatalismo que
parecía haberse impuesto en la profesión:
Quizá, alguien, pudiera pensar que en
lo que llevo dicho hay algo de resentimiento; lo cual, por otra parte, no
dejaría de ser la lógica reacción de un autor excesivamente castigado. O sea:
la reacción de un inadaptado. Pero no, no es el resentimiento lo que, por lo
menos hasta ahora, me mueve. Es la clara y experimentada creencia de que los
males de nuestro movimiento escénico, conocidos de sobra por los que podrían
ponerles remedio, estén considerados poco más o menos que incurables, ya que no
se ha hecho otra cosa que intentar paliarlos creando una efervescencia
superficial
[14]
.
Desaparecida
la censura, tampoco sus obras alcanzaron la repercusión que cabía esperar. Se
ha hablado del llamado “pacto de silencio” realizado entre los partidos durante
la transición (al que se ha referido Alberto Miralles
[15]
)
como una de las causas de que esto sucediera, sobre todo teniendo en cuenta el
insobornable compromiso político del teatro de Olmo; así, Arturo Lezcano se refiere a él como “escritor independiente ante
la censura de la dictadura y la prudencia de la transición”
[16]
,
e igualmente, Ana Diosdado hace referencia a esta
doble marginalidad:
Viejo socialista, Lauro Olmo nunca
tuvo el apoyo de los socialistas nuevos. ¿Por qué? Tal vez no le consideraban
“rentable”. No tanto económicamente, como políticamente. Lauro Olmo era de los
que amablemente, cordialmente, generosamente, se mantenía siempre en el mismo
lugar y no se casaba con nadie
[17]
.
Uno
de los problemas que más preocupaban al autor era el de la autocensura. Tal
como señala Fernández Insuela, ya desde antes de
dedicarse al teatro, el autor expuso su idea de que “las dotes creadoras
necesitan cielo, campo o calle abierta”, pues “los momentos esenciales, plenos,
no pueden surgir de mentes encasilladas, mutiladas”
[18]
.
En 1965 la señalaba como principal deficiencia del teatro español, sobre todo
por la coacción que ejercía sobre los autores al escoger los temas. Denunciaba
“la situación de desamparo en que se halla el autor novel que no se autocensura”,
y la situación en que se encontraban muchos de ellos al “escribir con miedo,
con la zozobra de si su obra pasará o no pasará”. Todo ello, señalaba,
repercutía en el teatro español: “esto anula o hace muy difícil la
revitalización de un auténtico teatro nacional actual”
[19]
.
Años más tarde, el dramaturgo insistía en este punto:
En mi caso, […] considero
esterilizador, no sólo el hecho de pensar que existe la censura, sino ese
mecanismo psicológico inconsciente, ese reflejo que, ya por inercia, nos
predispone a los españoles a la autocensura. A unos más y a otros menos, claro;
pero estos innegables condicionamientos nos mediatizan de tal modo que llegan a
anular la espontaneidad de las intuiciones en el proceso creador. Los
resultados, a la vista están: anemia en el teatro español actual
[20]
.
Refiriéndose
a su propia obra, declaraba que escogía los temas “con bastante ingenuidad”,
sin ejercer la autocensura en ningún caso. De acuerdo con su objetivo de
“ayudar al mejoramiento social”, en su opinión, los temas escogidos debían
estar enmarcados “en nuestro tiempo, ahora, en una época en que el mejor
teatro, desde una postura testimonial, ejerce la crítica y la autocrítica de la
sociedad que lo produce”
[21]
;
actitud que chocará con la intención de los censores de alejar al máximo en el
espacio y en el tiempo las obras de contenido crítico.
En
otro lugar, de forma aún más rotunda, afirmaba que la censura suponía “la
anulación de todo proceso creador”
[22]
.
Y en una entrevista, señalaba que esta había afectado a los creadores en varios
aspectos, no sólo en el laboral, ya de por sí suficientemente grave, sino,
sobre todo, denunciaba que la censura había ido “anulando su desarrollo” al
privar a los autores “del enfrentamiento con su propia obra”, de ir “recibiendo
‘la lección’ en público de sus aciertos o desaciertos”, de ir “acumulando
experiencia”. Y concluía: “Dada la entidad que como autorrealización posee el
teatro, podríamos llegar al extremo de denunciar al censor como ‘asesino
metafísico’”
[23]
.
Aunque
en algún momento llegó a afirmar que a quienes “tratamos de hacer un teatro
realista, vivo, la censura nos preocupa no durante la creación de la obra, sino
después”
[24]
,
cuando estrena El cuerpo señala que
el autor, al tratar ciertos temas comprometidos “no debe traspasar ciertos
límites, ya que, por experiencia, sabe que el hecho de traspasarlos hubiera
supuesto dificultades para el estreno”
[25]
.
Para Fernández Insuela, en esta obra, escrita tras la
prohibición de La condecoración, el
autor adopta una actitud más posibilista.
Según este autor, en ella la
intención política está “en exceso disimulada bajo la apariencia de un
conflicto familiar”
[26]
,
y esta precaución sería la causa de que las declaraciones que el dramaturgo
realizó con motivo de su estreno resultaran “muy suaves e incluso en apariencia
incoherentes respecto de otras”, pues afirmaba que la censura no le había
impedido expresar sus ideas en esta obra, en la cual no habría dicho “más de lo
que digo ahora”
[27]
.
Según este estudioso, otro ejemplo de teatro “posibilista, que no conformista”, sería Historia de un pechicidio, que supondría
una “crítica irónica y burlona contra los censores”, y que, según el propio
autor, sería “una muestra de que sabe hacer un teatro que llega al público por
procedimientos indirectos”
[28]
.
Incluso en La camisa habría recurrido
a tácticas posibilistas, a juzgar por
las declaraciones del propio autor:
Entre lo que se dice y lo que no se
puede decir, hay todo un mundo de sugerencias que dicen más de lo que se dice y
lo que no se puede decir. Claro que esto requiere el estar todos envueltos por
un ambiente determinado, ya que desaparecido éste, muchas expresiones se quedan
vacías, sin posibilidades de sugerencias
[29]
.
De
hecho, en su estudio sobre los recursos estilísticos utilizados para sortear la
censura, Sánchez Reboredo pone como ejemplo de lo que
denomina “contraste” la escena del II Acto de esta obra, en la que la familia
está cenando sardinas arenques mientras escucha Radio Nacional y el locutor lee
la siguiente noticia: “Índice informativo: la O.E.C.E.
califica de espectacular la recuperación de reservas de oro y divisas de
España”. El contraste entre lo que el espectador ve y las palabras del locutor
pone en evidencia lo falaz del noticiario, la ocultación sistemática de la
realidad. “La burla directa de la radio oficial de España y de la propaganda
del gobierno hubiera sido censurada. Lauro Olmo ha burlado esa prohibición con
ese hábil contraste”
[30]
.
Sin embargo, al igual que sucedía con Buero Vallejo y
Alfonso Sastre, el recurso a lo implícito o a lo indirecto no sólo está
vinculado con la censura, sino también con la necesidad de construir un
discurso artístico y no meramente panfletario.
