4. El teatro de la sociedad del
desarrollo
En
su estudio sobre el teatro español del primer lustro de los sesenta, Gregorio
Torres Nebrera afirma que en estos años continúa “la
vigencia de un teatro comercial átono, convencional, repetitivo de lo viejo y
conocido, por seguro”
[1]
,
en el que cabrían destacar excepciones como ciertos estrenos de los autores
realistas, el intento de recuperar a García Lorca y
Valle-Inclán, o la introducción de importantes obras
extranjeras, que en muchos casos llegan con años de retraso, cuya
representación sirve al régimen como propaganda cultural. Así, a finales del
período, el director del Teatro Nacional María Guerrero, José Luis Alonso,
podía afirmar: “Yo estoy en contra de la censura, de cualquier censura”, aunque relativizaba su importancia: “Pero no hay que, como
aquel ciego, echarle toda la culpa al empedrado. Con esta censura, en lo que al
teatro se refiere, se han estrenado últimamente, por ejemplo, El tragaluz, obras de Brecht, el Espectáculo Sartre, Marat-Sade...”
[2]
.
Buena
parte de los estrenos de los autores más relevantes se producen en el ámbito de
los teatros de cámara, con las limitaciones económicas y de difusión que esto supone.
Así, en 1964 se habían representado en estos teatros obras de Beckett, Ionesco, Ghelderode, Strindberg, Buchner, Albee, Chejov, Brecht, Boris Vian, Bergamín y Gómez de la Serna, entre otros; en la mayoría de
los casos, estas obras eran representadas en mediocres condiciones y apenas
alcanzaban repercusión en la sociedad.
Los
autores próximos al régimen van a renovar en parte en su temática y algunos de
ellos van a reflejar las preocupaciones de la nueva “clase media”. De todos
ellos, el más representativo es Alfonso Paso, autor de enorme éxito en los
escenarios comerciales gracias a sus comedias de evasión en las que trataba
temas de cierta actualidad desde la óptica de dicha clase social. Autor de
cerca de doscientas obras, en el período que nos ocupa estrenó títulos como La boda de la chica, Aurelia y sus hombres, El canto de la cigarra o Rebelde, entre los más representativos.
Sólo en 1960 subirían al escenario quince de sus obras, entre estrenos y
reposiciones. Además, se reponen obras de autores próximos al régimen
estrenadas años atrás —En Flandes se ha
puesto el sol, de Marquina, Cui-Pi-Sing, de
Agustín de Foxá o Eloísa
está debajo de un almendro, de Jardiel—, y
continúan estrenando comediógrafos representativos del período anterior —López
Rubio (Diana está comunicando), Pemán (La coqueta y
don Simón, Un hombre nuevo),
Calvo Sotelo (Dinero,
Cartas credenciales, Micaela), Carlos Llopis (¿Qué hacemos con los hijos?), o Miguel Mihura (El chalet de
Madame Renard)—. Entre los nuevos comediógrafos
destacan, además del propio Paso, Jaime de Armiñán (Paso a nivel, Academia de baile o Pisito de
solteras), Jaime Salom (Verde esmeralda, Culpables) y Juan José Alonso Millán (La felicidad
no lleva impuesto de lujo, La señora que no dijo sí).
Como
en períodos anteriores, este teatro evasivo y conservador no dejó de tener
problemas con la censura. El mismo Paso sufrió la prohibición de algunas de sus
obras: de las cerca de ciento setenta que presenta entre 1945 y 1977 (entre
obras originales y adaptaciones), se le prohibieron en este período La solución única, Libre, Sábado por la noche, Pepe Story,
y, ya en el siguiente, Cuatro secretos de
alcoba
[3]
.
Por su parte, Juan José Alonso Millán sufre la prohibición de Mañana será otro día en 1962 y es
posible que le fuera retenida Soltero de
nacimiento, ya que aparece sin dictamen en el fichero del AGA
[4]
.
También Emilio Romero sufrió cortes en sus obras: según García Escudero, tuvo
“algunas palabras” con él debido los cortes impuestos a su obra Las personas decentes me asustan
[5]
.
4.1.
El intento de crear un teatro popular
Por
otra parte, de la mano de la revitalización de la oposición antifranquista,
va a fortalecerse el teatro que expresa su visión del mundo, un teatro concebido
con el propósito de denunciar los abusos del sistema y de transformar la
sociedad. Este grupo de autores, al que, por su adscripción al realismo social,
pronto se conocería con el marbete de “generación realista” o “promoción
realista”, cuenta con estrenos fundamentales en la historia teatral del
período, como Las Meninas (1960) o El tragaluz (1967), de Buero Vallejo; La
cornada (1960), de Alfonso Sastre; La
camisa, de Lauro Olmo (1962); Las salvajes en Puente San Gil, de
Martín Recuerda (1963); Los inocentes de
la Moncloa, de José María Rodríguez Méndez (1961); El
tintero, de Carlos Muñiz (1960), y La
madriguera, de Ricardo Rodríguez Buded (1960)
[6]
.
