3. José Martín Recuerda
Si
atendemos a la opinión del propio autor y de su biógrafo Ángel Cobo, aunque en
estos años Martín Recuerda escribe un teatro más arriesgado en los temas y en
la forma de abordarlos, este consigue subir al escenario gracias a la bondad de
la política aperturista. Así, para Cobo, “la primera apertura de Fraga Iribarne” y “la comprensión y buena voluntad” de José María
García Escudero —el cual, según Cobo, “dio muestras de apertura y sensibilidad
inusuales”
[1]
— fueron
factores importantes que posibilitaron la subida a los escenarios de obras como Las salvajes en Puente San Gil
[2]
. A la
vista de los expedientes, sin embargo, no se produce un cambio demasiado
significativo en el trato que reciben sus textos por parte de la censura:
aunque las cuatro obras presentadas durante esta etapa (Las salvajes..., El Cristo, ¿Quién quiere una copla...? y El caraqueño) fueron autorizadas, todas
ellas sufrieron cortes, en algunos casos muy numerosos (más de cuarenta en el
caso de ¿Quién quiere una copla...?, veintiuna en Las salvajes..., once en El caraqueño), de forma similar a lo
sucedido durante el mandato de Arias Salgado, en el que tampoco se le prohibió
ningún texto, pero algunos, como La
llanura, fueron modificados en gran medida.
En
cualquier caso, estos son años importantes en la trayectoria del autor:
abandona el teatro universitario de su Granada natal para marcharse a Madrid, y
allí estrena El teatrito de don Ramón (1959) y ¿Quién quiere una copla del
Arcipreste de Hita? (1965), ambas en el Teatro Español, y Las salvajes en Puente San Gil (1963) en
el Teatro Eslava, además de estrenar Como
las secas cañas del camino (T. Capsa, 1965) y El caraqueño (T. Alexis, 1968) en
Barcelona.
3.1. Obras sometidas a
censura
Durante
el período que nos ocupa, se presentaron a censura cinco textos originales de
Martín Recuerda: El teatrito de don Ramón (1959), Las salvajes en Puente San Gil (1962), El Cristo (1964), ¿Quién quiere una copla del Arcipreste de
Hita? (1965) y El caraqueño (1968);
además de la versión de Los caballeros,
de Aristófanes. Ninguna de estas obras fue prohibida,
aunque la mayoría de ellas fueron severamente mutiladas. Además, hubo de presentarse Como
las secas cañas del camino, ya que en 1965 se estrenó en el Teatro Capsa de Barcelona, aunque no se encuentra registrada en el
fichero del Archivo.
El
expediente de El teatrito de Don Ramón no se encuentra localizable, aunque en
el fichero del AGA se indica que la obra fue autorizada en abril de 1959. Se
autorizó para representaciones comerciales, puesto que se estrenó dentro de la
temporada del Teatro Español, tras haber sido galardonada con el premio Lope de
Vega, aunque desconocemos los cortes que le serían impuestos.
Tampoco
se encuentra localizable el expediente de la versión de Los caballeros, de Aristófanes. Según los datos del fichero del AGA, esta
obra fue autorizada, y de su número de expediente (167-60, correspondiente a
junio de 1960) y fecha de autorización (9 de junio de 1960) podemos deducir que
el proceso fue rápido, aunque desconocemos las condiciones impuestas.
Como
vimos, el propio Martín Recuerda ha señalado la existencia de un viraje en su
forma de escribir y en su relación con la censura, a partir de la escritura de Las
salvajes en Puente San Gil. Al parecer, el primer tropiezo de esta obra
con la Administración se produjo antes incluso de ser presentada a censura. A
raíz de una lectura que el autor y unos amigos organizaron en un balneario de
Motril, se presentó una denuncia contra el dramaturgo “por haber leído sin
autorización de Autoridad alguna una obra ridiculizante para con Autoridades, Instituciones y Jerarquías del Régimen”. Según Ángel
Cobo, parte de los asistentes “consideraron la obra de filiación comunista y
subversiva, y denunciaron, por vía gubernativa, al autor y organizadores de la
lectura”. La denuncia se resolvió, años después de estrenarse la obra, con una
multa de cinco mil pesetas. Mientras tanto, hubo intentos de expulsarle del
instituto en que trabajaba, “e incluso, de inhabilitarle para que no pudiera
ejercer su carrera”
[3]
.