También
podemos hablar de un cierto posibilismo en la escritura de El cuarto poder,
obra en la que evita localizar la acción en un contexto concreto; de hecho, el
dramaturgo empleó esta inconcreción como un argumento
frente a los censores cuando solicitó la revisión del dictamen de esta obra. A
la pregunta sobre si se autoprohibía al escribir, Olmo asentía: “la culpa puede
ser mía, pero no toda. Vivimos en unos determinados condicionantes y a esa
culpa me refiero”
[31]
.
En
definitiva, tal como señala Ángel Berenguer, Lauro Olmo no toma una postura
definida en la polémica sobre el posibilismo teatral, sino que “se sale por la tangente” con su lenguaje arraigado en la
tradición del sainete:
Lauro Olmo aparecía uniendo los
posibles antagonismos, cada vez más evidentes, surgidos entre lo que llamaremos
el “modo Buero” (más técnicamente conocido por posibilismo) y la “actitud Sastre” (o imposibilismo). Evitándose (dentro de lo
posible en un ambiente tan cerrado como el que nos ocupa) tener que tomar
partido, Olmo se sale por la tangente del conflicto con su nuevo lenguaje (no
ausente en algunos parlamentos de Historia
de una escalera), su peculiar recuperación de una tradición dramática (más
por afinidad expresiva que ideológica), y su nueva representación de un
ambiente popular
[32]
.
Opinión
en la que parece coincidir el autor, al situarse al margen de esta polémica
declarando que “nunca he entrado en el juego del posibilismo y del
imposibilismo. He hecho, sencillamente, mi teatro. En esto sigo siendo muy
ingenuo”
[33]
.
En cuanto a esa otra forma de autocensura consistente en admitir los cortes
impuestos por los censores, Olmo accedió a estrenar algunas de sus obras con
cortes y modificaciones, debido a que no consideró que estos fueran esenciales
[34]
.
Precisamente porque creía en la función social del teatro, no podía resignarse
a que sus textos no llegaran al público, pues creía que mayor aún que el
perjuicio ocasionado a los creadores era el que la censura causaba a la propia
sociedad:
Lo más importante y decisivo es que se
priva a la sociedad de esa dinámica que le obliga a la crítica y a la
autocrítica, al examen de conciencia, en fin, que es la misión esencial del
teatro. Y esto, naturalmente, supone un estancamiento. Pero un estancamiento de
nuestro teatro nacional actual
[35]
.
Esta
preocupación no sólo se refleja en sus declaraciones públicas, sino en su
propia relación con la censura; en efecto, Lauro Olmo, lejos de aceptar la
prohibición, presentó recursos y escribió a las autoridades pertinentes cuando
esto podía contribuir a la autorización de sus obras.
4.1. Valoración de su obra
por los censores
A
pesar del éxito obtenido con La camisa,
Lauro Olmo no llegó a gozar de un reconocimiento por parte de los censores como
el que obtuvo, por ejemplo, Buero Vallejo, por lo que
estos continuaron prohibiendo sus textos sin demasiados reparos. El propio
autor llegó a pensar que su obra estaba siendo objeto de un trato
discriminatorio, tal como confesó en su carta a Carlos Robles con motivo de la
presentación a censura de English spoken. Su caso es muy similar al de José María
Rodríguez Méndez, también desconocido para los censores y también duramente
prohibido durante estos años.
En
una encuesta, Olmo apuntaba la idea de que fue precisamente el éxito de La camisa lo que alertó a la censura
para sus estrenos posteriores: “La camisa me facilitó las relaciones a nivel empresarial, pero, a juzgar por todo lo que
me ha venido ocurriendo, puso en guardia a la censura, que es de la que
proceden mis mayores dificultades”
[36]
. Sin embargo, aunque en parte puede que
fuera así, hay que tener en cuenta que ya antes del estreno de La camisa se le prohibió su obra Magdalena (1959), e incluso La camisa se prohibió cuando se presentó
por primera vez en 1960, por lo que el éxito de esta obra no supuso un cambio
rotundo en su relación con la censura. De hecho, un año después del estreno de La camisa, se autorizó La pechuga de la sardina. Los expedientes muestran que se valoraron
sobre todo los propios textos, más que la significación del autor, pues, a
diferencia de lo que sucede con otros autores (Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Rafael Alberti o Fernando Arrabal, por ejemplo), en su
caso, apenas encontramos comentarios sobre su persona.
En
muchos casos, sus textos fueron prohibidos por motivos claramente políticos.
Así sucedió con Magdalena, La camisa, El cuarto poder, Plaza Menor, La condecoración, Mare Nostrum, S.A. e incluso la obra
infantil Leónidas el grande, escrita
en colaboración con Pilar Enciso; algunas de las cuales fueron tildadas de
“tendenciosas” y “demagógicas”; El
milagro, en cambio, se prohibió por motivos religiosos. Otro de los aspectos de su teatro más
problemáticos fue su lenguaje: en los informes se comenta su “crudeza”, y en
ocasiones, su “grosería” y “mal gusto”. Esto sucede sobre todo en aquellas
piezas en las que el autor intenta reproducir con mayor fidelidad el habla popular,
incluidas sus palabras malsonantes, como sucede, por ejemplo, en La pechuga de la sardina y Plaza Menor.
En
cuanto a los juicios sobre la calidad de sus obras, en algunos casos, vamos a
encontrar comentarios elogiosos (así sucede en El cuarto poder y Mare Nostrum, S.A., que, paradójicamente, fueron
prohibidas); en otros, hubo disparidad de opiniones (La camisa, La pechuga de la
sardina); sin embargo, fueron mayoría las obras que recibieron juicios
adversos en este sentido (entre ellas, El
milagro, Plaza Menor o Historia de un pechicidio),
como veremos a continuación.
4.2. Obras sometidas a
censura
De
toda su producción, le fueron prohibidas Magdalena (1959), La camisa (1961), El milagro (1963), La condecoración (1965 y 1967), Plaza
Menor (1967), Junio siete stop (Historia de un pechicidio)
(1967), El cuarto poder (1969 y
1970), Mare Nostrum,
S.A. (1970)
y El retablo de las maravillas y olé (pieza breve que forma parte de El cuarto poder, presentada a censura de
forma aislada en 1972). Únicamente fueron autorizadas en la primera lectura La pechuga de la sardina (1963), Todos jugamos la final ([1965];
posteriormente titulada Spot de identidad), El cuerpo (1965) y English spoken (1967). Algunas, aunque prohibidas al ser enjuiciadas por vez primera, se
autorizan posteriormente, como La camisa (1962), Historia de un pechicidio (1972) o La
noticia y El mercadillo utópico (ambas pertenecientes a El cuarto poder,
se autorizan para funciones de cámara en 1967 y 1970)
[37]
.
Mejor
suerte corren sus adaptaciones de obras extranjeras, como el espectáculo
titulado Yo, Bertolt Brecht (1970), El señor de Puntilla y su criado Matti (1970), también del autor alemán, o La
viuda y el oso (1971), de Chéjov, todas ellas
autorizadas para mayores de dieciocho años, con distintos cortes.