Para
estos autores, al igual que para otros profesionales progresistas, resultaba prioritario
evitar que el teatro español continuara “deslizándose al margen de la realidad
viva del país”, tal como quedaría expresado en las Conversaciones Nacionales
sobre teatro actual celebradas en Córdoba (1965)
[7]
,
y en consecuencia, el objetivo prioritario de su teatro fue el de dar
testimonio de la realidad social: “Creo que el cometido más urgente del teatro
en la sociedad española consiste en reproducir sobre los escenarios las
circunstancias en que se desenvuelve la vida”, escribiría Ricardo Rodríguez Buded
[8]
.
Idea que, como vimos, estaba presente desde la etapa anterior, al igual que la
concepción del arte como herramienta para transformar la sociedad, también
recogida en las citadas Conversaciones (donde se expresa la necesidad de que
“el teatro representado en y para España posea un carácter
testimonial de la realidad y se inscriba en sus procesos de transformación”).
En
su intento de dar testimonio de la realidad de los perdedores del sistema,
Lauro Olmo calificaba de “crucial”
[9]
la necesidad de tratar temas relacionados con las clases populares, con “la voz
nacional-popular”, a pesar de las dificultades existentes: “cuando alguien
trata de aproximarse a ella, lo cual casi supone un salto en el vacío, surge
algún que otro personaje de esos que Valle-Inclán subió a las tablas y lo dificulta”
[10]
.
Igualmente, en las Jornadas de Teatro Universitario de Murcia (1963), los
profesionales reunidos habían manifestado su rechazo a que el teatro fuera
“monopolio de una única clase social, la burguesa”, e increpaban: “urge
recuperar a la clase trabajadora de nuestra época como público teatral”
[11]
,
empeño que será obstaculizado por la censura franquista, como veremos.
Con
este propósito, los autores realistas van a adecuar su lenguaje y, en algunos
casos, incluso los medios de producción, para llegar a las capas más
desfavorecidas de la sociedad. Así sucede sobre todo con los dos realistas con
mayor número de prohibiciones en estos años: Lauro Olmo y José María Rodríguez
Méndez. Ambos se valen de un lenguaje dramático impregnado del habla de la
calle con elementos del sainete y del género chico
[12]
,
como antes lo había hecho Buero Vallejo en Historia de una escalera y Hoy es fiesta. También a esta voluntad
responde la creación de grupos como “La Pipironda”,
en el que participa Rodríguez Méndez, cuyas representaciones tenían lugar en
locales vecinales y tabernas barcelonesas. Se llevaba así a la práctica otro de
los puntos expresados en las conclusiones de las citadas Conversaciones de
Córdoba: “Urgencia de una proyección sobre los públicos populares basada en la
investigación de sus auténticas necesidades y de los medios expresivos”.
Acorde
con este propósito de hacer un teatro para las clases populares, estas obras se
situarán en espacios humildes: la acción de Los
inocentes de la Moncloa, La pechuga de la sardina o Los
pobrecitos se ubica en una pensión, La
madriguera de Rodríguez Buded o La batalla del Verdún de Rodríguez Méndez, en una casa de realquilados. También sus personajes
intentan reflejar la realidad social del país. En las citadas Conversaciones,
Lauro Olmo denunciaba la ausencia de una serie de personajes en los escenarios:
En el censo de personajes del actual
teatro español —o sea del que se representa— faltan muchas personas. Pero
muchas personas vivas, que están ahí: unas, viajando en metro; otras,
importando el último modelo de la casa “Mercedes”; otras, oficiando su misa
cara al público; otras, emigrando; otras, llorando la muerte de algún ser
querido, víctima del desastre del último pantano, etc. Y también gentes
alegres, gentes esperanzadas, gentes que creen que España va hacia adelante.
Todos estos personajes, digo, no están en el censo. Hay algunos, lo sé. Pero
¿dónde está el sacerdote joven de Juan XXIII, el demócrata cristiano, el
monárquico absolutista, el llamado falangista de izquierdas, el integrista
católico, el estudiante marxista, el sindicalista, el socialista? ¿Dónde la
crisis entre padres e hijos?
[13]
.
Idea
con la que coincide Rodríguez Méndez:
Soñábamos con incorporarnos a la dura
y difícil tarea de levantar en los escenarios la presencia de [...] una España
abofeteada y malherida, cuyos representantes no podían ser otros que
campesinos, prostitutas, delincuentes ensoñados, señoritos fracasados y aguardentosos, trashumantes, licenciados que ahorcaron la toga y
gente de vida más o menos airada
[14]
.