Cuando
la obra se sometió a censura, junto con la solicitud, el dramturgo presentó una carta dirigida al Director General de Cinematografía y Teatro
expresando su disgusto por lo sucedido, al tiempo que declaraba que siempre
había acatado los dictámenes de la censura oficial y hacía valer su proximidad
al SEU y la labor realizada con el TEU de Granada:
Estos lamentables incidentes colocan
al que suscribe en una situación verdaderamente crítica, pues la Policía denunciante,
sin duda mal informada puesto que ninguno de sus componentes asistió a la
lectura, ha querido revestirlos de un intolerable carácter atentatorio a su
honorabilidad y moralidad, cosa incompatible con su dignidad de escritor y con
su historial literario y político, pues aparte de ser perfectamente conocido
por las obras que tiene estrenadas es “Víctor de Plata” del SEU; ex-director
del Teatro Universitario de Granada, al frente del cual y como enviado del
Ministerio de Asuntos Exteriores representó al Teatro Universitario de España
en la “Primera Quincena Internacional” de Tánger; delegado por el Sindicato
Español Universitario de Madrid para representar a los TEUS de España en el
“Tercer Festival Internacional de Teatro” de Montpellier y en el “V Internacional” de Parma; Becario del
Gobierno francés para estudiar Teatro en la Sorbona;
Becario en la Universidad Internacional “Menéndez y Pelayo” de Santander, así
como del Sindicato Español Universitario de Madrid. [...]
Como consecuencia de lo expuesto el
que suscribe, con esta misma fecha envía la obra leída “Las salvajes en Puente
San Gil” a la Censura Nacional, a cuyo criterio siempre se ha sometido y ha
respetado. […]
El
texto, que fue leído únicamente por dos censores, se autorizó con cortes en veintiuna
de sus páginas y a reserva de visado del ensayo general, no sin antes comprobar
que “Puente San Gil” y “Pozo Verde” eran lugares imaginarios. El informe de
Marcelo García Carrión mostraba admiración y reconocimiento hacia la calidad
del texto, aunque también desacuerdo hacia sus ideas, al igual que sucedió años
atrás con La llanura. Así, en el
apartado referido a su valor literario, este censor calificó la obra como “un
gran reportaje realista y crudo, no destituido de valor literario”. En cuanto a
su valor teatral, lo calificó de “No desdeñable”, y añadió: “Tiene garra y
profundidad”; sin embargo, en el apartado referido al matiz político, advertía
“Apuntes de cierto resentimiento político-social”. Advirtió que habría que
vigilar estrechamente la puesta en escena, “por prestarse a matizaciones
peligrosas”, y en el juicio general sobre la obra, mostraba su prevención ante
un texto que se ponía claramente de parte de las coristas frente a los “señoritos” y “fuerzas sanas” de la sociedad:
Sin poder afirmarse que estemos ante
una obra de tesis, al modo clásico, sí hay, en cambio, en ella una gran fuerza
polémica en torno a la mayor o menor culpabilidad, expresada por aquellos
versos “si el que peca por la paga o el que paga por pecar”. El autor enfrenta
por un lado las llamadas fuerzas sanas de la sociedad, menos sanas de lo que
parecen, de otro, las coristas, rameras clandestinas,
presentadas como cediendo a los requerimientos sensuales de los hombres de
dinero, los “señoritos”. El asunto no queda definido
con claridad, pero de modo visible se sentencia favorablemente para las
“chicas” de teatro que si pecan pagan su delito de muchas maneras, hasta con la
cárcel, mientras que los corruptores quedan impunes ante la sociedad.