En
cuanto a su teatro para niños, escrito en colaboración con Pilar Enciso,
también en algún caso sufrió la prohibición (El raterillo, prohibida en 1960, se autorizaría en 1966) o la
retención (Leónidas el grande,
retenida en 1970). Este teatro infantil no es menos comprometido e
ideológicamente combativo que el que escribía para adultos, de acuerdo con su
idea de que “El destino del hombre se siembra en la infancia, y la metralleta
de los siete años suele, adquiriendo gigantescas proporciones, explotar a los
veinte en Hiroshima”
[38]
.
Magdalena,
obra inédita y perdida
[39]
,
fue presentada a censura en junio de 1959 por la Compañía Teatral de Educación
y Descanso, y fue enjuiciada por Manuel Díez Crespo, que dictaminó su
prohibición. El censor realizó un breve resumen del argumento que puede darnos
una idea de la obra:
Unos jóvenes son detenidos por hacer
propaganda por “un mundo mejor”. El padre de la casa no está de acuerdo con
esas teorías de los jóvenes. Dice que él ya pasó la edad en que se creen esas
cosas, y le parece bien la detención. La hija, a la fuerza, porque la madre la
obliga, visita a cierto señor influyente. Éste, abusa de ella para “cobrarse el
favor”. Más tarde, se pide que el joven sea puesto en libertad si dice quién es
el cabecilla. El cabecilla es el Hombre. El autor simboliza en este personaje a
Cristo, o tal vez al Evangelista. Al fin el Hombre aparece en la casa. Y lo
denuncia el viejo, a quien todos llaman Judas.
Díez
Crespo tildó su valor literario de “mediocre” y su valor teatral de “discreto”,
y justificaba su dictamen prohibitivo por su contenido social y político, así
como por su escaso valor artístico:
No dudamos de la buena fe con que
puede haber sido escrita esta obra. Pero el desarrollo y lenguaje, son
totalmente demagógicos. Sus escenas, son excesivamente crudas desde el punto de
vista social y político, y tampoco podemos decir, que la calidad y técnica de
la obra, posean méritos y atracción artística suficiente, para que pueda ser
puesta en escena, como ejemplo.
A
continuación se presentó El león enamorado. Escrita en
colaboración con Pilar Enciso esta obra se autorizó con la calificación de
“Tolerada para menores de 16 años”, con posibilidad de radiación y con un
corte, en junio de 1960, tras ser leída por Adolfo Carril. Este la definió como
“Cuento escenificado sin problemas a los efectos de censura”, y en el apartado
referido a su valor literario, destacó su “diálogo fluido”.
Años
más tarde, en noviembre de 1973, Pilar Enciso solicitó incluir unas canciones
(“Canción del buen y del mal león”, “Canción de la cuesta de nunca parar”,
“Canción del burro” y “Canción del ‘a mí que’ o ‘a mí plin’”),
que, no por infantiles dejaron de despertar cierta suspicacia. Así, Luis
Tejedor señaló que “Queriendo pensar mal, pudiera atribuirse cierta intención a
estas cantables, todas ellas fustigadoras de la fuerza impuesta”, y Vázquez Dodero propuso suprimir dos intervenciones
[40]
;
sin embargo, las canciones se autorizaron sin cortes, en las mismas condiciones
que el resto de la obra.
Por
las mismas fechas se presentó La niña, el raterillo y la cajita de música (más conocida como El raterillo, título que adoptaría posteriormente), también
dirigida a los niños, probablemente con el fin de representarlas en un espectáculo
conjunto. La obra fue prohibida en junio de 1960, sin que se puedan conocer los
detalles del proceso, ya que falta su expediente
[41]
.
En diciembre de 1966, se presentaría de nuevo, esta vez junto con Asamblea general, para ser representadas
en un mismo espectáculo
[42]
.
En esta ocasión, Barceló la autorizaba sin reparos; en cambio, Vázquez Dodero señaló que tenía “trastienda político social”, y
Aragonés encontró dos aspectos “deliberadamente tratados con injusticia”: el
hecho de que los Poderosos S.A. quisieran usar el tesoro robado al pueblo con
fines bélicos, y el desprestigio de la autoridad ante los niños, ya que “El
Comisario es tonto y el agente se apellida Tontez”,
aunque finalizaba señalando: “Pero quizá los niños no sean tan influibles [sic]...”. A pesar de todo, esta vez se autorizó
sin cortes para todos los públicos.
También
en diciembre de 1966, el grupo guipuzcoano Jarrai presentó una versión en vasco, con el título Lapurtxiqui, a la que se abrió un
nuevo expediente. La obra se autorizó para todos los públicos, al igual que la
versión en español. El delegado provincial de Guipúzcoa, encargado de informar
sobre la obra, escribió que se trataba de “un juguete cómico”, sin “ningún
contenido político ni social”.
La
maquinita que no quería pitar, también
infantil y presentada junto con El
raterillo y El león enamorado,
fue autorizada en junio de 1960, con tres cortes. Adolfo Carril, que por esos
mismos días enjuició El león enamorado,
también en este caso realizó un escueto informe en el que calificaba a su
diálogo de “discreto”. Además, ordenó tres cortes, que no podemos conocer a qué
fragmentos corresponden, debido a que no se ha conservado ningún ejemplar
censurado de esta obra.
En
mayo de 1961 se presenta por vez primera a censura La camisa, que fue
prohibida tras haber sido enjuiciada por dos censores. En el informe que
determinó la prohibición, Carril calificó su valor literario de “discreto”, y
argumentó así las razones por las que no consideraba “aconsejable su
autorización”:
Drama social en España, orientado al
tremendismo y con ciertas tendencias demagógicas. Se enmarca en un ambiente
desorbitado basándose en tópicos bastante poco claros y quizá tendenciosos en
algunos momentos.
El religioso
Avelino Esteban Romero, en cambio, la autorizaba “para funciones de Cámara y
para mayores de 18 años en los grandes centros urbanos”, con algunos cortes. En
su “Informe Moral”, emitió el siguiente juicio:
Se trata de una trama amarga —la situación
de la pobre gente del Suburbio, que apenas tiene para comer, que vive de la
ilusión de las quinielas de fútbol y que se ve obligada a emigrar a Alemania
para vivir.
Dentro de este clima, como es lógico,
existen las miserias sociales y morales consiguientes, aunque sin exagerar la
nota ni presentar la realidad de un modo excitante o demagógico. No estará de
más advertir, no obstante, a los que vayan a representar esta Comedia, de no
exagerar ni deformar luego el texto aprobado, evitando toda agravación en los
recursos que pueden emplear los actores.
Unas
semanas más tarde, en junio de aquel año, Josefina Sánchez Pedreño,
que proyectaba representarla, presentó un recurso solicitando la revisión del
dictamen, aunque no hay constancia de que volviera a leerse en aquella fecha;
es posible que la respuesta se limitara al “silencio administrativo”. En enero
de 1962, la directora de “Dido” volvió a solicitar
autorización para representarla en el Teatro Goya de Madrid. Según se indica en
una nota conservada en el expediente, en esta ocasión la obra se entregó
directamente al Director General, Jesús Suevos, y éste la autorizó sin cortes
para representaciones de cámara
[43]
.