En
efecto, los marginados de la sociedad del desarrollo serán los protagonistas de
este teatro: obreros en paro (La camisa,
de Lauro Olmo), quinquilleros (La taberna
fantástica, de Alfonso Sastre; Los
quinquis de Madrid, de Rodríguez Méndez), prostitutas (Las salvajes en Puente San Gil, de Martín Recuerda), etnias
marginadas (Historia de los Tarantos, de Alfredo Mañas)… Aunque también aparecen
personajes integrados en el sistema, víctimas igualmente del mismo: opositores,
oficinistas de bajo y medio nivel, personajes fracasados y claudicantes que
mostraban la cara más amarga del incipiente despegue económico, tal como señala
Torres Nebrera
[15]
,
y que se nos muestran sumidos en el fracaso profesional (El tintero y El grillo, de Muñiz) o saliendo adelante a costa de la degradación personal (Los inocentes de la Moncloa y El ghetto o la irresistible ascensión
de Manuel Contreras, de Rodríguez Méndez). Entre las víctimas de la
sociedad franquista se encuentran igualmente las mujeres, que también serán
protagonistas de importantes obras de este período (Las salvajes..., Como las
secas cañas del camino, de Martín Recuerda; Las viejas difíciles, de Muñiz
[16]
,
o La pechuga de la sardina, de Olmo).
Uno
de los proyectos emblemáticos del realismo en este período, fue el GTR (Grupo
de Teatro Realista), ideado por Alfonso Sastre y José María de Quinto, cuya
finalidad era la de llevar a cabo “una investigación práctico-teórica en el
realismo y sus formas, sobre la base del repertorio mundial en esta línea, y
una tenaz búsqueda de nuevos autores españoles capaces de garantizar la
continuidad del teatro español”; proyecto que fracasó por varios motivos, entre
ellos, la propia censura
[17]
.
En
efecto, la censura va a castigar duramente a estas obras, que con su visión
crítica cuestionaban los pilares ideológicos del régimen. Los censores,
conscientes en mayor medida que en el período anterior de que este teatro
expresa una visión del mundo contraria al régimen franquista, van a tildar a
estas obras de “tendenciosas” e incluso de “subversivas”. Entre las que
recibieron el primero de estos calificativos se encuentran La camisa, Plaza Menor, English spoken, El cuarto poder, Mare Nostrum,
S.A., Leónidas el grande, de Lauro Olmo; El sueño de la razón, Las Meninas, Mito, de Buero Vallejo; ¿Quién quiere una copla del
Arcipreste de Hita?, El caraqueño, de Martín Recuerda; Vagones de madera, Historia de unos cuantos, de Rodríguez Méndez; Prólogo patético y La sangre y la ceniza, de Alfonso Sastre. De “subversivas” fueron
tachadas La doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo, Plaza Menor y La noticia, de Lauro Olmo, entre otras.
Por
ello, muchas de estas obras serán prohibidas (En la red, de Alfonso Sastre; El
milagro, La camisa, La condecoración, Plaza Menor y Cronicón del Medievo, de Lauro Olmo; Vagones de madera y El
círculo de tiza de Cartagena, de Rodríguez Méndez); otras, serán retenidas
mediante el “silencio administrativo” (La
doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo), y en algunos casos, autorizadas sólo para
funciones de cámara (La noticia, de
Olmo; En la red, de Sastre, cuando se
le levanta la prohibición). En otros casos, se les impondrá un elevado grado de
abstracción espacial y temporal que impedirá reconocer los referentes del
discurso imaginario y hará que dichas obras resulten socialmente ineficaces; a
veces son los propios censores quienes lo hacen, imponiendo cortes en el texto
(La llanura, El caraqueño, de Martín
Recuerda), aunque en otros casos los propios autores ejercen la autocensura (El cuerpo, de Lauro Olmo).
Frente
a esta situación, la postura de los profesionales frente a la Administración
será más combativa que en el período anterior. En las conclusiones de las
citadas Conversaciones de Córdoba aún se evitaba aludir directamente a la
censura y se hablaba de las “Limitaciones” generales y administrativas del
teatro español, aunque se hacía referencia a la “Imposibilidad objetiva de
alcanzar una expresión auténtica de la realidad, expresión constreñida incluso
por exigencias de carácter local y particular”
[18]
.
Un año después, en las conclusiones del I Congreso de “Teatro Nuevo” celebrado
en Valladolid, se expresaba la necesidad de que la censura fuera suprimida;
además, estas conclusiones muestran una clara voluntad por parte de los
profesionales de incidir en la política teatral
[19]
.