Muy
distinto fue el juicio sobre la calidad del texto que emitió Bartolomé Mostaza.
Este censor, que ya anteriormente había mostrado su desagrado hacia La llanura, no encontró problemas de
tipo moral (“moralmente, ambigua y sin riesgo”), pero la calificó de “Mala
comedia”, “Reiterativa”, con “Diálogo desairado y sin precisión” y “Con algunos
latigazos malsonantes”, y le aventuraba un “Probable fracaso —más que probable—
si se estrena”.
Buena
parte de las tachaduras impuestas eran alusiones a cargos del ejército, la
justicia, el clero o la justicia franquista; así, palabras y expresiones como
“capitán de infantería”, “Ministro de Información”, “policía”, “amigo del
Obispo” y, sobre todo, “juez”, fueron suprimidas en conversaciones de las protitutas en las que se habla, por ejemplo, de que este
último pasó la noche con una de ellas. Se tacharon también dos alusiones a la
guerra civil, tema presente en buena parte de las obras de este autor
[4]
.
El
estreno de esta obra, que pasaría a la historia del teatro español como uno de
los espectáculos emblemáticos del teatro de posguerra, estuvo impregnado de
contradicciones, como contradictoria era la propia situación del autor frente
al régimen y como lo era la propia censura. También lo fue la respuesta del
público: a juzgar por la información de la prensa, este se dividió entre
quienes reaccionaron con indignación y quienes lo hicieron con entusiasmo
[5]
:
Muy pocas veces he visto a ese
conjunto de personas que llamamos público medio, el que suele hacer mayoría en
cualquier sala teatral de Madrid un sábado por la tarde, tan indignado e
irritado [...]. Y del mismo modo sé también que otra parte, aunque no tan
considerable, del público reaccionó en las representaciones de modo
absolutamente contrario al anterior; es decir, manifestando su entusiasmo moral
y estético, que viene a ser lo mismo, por la obra
[6]
.
Francisco
Nieva señalaba que a partir del escándalo surgido a raíz de este estreno, la
censura actuó con mayor severidad
[7]
; aunque
tal vez resulte excesivo tanto el hablar de un endurecimiento de la censura en
estos años como el achacarlo a un solo espectáculo, es cierto que los censores
tenían en cuenta la respuesta del público. El propio Martín Recuerda afirma que
se produjo una reacción del sector conservador del público, y una consideración
creciente “de que somos personas empeñadas en decir cosas peligrosísimas
[8]
”. El
autor comentaba igualmente que, tras el estreno, llegaron al Ministerio sesenta
y tres denuncias, y a su director, Luis Escobar, le amenazaron con quemarle el
teatro, “porque la obra atentaba contra no sé cuántas instituciones”. En
consecuencia, señalaba, la Administración se negó a subvencionar su
distribución en festivales internacionales, impidiendo así su representación en
festivales con los que Escobar ya había negociado
[9]
.
Según
relata Cobo, José Luis Alonso había programado El Cristo para su
representación en el Teatro María Guerrero, si bien, temiendo que no fuera
autorizada, este le sugirió al autor que se dirigiera al Director General de
Cinematografía y Teatro. El dramaturgo escribió entonces una carta a García
Escudero en la que afirmaba, entre otras cosas, que su texto era “profundamente
católico”, y se mostraba dispuesto a realizar modificaciones si era preciso:
“[...] le ruego que me ayude y que me haga enmendar mis posibles errores, si la
obra los tiene, pero que, por Dios, me tienda la mano en esta ocasión que tanto
trabajé, tanto sufrí, y tanto lo necesito”
[10]
.
Desconocemos cuál sería la respuesta del Director General, en caso de que la
hubiera, pues no se conserva en el expediente de la obra, como tampoco la del
dramaturgo. La primera petición que se conserva es la de José Tamayo para
estrenarla en el Teatro Bellas Artes (fechada en noviembre de 1964), y en los
informes no se hace referencia a ninguna lectura anterior, por lo que es posible
que la anterior petición de Martín Recuerda quedara sin atender.