El 8 de marzo de 1962 se estrenaba La
camisa en el Teatro Goya, en régimen de función única, y unos días después,
a petición de la compañía de Conrado Blanco, se autorizaba para
representaciones comerciales, esta vez con cortes en seis de sus páginas
[44]
,
visado del ensayo general, sin posibilidad de radiación, y restringiendo la
gira a Madrid y Barcelona. Esta autorización vendría a desmentir, en cierto
modo, el enfoque personalista, centrado en las figuras de Manuel Fraga y García
Escudero, que en ocasiones se ha dado a la operación de la “apertura”.
Cuando
en 1962 se estrenó en Barcelona por la compañía de Justo Alonso, el Director
General de Cinematografía y Teatro escribió una carta al Director General de
Política Interior informándole sobre el estreno, lo que nos da una idea de la
importancia conferida al mismo. En su escrito, Suevos señalaba que la obra
“ofrece indiscutibles calidades como pieza teatral, independientemente del
interés que supone el descubrimiento de un nuevo autor con evidentes y
positivas condiciones en tan difícil faceta literaria”, y explicaba los
detalles del proceso:
En el aspecto censor, la comedia fue
concienzudamente estudiada por este Centro Directivo, limitándose en principio
su puesta en escena para Teatros de Cámara, y autorizada posteriormente, previa
introducción de correcciones, ciertamente importantes, para su estreno en
Madrid y Barcelona, es decir, con una exigente limitación de ruta previsora de
posibles dificultades, tan ligada a personales y subjetivos criterios en
públicos no suficientemente preparados.
Cuando
en 1996 esta obra se repuso con carácter de homenaje a Lauro Olmo, en el
programa de mano de la representación se podía leer: “La obra más prohibida y
galardonada del teatro español”. La censura sufrida por la obra quedaba ahora
equiparada a sus premios y servía, en este caso, como engañoso reclamo publicitario.
El
milagro fue presentada a censura por el autor, según su
propio testimonio, con intención de representarla en la velada que Primer Acto intentó organizar con motivo
de los Premios Larra en 1963
[45]
.
En abril de 1963, era prohibida tras haber sido enjuiciada por cuatro censores.
Tres de ellos, los tres religiosos, votaron por su prohibición. José María Artola encontraba en ella un fondo de ateísmo: “Salvo mejor
interpretación del sentido de la obra, el tema y contenido de la misma es la
inutilidad de la oración y la no intervención de Dios en la vida”. La idea
sostenida en la obra, señala, es la de que “La religión sólo sirve para
ilusionar”. Con mayor firmeza defendía la prohibición Carlos María Staehlin, para quien la obra incurría en una de las normas
prohibitivas (ya aprobadas para cine, aunque aún no aplicadas al teatro
oficialmente); además, emitía un duro juicio acerca de su calidad dramática:
La obra, de ínfima calidad, abunda en
cosas desagradables y no merece un análisis. Frases irreverentes contra la
religión, puestas en labios del protagonista y de algún otro: el vino es como
Dios (pág. 6), es una tontería confiar en Dios (pág. 3), sólo un milagro puede hacer que la mujer de un
pobre no sea una puta y que su hijo no sea un chulo (pág. 7). La obra, sin nada positivo, carece del mínimo de elevación estética que
compense en algo lo negativo. Si fuese una película se prohibiría por la norma
14, por tratamiento inconveniente del tema religioso. Aprobar esta obra para
minorías equivaldría a aprobar para un cine-club una película prohibida y sin
especiales valores estéticos que justifiquen su presentación a un público
minoritario. En resumen, creo se debe prohibir.
Por
último, Jorge Blajot destacó su realismo: “La obra
refleja, y con vigor, un ambiente y una situación de trágica realidad”. Sin
embargo, señaló que “El tratamiento del tema es deprimente y cruzado de
groserías”, así como que “Situar en el centro de la trama, subrayado por el
título, el fallido milagro, con el consiguiente fracaso de la oración de la
mujer, resulta dañoso y desesperanzador”.
Hubo
un único informe aprobatorio, el de Florencio Martínez Ruiz, quien, no
obstante, señaló la necesidad de que la leyera un sacerdote. Este censor,
aunque advirtió que la función tenía “una intención límite” y encontró que el
personaje de Pedro actuaba de acuerdo con una “justicia social muy especial” al
reclamar como suyo el dinero del maestro del taller, opinó que debía
autorizarse, puesto que las situaciones eran “más o menos” reales, no había “recámaras”
a primera vista, y no revestía “un carácter radical”; es decir, consideró que
la obra intentaba reflejar la realidad, y no manipularla de forma tendenciosa,
al igual que hiciera Avelino Esteban Romero al autorizar La camisa, y de forma coherente con la autorización de otras obras
del realismo social, como la misma Historia
de una escalera, de Buero Vallejo.
Antes
de que pasaran dos meses desde la prohibición de El milagro, en junio de 1963, se autorizó La pechuga de la sardina.
En la primera sesión, los tres vocales reunidos optaron por autorizarla, aunque
solicitaron que fuera leída por dos vocales más, y éstos a su vez decidieron
que la obra fuera enjuiciada por el Pleno, en el que dos vocales, ambos
religiosos, votaron por la prohibición. En esta ocasión, las objeciones no se
debieron a cuestiones políticas ni religiosas, sino a la crudeza de su lenguaje
y de sus situaciones, lo que se resolvió mediante la imposición de numerosos
cortes. (Recordemos que en ella se aborda la represión sexual de las mujeres
españolas o, en palabras del dramaturgo, “los seudodogmas y prejuicios” que han dificultado “el devenir de la mujer española”)
[46]
.
Algunos
censores señalaron la abundancia de “expresiones de mal gusto” (M. Arroitia-Jáuregui), “excesos de lenguaje” (F. Soria),
“expresiones francamente groseras” (A. Baquero) o “groserías y procacidades”
(C. M. Staehlin) en el texto. Otros, en cambio,
señalan que este lenguaje era coherente con la situación y los personajes
reflejados en la obra. En este sentido, se dijo que se trataba de una obra
“desgarrada” (F. Martínez Ruiz), “de orientación neo-realista o popularista,
con sus ribetes asainetados”, en la que se intentaba “ofrecer un trozo de vida,
o mejor, un trozo de ambiente con la mayor fidelidad posible al modelo
escogido” (S. B. de la Torre). A pesar de todo, también estos censores
ordenaron varios cortes. Así, De la Torre proponía suprimir “algunas
expresiones demasiado radicales”, e igualmente, el también dramaturgo Adolfo Prego suprimía “algunas frases que son fuertes y no me
parecen imprescindibles”, aunque justificaba la utilización de este lenguaje
del siguiente modo:
No es posible rectificar todo el
lenguaje de los personajes, porque estos pertenecen al mundo de la miseria y se
expresan como quienes son. La misma técnica literaria del autor se encuentra
ligada a ese modo de expresarse. La comedia es cruda, pero lo es porque se
retrata un mundo suburbial cuyo acceso al escenario
es tan legítimo como cualquier otro menos desagradable.
En
cuanto al tema y su tratamiento, ninguno de los censores encontró una tesis
reprobable o tendenciosa. Así, para Marcelo Arroitia-Jáuregui,
La obra plantea el tema del amor en
las mujeres solas, en tono de tragicomedia. De un lado, la actitud de la
sociedad, más o menos representada por Doña Elena, que las rechaza al menor
tropiezo y sin tener en cuenta las circunstancias. De otro lado, la actitud de
los hombres, que en la obra salen muy malparados: cuando no son unos
sinvergüenzas aprovechones, son unos cobardes o unos
chulos. El sentido de la obra me parece positivo, sin ningún personaje
exagerado ni ninguna conclusión rechazable.
Para
S. B. de la Torre, el único propósito del autor había sido crear un fresco con
personajes populares. El mayor problema, en su opinión, eran las camas en
escena, en las que varias mujeres “se acuestan y se levantan a la vista del
público con harta frecuencia”, por lo que habría que cuidar “especialmente” la
puesta en escena, y advertía: “Según las acotaciones, la intimidad es en
ocasiones harto desenfadada de acuerdo con el tono realista en que se ha
concebido la obra”. José María Artola mostraba sus
dudas hacia el tratamiento, poco edificante en su opinión, de la soltería
femenina: “El problema de la soltería forzosa de la mujer está tratado de modo
estridente, justificado parcialmente por el medio social y cultural en donde se
desenvuelve”. Como “Objeciones de fondo”, señalaba “la reducción del problema
de la soltería a su aspecto sexual elemental sin otros horizontes explícitos”,
así como “cierto posible confusionismo” —aunque apostillaba “involuntario sin
duda”— entre la discreción religiosa y las figuras de las beatas. El también
religioso Luis G. Fierro votaba por prohibirla, al
tiempo que cuestionaba su valor literario, del que, según dice, se habló
largamente durante las reuniones del Pleno:
Dejando a un lado el valor literario
de la obra, del que tantas veces aquí se ha hablado y que me parece, en contra
de otros pareceres, bastante pobre, considero que es una tragicomedia inaprobable, no sólo por el ambiente y el lenguaje, sino
porque habría que hacerle, a mi juicio, tal cantidad de recortes y arreglos de
frases que quedaría falseada.
Finalmente,
se autorizó para mayores de 18 años, con cortes en veinticinco de sus páginas
[47]
y a reserva de visado del ensayo general.
La
condecoración fue prohibida en marzo de 1965, tras ser
leída por el Pleno de la Junta de Censura. En noviembre y diciembre de 1966 fue
sometida de nuevo al dictamen del Pleno, y de nuevo se prohibió. De la
documentación emitida en ambas ocasiones, únicamente se conservan los
dictámenes de los censores en ambos plenos: en el primero de ellos, tres
censores la autorizaban con un “arreglo”, y los diez restantes votaron por su
prohibición; en el de 1966, hubo cinco votos de autorización y uno dudoso,
frente a ocho prohibitivos. Sin embargo, no se conservan los informes, los
libretos ni el resto de documentación, por lo que desconocemos si el texto que
se presentó en 1966 había sufrido modificaciones con respecto a la versión de
1965. Los únicos informes que se conservan sobre esta obra son los emitidos en
febrero y marzo de 1976, cuando la obra fue prohibida por tercera vez, y los de
diciembre de ese año, en que finalmente fue autorizada. Como veremos, estos
informes muestran que los reparos hacia esta obra eran sobre todo de tipo
político. Recordemos que en ella el autor aborda un conflicto entre un militar
y un hijo, estudiante universitario que se niega a acudir a la ceremonia de la
condecoración de su padre, que reflejaba la desafección de los jóvenes
universitarios hacia los valores que el sistema había tratado de imbuirles.
Debido al tema tratado, esta obra fue considerada imposibilista, dentro de la
producción del autor
[48]
.
En
1965 se presenta a censura un texto titulado Todos jugamos la final,
que no consta en ninguna de las relaciones de obras del autor. Según el
testimonio de Pilar Enciso
[49]
,
sería una primera versión de Spot de
identidad. Su primer título fue La
olimpiada doméstica, que después se sustituyó por este, con el que se presentó a censura. Aunque en la ficha del autor
consta que la obra fue autorizada el 10 de noviembre de ese año, su expediente
no se encuentra localizable. En 1975 se presentó como Spot de identidad, abriéndose entonces un nuevo expediente y
autorizándose para mayores de 18 años, como veremos.
Tras
la prohibición de La condecoración,
Lauro Olmo escribe El cuerpo, en la que plantea “una crítica del machismo a escala
doméstica”
[50]
y en la que utiliza un lenguaje más críptico que en aquella. A diferencia de dicha
obra, esta se autorizó en enero de 1966 para mayores de 18 años, tras ser leída
por los tres censores preceptivos, sin necesidad de someterse al trámite
extraordinario que suponía la lectura del Pleno. Se le impusieron, sin embargo,
cortes en siete de sus páginas (con la finalidad de “rebajar el clima erótico
de la obra”, según informa el Subdirector General en una nota enviada al
ministro Fraga Iribarne), además de los
condicionantes habituales de impedir la posibilidad de radiación, y el visado
del ensayo general.
Al
enjuiciar este texto, el censor religioso Jorge Blajot se limitó a señalar algunos cortes y destacó la necesidad de “vigilar mucho” la
puesta en escena, sin añadir juicio alguno sobre la obra. Para Bartolomé
Mostaza, la obra constituía “una rechifla de quienes se precian de su fuerza
física y del deporte por el deporte”; mientras que para Florencio Martínez Ruiz
se trataba de “una exaltación del cuerpo, en su concepción hedonista y carnal,
que termina con cierta catarsis de tragicomedia, desesperanzadamente”. Este
censor hacía la siguiente valoración:
Lauro Olmo ha montado la obra según un
proceso de relojería con símbolos referentes al sexo, a la fuerza viril, a la
potencia hormonal, al machismo, mediante las bolas de peso, los biceps, el cuarto de hora, los saltos y el alibí, alabá, que son siempre
metáforas de lo erótico y sexual. Este juego
[51]
aparece constante en la obra y la carga de clima, aunque es difícil rebajarlo
porque, en comparación con otras veces, no es tan directamente grosero.
A
pesar de todo, señaló varios cortes, al igual que sus compañeros. No sabemos
con exactitud qué fragmentos se suprimieron, ya que en el dictamen no aparecen
transcritos. No obstante, tanto en las frases tachadas en el libreto como en las
indicadas en los informes, encontramos alusiones a la religión, alusiones
sexuales, y escatológicas
[52]
.
Ninguno
de los censores, pues, percibió que este texto permite una lectura en clave de
alegoría política: el forzudo en decadencia que es vencido por el joven
inteligente simbolizaría el fin de un período gobernado por la fuerza bruta y
el inicio de una nueva etapa, lectura que sugirió Ruiz Ramón y que es apoyada
por las propias acotaciones del texto:
La tragicomedia del forzudo en
decadencia nos parece encerrar una intención alegórica que va más allá de la
confesada crítica del machismo, y que podría resumirse así: la fuerza ciega,
inútil y estéril sosteniendo la bola del mundo. ¿Sería esta obra un intento de
parodia desmitificadora del poder político estribado
en la fuerza?
[53]
.