En
esta ocasión, la obra fue autorizada para mayores de 18 años, previo visado del
ensayo general, y con la condición, impuesta por los censores eclesiásticos, de
suprimir las referencias a los Cursillos de Cristiandad y a la Acción Católica.
Recordemos que la obra está protagonizada por un sacerdote que se enfrenta a su
pueblo negándose a sacar en procesión la imagen del Cristo y denunciado
públicamente la corrupción que acompañaba a las romerías supuestamente
religiosas. El comportamiento de este personaje fue destacado como un aspecto
problemático por los tres censores que la enjuiciaron en la primera lectura.
Así,
Bartolomé Mostaza escribió que se trataba de una “Obra confusa, aunque bien
intencionada”, y que “El comportamiento del párroco no es el de un hombre
cuerdo”. Igualmente, Artola señaló que “La buena
intención del autor es evidente”, aunque también su “desmesura”, y explicaba:
“El clima popular es, según M. Recuerda, vino, dinero y lujuria
exclusivamente”. En cuanto a la figura del párroco, escribió que “está tratada
con cariño pero también resulta desmesurado con peligro de contradecir lo mismo
que quiere representar”. Similar era la valoración del personaje que hacía Pedro
Barceló, que supeditaba su voto al del censor eclesiástico:
El párroco de esta obra confunde
tozudez con perseverancia y sinceridad con falta de caridad. Le faltan
prudencia y sentido pastoral. No enmienda al pueblo, sino que lo insulta. Todo
el pueblo es absolutamente malo. Resulta difícil valorar los efectos del drama.
Antes
de autorizarla, se decidió que fuera leída por otros dos vocales eclesiásticos,
J. Blajot y Luis G. Fierro,
que coincidieron en autorizarla, con los cortes antes indicados. Este último
descalificaba la obra señalando que su escasa calidad dramática le restaría
eficacia, y precisamente por ello no la consideraba peligrosa:
La obra tiene tal cantidad de
situaciones recargadas, mal escritas, teatralmente molestas, ideológicamente
desorbitadas que considero precisamente que por esos excesos no hará mella
negativa en los espectadores.
No creo que ningún espectador normal
generalice la fortuna del sacerdote y la del pueblo.
Además
de las objeciones de tipo religioso, también hubo alguna de tipo sexual: así,
Pedro Barceló ordenó suprimir la frase: “Yo diría que desea a las mujeres, con
esos labios carnosos que tiene, y esas manos...”.
A
pesar de que el autor realizó los cambios indicados y se autorizó su
representación, la obra no llegó a estrenarse, y aún hoy no se ha estrenado
profesionalmente en nuestro país. En 1968 el empresario Justo Alonso solicitó
autorización para programarla en el Teatro Cómico de Madrid, y se autorizó con
la condición de que no se rasgara la imagen del Cristo, escena fundamental en
la obra. Estaba previsto que su representación formara parte de un ciclo de
teatro español contemporáneo, que se inició con la obra de Lauro Olmo English Espoken, pero
este quedó frustrado
[11]
.
La
siguiente obra de Martín Recuerda que se presenta ante la Junta de Censura es ¿Quién
quiere una copla del Arcipreste de Hita? De todas las del autor
presentadas en este período, fue ésta la que sufrió un proceso más largo y
complejo; tras algo más de dos meses, durante los cuales pasó por el Pleno de
la Junta de Censura (en el que algunos de sus miembros llegaron a emitir hasta
tres informes distintos), esta obra fue autorizada para mayores de 18 años, con
cortes en cuarenta y dos de sus páginas, y varias condiciones que afectaban a
la puesta en escena
[12]
.