Este
autor encontraba cierta ambigüedad en la obra, e igualmente, para Fernández Insuela, en ella Olmo no logra acertar con unos
procedimientos indirectos capaces de sugerir aquello que no puede ser dicho
explícitamente. En su opinión, “El cuerpo falla por el excesivo alejamiento entre el plano real y el simbólico”
[54]
.
De hecho, en el montaje la alegoría debió quedar aún menos clara, ya que
tampoco la crítica dio cuenta de esta posible interpretación.
Como
se dijo, en diciembre de 1966 Asamblea general se presenta de
forma conjunta con El raterillo. En
esta ocasión ambas obras fueron autorizadas, con un corte en Asamblea general
[55]
.
Barceló señaló que se trataba de “Teatro infantil sin reparo de ninguna clase”;
sin embargo, Vázquez Dodero y Aragonés advirtieron,
no sin razón, que se trataba de una alegoría política
[56]
.
El primero de ellos encontraba “un simbolismo en torno al poder político: el
león es el tirado [sic]; el lobo y la zorra los
aduladores”, en lo que coincidía con Aragonés, para quien se trataba de “una
traslación al campo de los animales de la lucha de clases y del predominio de
los poderosos, astutos o serviles sobre los humildes dignos”, aunque este
añadía: “Pero el final modificado quita hierro a la negativa tesis de la obra”.
Puesto que esta fue la primera ocasión
en que fue sometida a censura (o al menos, no hay constancia de que hubiera un
dictamen anterior), es posible que este “final modificado” al que hace
referencia el censor sea el “Epílogo” con que se cierra la obra, en el que el
Burro se dirige a los niños y les cuenta que no se ha muerto, ya que sigue vivo
en todos ellos.
Seis
años más tarde, sin embargo, Asamblea
general fue prohibida por el Pleno de la Junta de Censura, cuando se presentó
con el título Leónidas el grande
[57]
.
El resto de las ocasiones en que se presenta como Asamblea general fue autorizada, incluso en fechas muy próximas a
la de la prohibición de Leónidas el
grande. Es posible que, al tratarse de una obra ya enjuiciada, la
autorización se renovara automáticamente, mientras que al presentarse con un
título distinto, seis años más tarde y en un contexto distinto, los censores
creyeran que se trataba de una nueva obra.
A
continuación se presenta La noticia, breve sátira sobre el
clima de miedo producido por la represión, que más tarde pasaría a formar parte
del conjunto de piezas breves El cuarto
poder. Los tres censores que la enjuiciaron coincidieron en autorizarla
para sesiones de cámara, sin emitir siquiera informes sobre la obra:
“autorizada para cámara y en estas sesiones típicas”, escribió Florencio
Martínez Ruiz, y “Aprobada para lo que piden”, el padre Fierro;
únicamente Vázquez Dodero argumentó que la decisión
de restringir la autorización para estas funciones era “Cuestión de prudencia
política más que de moral”. Sin embargo, el jefe de la Sección, José María
Ortiz, se mostró partidario de prohibirla, argumentando que se trataba de una
“Obra de marcada intención política”, cuya representación juzgaba “peligrosa e
improcedente”, por lo que decidió consultar al Director General de
Cinematografía y Teatro. Este, a su vez, pasó el texto al Director General de
Información, acompañado de una carta en la que advertía que el montaje iba a
ser realizado por el Aula de Teatro de un Ateneo, lo que debió actuar a favor
de su autorización. Finalmente, se autorizó sin cortes para representaciones de
cámara en febrero de 1967.
Plaza
Menor —obra sobre “el miedo al diálogo y el reflejo de
este en la colectividad”, en palabras del autor
[58]
— supondría para Lauro Olmo una nueva
prohibición. Presentada por el productor Justo Alonso en mayo de 1967, con la
intención de estrenarla en el Teatro Eslava (así se indica en la solicitud),
recibió duras críticas por parte de los censores, que encontraron en ella una
excesiva acumulación de expresiones soeces y, sobre todo, una clara
intencionalidad política. El religioso Jesús Cea,
partidario de prohibirla, justificaba su dictamen mediante el siguiente
informe:
Si el teatro fuera una escuela de mal
decir, a buen seguro que esta obra ocuparía un puesto preferente, ya que en
ella se pretende ofrecer un espectáculo a base de un lenguaje y situaciones
soeces, obscenas y degradantes, y de unos personajes dementes, borrachos e
inmorales. En todo ello la estética y los buenos modos brillan por su ausencia.
Además, se descubre una manifiesta intención política contraria al régimen
actual.
Para
S. B. de la Torre, también partidario de prohibirla, la intención del autor era
“de rebelión política manifiesta”. Señalaba además que aquí todo era “real y
directo”, sin ningún tipo de “cerebralismo o intelectualismo”. Al igual que el
anterior, criticó su “zafiedad y grosería en ocasiones inaceptables”, además de
llamar la atención sobre las “acometidas eróticas” de la obra. También Mampaso la consideró políticamente inconveniente: la
definió como “comedia dramático-cómica y fundamentalmente política, en el
estilo típico del autor”, cuya “tesis política” se basaba en “la miseria de las
clases humildes”, causada por culpa de “los opresores reaccionarios (la
Iglesia, el militar y el ‘leguleyo’)” y por “la ingenuidad de los otros, el
pueblo y los viejos republicanos decimonónicos”, aunque la autorizó con la
condición de que se suprimieran el Himno de Riego, los desnudos, las expresiones
“groseras” y las de “demagogia roja”.
Tras
su prohibición en la primera lectura, unas semanas más tarde, autor y productor
presentaron un recurso tras introducir algunas modificaciones en el texto
[59]
.
La nueva versión fue leída por el Pleno, que a principios de julio ratificó la
prohibición. Al tener noticia de este recurso, el propio García Escudero
escribió al ministro Fraga Iribarne expresándole su
voluntad de que la obra continuara prohibida, dadas sus “evidentes
implicaciones políticas”; además, emitió un informe, como el resto de
componentes de la Junta, en el que escribió: “Entiendo que procede la
prohibición, por el gran número de cortes que habría que hacer para evitar las
obvias implicaciones y referencias políticas de la obra”. Apoyaba este dictamen
el subdirector, Florentino Soria, quien escribió: “El simbolismo de la obra,
aunque parezca en una lectura un tanto oscuro, quedará seguramente aclarado con
la representación”, además de destacar una “evidente intención política de
actualización basada en ‘guerra, cárcel y tortura’” a la que calificó de
“inadmisible”.
Ya
entre los vocales, también hubo varios partidarios de prohibirla por razones
políticas. Entre ellos, Florencio Martínez Ruiz, “por sus directas alusiones a
instituciones y personas del país, así como por su evidente grosería y
desenvoltura respecto de esas instituciones y personas”, y añadía: “De alguna
manera pretende ser subversiva”
[60]
.
Bautista de la Torre señaló que la obra estaba compuesta por “elementos
populares no muy coherentes en el conjunto, pero demasiado claros en la
intención”, y Díez Crespo señaló que “Todo es, no obstante su apariencia de
teatro realista, pura simbología. Es un sainete dramático en el que hasta la
escenografía entra en el juego político-social”. Y proseguía:
Como todo es tan evidente, tan
directo, a pesar del propósito del autor de mixtificar un poco la acción para
velar un tanto el sentido marcadamente subversivo, encontramos muy peligrosa
esta obra para poder ser representada en un teatro de empresa privada o
comercial. O en un teatro de sesiones diarias, con taquilla abierta.