Los
informes sobre esta obra reflejan opiniones muy contradictorias tanto hacia su
calidad como hacia su posible repercusión social. Entre quienes destacaron su
calidad se encontraba Federico Carlos Sainz de Robles, quien señaló que había
sido compuesta “hábilmente, aprovechando los trozos más vivos y candentes y
pícaros” del original, y apostillaba: “Arropada con la escenografía, la
coreografía, la música, etc., etc., es posible guste. Me parece bien su
representación”. También hubo informes que, siendo muy elogiosos, la prohibían,
como el de José Luis Vázquez Dodero, quien señaló que
el número de cortes debería ser tan elevado que “afectaría gravemente a una
obra que me parece estimable pero que prohíbo por tal razón”. En su segundo
informe, este censor llegó a escribir una carta a José María Ortiz insistiendo
en esta idea:
La obra de Martín Recuerda acredita de
nuevo sus facultades; pero esto, que me parece innegable y debe justamente
reconocérsele, no sólo no me impide, con sincero desagrado, oponerme a que se
represente, sino que es una de las causas de mi actitud.
Estimo, en efecto, como ya indiqué en
la primera lectura, que esta producción sólo puede permitirse o prohibirse,
puesto que, en otra hipótesis, o las mutilaciones serían insuficientes o
afectarían intrínsecamente a la concepción, el designio y la realización
artística del autor. Y como no me parece aceptable cortar únicamente alguno de
los pasajes y autorizar otros, a mi juicio no menos reprobables; ni tampoco
permitir que se ponga en escena (con la agravante de utilizar un teatro
oficial) una obra que satiriza crudamente al sacerdocio, aunque sea el de hace
seis siglos, por esta razón emito mi voto negativo, sin atenuaciones de ningún
género.
Llamo particularmente la atención
sobre el valor de precedente que tendría la autorización, pues sentaría, según
creo, una jurisprudencia funesta, que en todo momento sería invocada para
justificar, con pretextos artísticos, tendenciosas campañas anticlericales. […]
El
anticlericalismo al que alude este censor fue uno de los aspectos más
conflictivos a la hora de autorizar esta obra. Así, Marcelo Arroitia-Jáuregui
señalaba que, aunque “no ataca dogmas ni ideas fundamentales”, sin embargo,
adolecía de “un anticlericalismo que tal como está expresado puede molestar al
espectador y llenarlo de confusiones”. E igualmente, S. Bautista de la Torre
destacó su “carácter marcadamente anticlerical”.
Fueron
varios los censores que señalaron que la adaptación “cargaba las tintas” en los
aspectos menos “edificantes” del libro original de Juan Ruiz, sobre todo en los
informes adicionales que se realizaron tras la segunda lectura, que, en
general, fueron más severos que los primeros. Así, Artola escribió que su fidelidad al original era “muy discutible”; Arroitia-Jáuregui
señaló que el autor “ha buscado evidentemente el tono verde, incluso superando
al original del Arcipreste de Hita”, y abundando en esta idea, en el informe
adicional señaló que el adaptador se había centrado “en las mínimas partes del
libro en que se roza lo pornográfico y lo grosero”. Igualmente, Martínez Ruiz
la calificó como “versión libérrima, que hasta cierto punto agrava la ligereza
y la crudeza del libro del Arcipreste”, y Luis G. Fierro la prohibió argumentando que insistía “inoportunamente sobre los aspectos más
negativos de la obra del Arcipreste” y daba una imagen equivocada de la obra
original, centrada en los aspectos eróticos, además de ser inferior su calidad
literaria (“ajena de poesía y ternura”), cargada de crítica social (“Martín
Recuerda añade [...] unas consideraciones, o afirmaciones, de tipo social, o lo
que queramos llamarle, que no figuran para nada en el texto ni contexto del
Arcipreste”) y lenguaje más soez (“llena de frases y situaciones de muy mal
gusto”). Igualmente, Arcadio Baquero señaló que la obra le parecía
“partidista”, pues el adaptador se había preocupado “únicamente de presentarnos
la figura del Arcipreste en sus momentos alegres e inmorales”, y había despreciado
buen número de poemas religiosos y didácticos.