Los
partidarios de autorizarla utilizaron argumentos como su tono irreal y
fantasmagórico. Así, Barceló la autorizaba con un solo corte (“Desnudo y, por
cierta parte, no llegabas ni cuarto de kilo!”), debido al “tono de farsa, de desmesuramiento y de fantasmagoría irreal que debe tener la
obra”, según se desprendía de las acotaciones. Otros, como Gabriel Elorriaga, esgrimieron la dificultad de entender su
mensaje, que la haría inofensiva para públicos no preparados: la definió como
“Espectáculo pretencioso de intenciones sociales que, por su poca claridad y
confuso simbolismo, difícilmente llega a insinuar nada preciso”. No obstante,
propuso vigilar el ensayo general para ver escenificadas las “rejas” y
“torturas”, así como la “canción protesta” a la que se hace referencia, además
de suprimir varias frases. Por razones similares la autorizaba Federico Muelas,
para quien la obra era tan oscura que, en caso de encubrir alguna intención
crítica, esta no iba a ser entendida:
Yo no sé si el autor ha querido decir
tantas cosas que, honradamente, yo no entiendo ninguna. Este lenguaje de
alusiones me parece [palabra ilegible], evasivo, casi surrealista,
esperpéntico. [...] Yo lo autorizaría plenamente sin un solo corte. Subrayar
esta o la otra frasecita me parece ñoño. Y conceder una dinamita solapada a lo
que acaso la tenga ya pero yo no veo, me parece también excesivo. Mi opinión
es, por tanto, autorizarla plenamente y
sin tocarla
[61]
.
También
hubo quien la autorizó, sorprendentemente, por una supuesta afinidad
ideológica, como Federico Romero, quien argumentó que carecía de “un tema ni
una tesis concretos rechazables o plausibles”. Según este censor, las palabras
de estos personajes “no serían más acusatorias que las de Monseñor Añoveros, obispo de Huelva, en su hermosa y reciente
pastoral que sólo desplació a los señoritos andaluces, tan denostados por José Antonio, andaluz de casta y señorito de nacimiento”. Añadía además que “No se deduce
tampoco del contexto que se hayan de anarquizar las relaciones sexuales”. En
cuanto a su intención política, escribió que “Si la hay, aparece poco
inteligible”, ya que los personajes “que golpean” son calificados “de chulos y
sádicos, no de fascistas, retrógrados, tiránicos, etc.”, y explicaba que “las
intervenciones del Viejo Republicano son grotescas mojigangas que no incitan en
verdad a la exaltación de su viejo partido”. Para evitar simbolismos, indicó
que podría pedirse “un boceto del decorado para comprobar que las rejas no dan
la impresión de policíacas, como el autor admite, sino de sociales, mentales,
etc.”
[62]
, e igualmente, señaló que “convendría
sustituir el Himno de Riego por una marchilla sin especial significación
pretérita”.
Bien
distintas eran las razones que aducía Juan Emilio Aragonés para autorizarla:
desmentir a quienes cuestionaban la “apertura” por no haber repercutido en los
temas políticos. Según él, debido a su torpeza constructiva, esta obra
produciría un efecto contrario al deseado:
Con las supresiones indicadas, puede
autorizarse... y en el pecado llevará su penitencia el autor. La obra de Lauro
Olmo es zafia de lenguaje y muy tendenciosa y parcialista de situación. Nadie se maleará por obras como ésta, y quizá su autorización
contribuya al tambaleo de la tan extendida especie según la cual la “apertura”
afecta sólo a lo sexual, y en nada se nota para lo político. Es tan burda la
invención escénica de Olmo que resultará contraproducente. […].
También
fue muy severo el juicio de la censora María Luz
Morales sobre el valor artístico de la obra: tras señalar que la obra carecía
de argumento (en lo que coincidieron varios censores), limitándose a ser “una
suma de procacidades e incoherencias”, escribió:
No me juzgo capacitada para juzgar la
intención o el alcance político que pueda entrañar la obra. Bastan a
rechazarla, a mi juicio, el más elemental buen gusto y el decoro de la escena.
[...] Si el Autor intentó darnos un esperpento, a lo Valle-Inclán,
le falló, evidentemente, el genio —ante todo— y la potencia creadora que es su
consecuencia. Lo que, sin advertirlo, claro está, trató de suplir con una
supuesta osadía que, no sólo cae en lo escatológico y demás, sino también en lo
discursivo, confuso, reiterativo y efectista. Con lo que la pieza no es
defendible por ningún ángulo que se la mire.
Como
se dijo, la obra fue prohibida y no se autorizaría hasta el año 76, ya durante
la Transición, aunque tampoco entonces alcanzó el estreno.
Junio
siete stop, posteriormente titulada Cronicón del medievo y más tarde Historia de un pechicidio o La venganza de don Lauro, fue presentada por la compañía de Justo Alonso
en julio de 1967 para abrir temporada con ella en el Teatro Cómico de Madrid.
Aunque se trataba de una crítica a la censura encubierta y llena de humor, en
la primera lectura, los tres censores que la enjuiciaron coincidieron en
autorizarla. Tanto para Díez Crespo como para Nieves Sunyer,
se trataba de una sátira de costumbres; aquel la tildó de “juego absurdo y con
escasa gracia”, y añadía: “Parece ser que el autor de una manera harto
desdichada pretende demostrar cómo aún no se han desterrado entre nosotros
ciertas costumbres anticuadas”. Para Sunyer, se
trataba de una obra “que trata de satirizar a una nobleza decrépita y reprimida
pero con sus instintos desatados, bajo una apariencia, que intenta en vano
luchar por el honor”. Florencio Martínez Ruiz, en cambio, restringía la
autorización para sesiones de cámara, aunque, según explicaba, no por su
posible simbolismo, sino por su “chabacanería”: aunque advertía que era una
obra “de clave”, señalaba que no por eso había que prohibirla, pues
“directamente no critica al Régimen sino a algunos de los tabúes españoles: la
represión sexual”, y añadía: “Ver en el padre a Franco o a un dictador es excesivo
y ver en la hija a España, también”.
En
la segunda lectura, tampoco aparecen razones políticas para prohibirla, aunque
varios censores atacaron su calidad artística. J. E. Aragonés la prohibía
argumentando que “ya está bien de verdulerías sin gracia”, y Pedro Barceló
escribió que “No es precisamente ingenio lo que domina en esta producción; hay
bastante zafiedad y abundante mal gusto”. Finalmente, Artola consideraba que era una obra “de la peor estofa”, por lo que pidió que le fuera
devuelta al autor para que la “limpiara”.