El
propio Libro de Buen Amor tampoco era
del agrado de algunos censores, lo que dificultaba aún más la autorización.
Luis G. Fierro, a este respecto, escribió: “Ya se
conoce, en cierto modo, lo que son las obras del Arcipreste, y lo que significa
en la literatura”. E igualmente, para F. Martínez Ruiz, ni su calidad literaria
ni su distancia histórica podían justificar “la desenfadada crudeza de
costumbres del siglo del Arcipreste”, por lo que restringía la autorización a
funciones de cámara.
El
hecho de que fuera a representarse en un teatro oficial, el Teatro Español, fue
otra de las causas de que sufriera tal número de modificaciones. Así Luis G. Fierro señalaba: “Considero que al ser un teatro oficial el
que va a representar esta obra, exige mayor cuidado en ella y la obligación de
respetar en lo posible la intención de los escritos del Arcipreste”. E
igualmente, Arroitia-Jáuregui escribió:
Considero que entronizar la verdulería
indudable de ¿Quién quiere una copla del
Arcipreste? en el teatro Español, y por lo tanto de manera oficial, tiene
sus peligros. Peligros de coherencia con respecto a las obras de teatros
comerciales y peligros de abrir la veda, con una obra totalmente descomprometida por otra parte, al anticlericalismo latente
que no por literario y “clásico” deje de serlo menos.
El
argumento más usado para autorizarla fue el de su distancia histórica, por lo
que las condiciones que se impusieron al montaje iban encaminadas a pronunciar
su alejamiento temporal y su inconcreción. Así, Arroitia-Jáuregui propuso cuidar el vestuario (“si los
religiosos del siglo XIV no llevaban traje talar, que el figurinista no se lo
ponga”), así como Pedro Barceló, quien, además de “figurines ‘abstractos’”,
propuso “dar un tono y un ritmo ‘irreales’, de forma que cuanto aparece en el
texto no tenga carácter de definición genérica”. Varios censores aconsejaron
añadir un texto en el que “se hiciera hincapié en la ‘leyenda del arcipreste’ y
‘la vida del arcipreste’ como dos parcelas perfectamente diferenciadas”
(Barceló), y se precisaran “las diferencias entre ‘profesiones religiosas’ de
aquella época y la actual” (Arroitia-Jáuregui). E
igualmente, Víctor Aúz, que también apoyó la idea de
añadir un texto explicativo, aconsejaba disimular la condición clerical del
Arcipreste, tanto mediante la indumentaria como mediante las apelaciones al
mismo: “Tal vez sería bueno que el protagonista no se llamara Arcipreste o se
indicara su condición de clérigo cada vez que aparece. Bastaría con que se
dijese: ‘Ahí está el de Hita’, o frases por el estilo”. Por su parte, S. B. de
la Torre proponía “suprimir los desfiles de clérigos al acecho de mozas” y
vestir al Arcipreste “con variedad de ropajes mixtificados que alejen con una
orientación juglaresca la imagen precisa y molesta de un cura mujeriego”.
También
fueron muchos los informes que insistieron en suprimir palabras malsonantes.
Para S. B. de la Torre, el adaptador había estado “particularmente atento a la
salacidad y a la grosería”, e incluso proponía suprimir del propio texto del
Arcipreste “aquellas frases que resulten confusas o excesivas, ya que el
adaptador se ha dirigido en una única dirección espigando lo menos higiénico de
una famosa obra”.
Algunos
vocales apelaron a la cultura del público como factor que justificaría la
autorización de la obra. Así, Arcadio Baquero advertía que, en principio, el
público del Teatro Español poseería “una discreta formación cultural” y
conocería la obra original, por lo
que esta versión no podría “confundirles”. Sin embargo, el padre Artola no estaba tan convencido de la formación del público
español:
En todo caso un público cultivado
podría apreciarlo y en ese sentido vale la pena su representación. Pero no creo
que el público mayoritario viera otra cosa que la acumulación de escenas procaces a cargo de un clérigo desvergonzado, si bien con
la proyección histórica suficiente como para no inquietarse demasiado por ello.
Antes
de que esta obra se presentara a censura, los textos del Arcipreste ya se
habían representado en los montajes populares que anualmente se realizaban en
Hita y en otras ciudades españolas, lo que animó a S. B. de la Torre a
autorizar la obra de Martín Recuerda, argumentando que estas representaciones
facilitaban “su alcance y familiaridad con los espectadores soslayando el
riesgo del escándalo”.
Ante
los numerosos cortes, el autor presentó una versión corregida, que los
censores, en general, encontraron
bastante más aceptable, aunque no sin reparos. Así, para Luis G. Fierro, se mantenía “el tono de la primera versión” y los
arreglos no eran suficientes; el padre Artola escribió que mejoraba, “en detalle y ciertos aspectos formales”, aunque aún
quedaban “gran número de expresiones groseras y gratuitas que es preciso
suprimir”, y F. Martínez Ruiz aceptaba igualmente que el texto había sido
sufrido una “indudable suavización”, aunque añadía: “Siguen existiendo muchas
frases que me molestan y hay todavía un clima excepcional en cuanto a
sensualidad”; no obstante, la autorizaba también por la garantía que le
merecían los profesionales implicados en el montaje: “A ello me decido por la
seguridad de que la obra ha de ser montada con calidad y se prevee un magnífico espectáculo”. Además, señalaba que, a pesar de todos los reparos,
“la obra no tiene un fondo marcadamente inaceptable”. También P. Barceló señaló
que la nueva versión era “mucho más ajustada a un público habitual”, e
igualmente, M. Arroitia-Jáuregui la encontraba más
aceptable, si bien consideraba necesario “cuidar” la puesta en escena:
Incluso
con los cambios realizados, Mostaza consideró que la obra seguía siendo
“peligrosa y tendenciosa”; para este censor, el problema estaba en la “tesis”
de la obra, que en su opinión, consistía en que “la España cristiana era tétrica,
pecadora e hipócrita, frente a la España mora, alegre, sensual y hospitalaria”.
También persistían los reparos por el carácter mujeriego del protagonista: así, Fierro señalaba que “queda en pie la insistencia
exclusiva en el tema del desorden eclesiástico en materia de faldas”, e
igualmente, Víctor Aúz advertía: “Tal vez convenga
que no se repita la alusión al carácter mujeriego del Arcipreste”. También
ahora, los censores insistieron en la necesidad de añadir una nota explicativa
en el programa.
Con
el fin de facilitar su autorización, Martín Recuerda envió a la Junta de
Censura unas argumentaciones en defensa de la obra, donde hacía hicapié en la distancia histórica de los acontecimientos
referidos:
El autor, además cree, con la
inteligente dirección que gobierna el montaje de esta obra en el teatro
“Español”, que estas escenas de la sátira en la clerecía de Talavera (por otra
parte, punto clarísimo de arranque de El
libro del Buen Amor) se presentarán con la natural técnica de
distanciamiento, llevando al ánimo del espectador que lo que ocurrió en el
siglo XIV, no ocurre en el siglo XX, y que además del utilizamiento de esta técnica, irá explicado en notas sencillas que se escriban para los
programas de mano. Añadiendo a esto, que el montaje no es realista, sino algo
distinto que entra dentro de la creación imaginativa de la dirección.
A
pesar de las numerosas modificaciones, cuando se estrenó, hubo protestas por
parte de cierto público. Según narra Á. Cobo, “Al mismo Director General le
llegaron denuncias de la Asociación Nacional de Padres de Familia por haber
éste permitido que, en el Primer Teatro Nacional, ‘se pusiera la historia de un
cura golfo cuando el país había luchado y derramado tanta sangre por mantener
la fe unida’”
[13]
.