En
todos los informes, incluso en el del censor que la prohibió, se contemplaba la
posibilidad de autorizarla para funciones comerciales si se realizaban una serie
de cortes; además, en ninguno de ellos se dijo que vulnerara ninguna de las
Normas prohibitivas. Sin embargo, en septiembre de ese año, el texto se
prohibió por la Norma 18 (que prohibía “la acumulación de escenas que en sí
mismas no tuvieran gravedad crearan, por la reiteración, un clima lascivo,
brutal, grosero o morboso”); decisión que posiblemente se debió a algún cargo
superior. En este caso, además del la dura valoración hacia su calidad, que
descartaba una posible autorización por su calidad literaria o dramática, la
repercusión pública de una prohibición de este autor tampoco parece
preocuparles. Como hemos visto, más problemas parecía presentar en un primer
momento la autorización de ¿Quién quiere
una copla del Arcipreste de Hita?, de Martín Recuerda, y sin embargo esta
obra se leyó y se modificó tantas veces como fue necesario hasta que finalmente
se estrenó en el Teatro Español, con la mediación del director de este teatro,
Adolfo Marsillach; lo que muestra claramente que no
todas las obras recibían la misma atención por parte de la censura.
Aún
habría de ser sometida a la lectura de los censores una vez más en el período
siguiente, hasta que finalmente fue estrenada en la inauguración del curso
1973/74 de la Universidad de Salamanca.
Dos
años habían pasado desde la autorización de El
cuerpo, cuando en enero de 1968 se autorizó el que sería el cuarto estreno
comercial de Lauro Olmo: English spoken, obra en la que el autor volvía a plantear
el tema de la emigración. En esta ocasión, los juicios de los cinco censores
que la leyeron no fueron mucho más benévolos que en las anteriores, aunque
coincidieron en que se podía autorizar si se suprimían ciertas alusiones y se
vigilaba el ensayo general. De nuevo los principales reparos fueron de tipo político,
sobre todo por las alusiones a la guerra civil. Para Sebastián Bautista de la
Torre, la obra era tan confusa “que es difícil penetrar la verdadera
intención”, aunque, señalaba: “Con todo y pese a las dudosas propensiones del
autor, no parece desprenderse de esta obra excesivas implicaciones
repudiables”; únicamente llamaba la atención sobre las referencias marginales a
los dos hermanos combatientes de la guerra y la carga erótica de ciertas
situaciones. Jesús Cea la encontró “Lasciva, grosera
y morbosa”, lo que “unido a reparos de orden político, con intenciones y
sugerencias de dudosa ortodoxia”, hacía “imprescindible” que se realizaran
numerosos cortes. Para Nieves Sunyer, se trataba de
una obra “muy floja para expresar sus ideas políticas”, cuya idea principal
consistía en que “Sólo salen a flote los sucios y los miserables, los honrados
son traicionados y acaban en la cárcel”. Esta censora llamaba la atención sobre las escenas de la guerra civil en que Basilio se
salva traicionando a su hermano, que muere en la cárcel.
También
Alfredo Mampaso encontraba una intención tendenciosa
por parte del autor, no sólo en esta obra sino en todo su teatro; sin embargo,
consideraba que tanto la realidad descrita como la forma de enfocarla estaban
muy alejadas de la sensibilidad de los españoles, por lo que no haría mella
alguna en el público:
De endeble construcción teatral, de
diálogos pobres y de lenguaje vulgar esta nueva producción de Lauro Olmo vuelve
a repetir sus personajes, de barrio, que quieren ser populares y son
barriobajeros trasnochados, sus ambiciones, que no pasan de querer obtener una
colocación lucrativa y digna, para lo que han de marcharse de España, y el
mismo ambiente de plazuela, entre gentes que pasaron
la guerra civil del lado rojo, con su secuela de héroes y traidores de la
“causa”. Pese a su evidente tinte social izquierdista y de alusiones contra la
España actual, el enfoque del tema por el autor es tan particular y alejado de
las reales inquietudes de nuestra juventud que no ofrece ninguna peligrosidad
Este
censor, sin embargo, indicó que era necesario suprimir “expresiones groseras”
y, sobre todo, “la representación de los personajes de la guerra civil, en esta
obra con la que nada tienen que ver y que merecen mayor respeto, reservándolos
para situaciones y obras de mayor hondura política y teatral”. Para Florentino
Soria se trataba de una “Tragicomedia social con referencias políticas”, cuya
intención era evidente: “Estas referencias pretenden tendenciosamente
presentarnos el agrio y negro cuadro de situaciones y personajes como resultado
político y social del Régimen”. Por ello, proponía “extremar el rigor” en
suprimir estas referencias, aunque, a diferencia de otros censores, proponía
permitir “el máximo posible de desgarro en el lenguaje”.
Finalmente,
esta obra se autorizó para mayores de 18 años, con cortes en trece de sus
páginas. Dos meses más tarde, el autor solicitó que le fueran autorizadas
algunas de las frases prohibidas, que consideraba necesarias para la coherencia
de la obra (algunas de ellas referidas a la guerra civil), y algo después
añadió otras nuevas, todas las cuales fueron autorizadas. Es probable que
influyera en este dictamen el hecho de que el recién nombrado Director General
de Cinematografía y Teatro, Carlos Robles, se interesara personalmente por
ella, después de recibir una carta del dramaturgo en la que este denunciaba el
injusto trato al que había sido sometido a lo largo del año anterior. En su
carta, Olmo le recordaba a Robles que recientemente había declarado que “los
ciudadanos españoles gozan hoy de plena libertad para expresar su opinión”,
declaración que contrastaba con su caso personal:
Sin pasar a discutir todo lo que
antecede, y teniendo en cuenta la reciente llegada de V.E.
a esa Direc[ción] G[ene]ral de Cultura y Espectáculos —lo cual, dicho sea de paso,
me parece esperanzador—, me permito informarle de que, en lo que va de año, me
han sido prohibidos tres estrenos teatrales, tres obras que, pensando en las
que dan motivo para que en el artículo de Le Socialiste y los mencionados comentarios se habla
de “plena libertad de expresión”, me hacen creer que conmigo se están
utilizando métodos, no sólo injustos y anacrónicos, sino discriminatorios.
El
autor le informaba de que recientemente se había presentado a censura English spoken, y le
solicitaba personalmente autorización para su estreno, “pidiéndole que tenga a
bien ordenar que cese conmigo ese extremado rigor que me viene condenando y haciendo
imposible mi actividad profesional”. Tras la lectura de los censores, Carlos
Robles respondió a la carta de Olmo, en tono cordial y respetuoso, anunciándole
que su obra estaba autorizada. La carta está fechada en abril, fecha en que
Robles leyó la obra, aunque esta estaba autorizada desde enero, por lo que es
probable que el autor recibiera la autorización con tres meses de retraso.
Paradójicamente,
cuando English spoken se
estrenó en 1968, los estudiantes universitarios rechazaron la pieza. Una de las
actrices, Tina Sáinz, cuenta cómo estos
interrumpieron la función el día en que se ofrecía un recital conmemorativo por
las cincuenta representaciones de la obra, y señala la tristeza de Olmo ante
este desengaño: “si los universitarios no me apoyan, si son ellos,
precisamente, los que me hunden, ya no sé...”
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Al igual que unos años atrás sucediera con La
cornada, de Sastre, también en esta ocasión José María Pemán,
desde las páginas de ABC, rompió una
lanza a favor de la obra cuando esta atravesaba un momento crítico.