Este autor señala incluso que este estreno motivó el despido del dramaturgo del
Instituto en que trabajaba
[14]
, lo que
a su vez le impulsó a marcharse a Estados Unidos
[15]
.
La
obra fue publicada poco después por la Editora Nacional
[16]
, con sendas
notas introductorias del autor y del director del montaje, aunque en ninguna de
ellas se hacía referencia a los numerosos cortes impuestos al texto
representado. Según señala José Monleón, el texto
editado no sufrió cortes
[17]
.
También
por estas fechas hubo de presentarse a censura Como las secas cañas del camino,
puesto que se estrenó en Barcelona con tan sólo unos días de diferencia con
respecto al estreno madrileño de ¿Quién
quiere una copla del Arcipreste de Hita?, aunque, como se dijo, su
expediente no se encuentra en el Archivo. En 1968, esta obra (que, como es
sabido, muestra la historia de una maestra que se enamora de un alumno y es
expulsada del pueblo) se retransmitió por televisión en el programa Estudio-1 y, al parecer, recibió varias
denuncias
[18]
.
Entre
1966 y 1971 el autor pasa varias temporadas dando clase en universidades
norteamericanas, y allí escribe El Caraqueño, que se estrenó en
Barcelona a finales de 1968. La obra fue leída por cinco censores, que
encontraron en ella reparos políticos, religiosos y morales. En este caso, no
encontramos informes que elogien su calidad, como ocurría en otras obras del
autor.
Hubo
incluso dos censores que propusieron prohibirla: J. L. Vázquez Dodero, que argumentaba: “se transparenta una intención
política tendenciosa que puede convertir la representación en mitin”, y Manuel
Díez Crespo, quien señaló que el protagonista volvía de América “despreciando a
España, y haciendo un canto al dinero y a la libertad del Nuevo Continente”;
además, señalaba que el personaje “insiste con frecuencia en que no cree en
Dios, y rechaza la pobreza española”. No obstante, prevaleció el criterio de
quienes la autorizaron con cortes y con un riguroso visado del ensayo general.
Entre ellos, F. Martínez Ruiz, quien la definió como “Obra exacerbada, de los
nuevos ‘autores airados’ españoles” que contenía “una crítica a la sociedad
española”, así como “notas antirreligiosas y críticas antimilitares y alusiones
a la guerra civil y a los fusilados, así como crudezas en materia moral”;
además, proponía un “rigurosísimo” visado de la escena “en que se hace mofa del
uniforme militar, siquiera sea americano”. A. Mampaso ordenaba suprimir todos los insultos, las referencias a nuestro país y a la
guerra civil; en su opinión, la obra no parecía tener otro objetivo “que
rebuscar entre la basura moral de unos personajes degradados”, y añadía:
Aparte de su morbosidad y de su fuerte
carga de erotismo y brutalidad, no parece que los personajes tengan ningún
simbolismo político. Se llega a sospechar lo contrario por el afán del autor de
injuriar a España y a los españoles, en las frases del personaje “El
Caraqueño”.
Finalmente,
Nieves Sunyer señaló que le resultaba difícil
dictaminar sobre esta obra, aunque “lo que sí está claro es que si se autoriza
tiene que ser con cortes, por su desgarro y su cinismo y hasta con sus
blasfemias”. Finalmente, la obra se autorizó en julio de 1968 para mayores de
18 años, con cortes en catorce de sus páginas y a reserva de visado del ensayo
general.
Al
parecer, cuando esta obra se estrenó en Barcelona, hubo algún crítico al que le
pareció demasiado atrevida en cuanto a su lenguaje, según comentaba el propio
dramaturgo: “Algún crítico de periódico comprometido ha pedido, casi a voces,
la rehabilitación del teatro amable y vodevilesco para la burguesía, ante las
barbaridades que se dicen en El caraqueño
[19]
.