En lo que se refiere a la reivindicación de la supresión de la censura, uno de
los autores más activos fue Lauro Olmo, quien en 1968 denunciaba así la
situación de los autores silenciados:
En el movimiento del teatro español de
estos años, hay autores que son y casi no están. Y como se trata, por lo
regular, de los llamados “autores comprometidos”, de esos que suelen escuchar y
hacer oír la dramática voz de nuestro tiempo, hay que responder a vuestras
preguntas y sus variantes diciendo que no es posible la realización de un
teatro nacional representativo y al día, si no desaparecen, entre otras cosas,
los abusivos límite de la libertad de expresión y cierto afán discriminatorio
sobre los citados autores, que si por un lado pueden resultar más o menos
comerciales, por otro no cabe duda de que es a ellos a quienes se les deben los
logros teatrales más significativos y culturalmente válidos de estos últimos
años. Podríamos hablar de todo un proceso detenido, dificultado
[20]
.
Si
bien la beligerancia contra la censura es mayor que en épocas pasadas, también
lo es la consciencia de que esta sólo era uno de los
muchos problemas que afectaban al teatro en la España franquista. A finales del
período, Ricardo Rodríguez Buded expresaba el
sentimiento de frustración que se había extendido entre sus compañeros y
analizaba la dura situación en que se encontraban los autores noveles relativizando el papel de la censura:
La censura establecida oficialmente es
un mal grave y siempre me parecerán pocos cuantos esfuerzos se hagan por
abolirla, pero imaginar que con su simple desaparición se habría eliminado el
mayor obstáculo, lo encuentro ingenuo. Estructurar una sociedad de forma tal
que quede desprovista de receptividad, vacía de toda inquietud y refractaria a
cualquier tipo de cambio, es, en mucha mayor medida que la burocrática censura,
un factor determinante de inmovilismo y de baja calidad teatral. Igualmente lo
son, permitir que el teatro continúe en manos de empresas privadas, convertido
en una modesta industria que ha de rendir sus beneficios, o dejar al margen del
fenómeno dramático a todos los españoles que viven en las provincias; o
mantener el teatro como espectáculo de lujo, al alcance, únicamente, de una
clase social que se distingue por su mentalidad reaccionaria y por su actitud
insobornable a la hora de aceptar el teatro que le satisface y, en modo alguno,
otro distinto. […]
[La] mayor contrariedad [de los nuevos
autores y del teatro independiente] no eran las prohibiciones redactadas en un
oficio, sino el desprecio, el silencio y el temor a lo desconocido, de un medio
abiertamente hostil
[21]
.
Además
de la propia censura, los dramaturgos realistas se encontraron con distintos
problemas para conseguir que sus obras llegaran a la sociedad española. César
Oliva coincide en señalar entre ellos al público teatral del momento, un
público esencialmente burgués, y cita unas palabras de Carlos Muñiz que
confirman esta idea:
Hay actualmente un grupo de
dramaturgos españoles que intentan tratar problemas vivos de la sociedad
española, sin dirigir sus experiencias y su orientación a una clase social.
Necesariamente esos dramaturgos se están dirigiendo a un público hipotético que
normalmente no está en el patio de butacas. De aquí la dificultad para una
incorporación definitiva al teatro comercial
[22]
.
A
finales de los sesenta, a las dificultades, ya de por sí numerosas, se va a
sumar una corriente de opinión según la cual el realismo social había perdido
su vigencia. Una dura crítica a Oficio de
tinieblas (1967) de Alfonso Sastre
[23]
levantó una fuerte polémica. Según el crítico, Rodríguez Sanz, la Generación
Realista iba a estrenar ahora el teatro que correspondía a una época pasada.
Sastre respondió desde las páginas de ABC,
reflexionando sobre la doble injusticia de ser censurado ayer por político y
marginado hoy por antiguo:
Hay algo —por fin— que sí me parece
grave en el escrito que comento; algo, por lo menos injusto: el joven crítico ve
en esa misteriosa generación nada más y nada menos que un peligro para “la
imaginación y la libertad de los jóvenes”. ¡Triste destino el nuestro! El joven
crítico goza hoy, o así parece, por lo que dice, de una cierta libertad que
seguramente le ha caído del cielo y teme ahora —¡Dios mío!— que algunos “mitificadores” escritores como yo (?) impidamos la libertad de “una posible nueva generación
teatral”. Ríanse ustedes de las generaciones “perdida”, “quemada”, “golpeada”,
“maldita”, etc.
[24]
.
4.2.
Una nueva visión de la historia de España
Además
de mostrar una visión de la sociedad española de su tiempo distinta a la
habitual en los escenarios, los autores realistas también van a abordar el
pasado histórico. Ya en 1958 Buero Vallejo había
planteado un episodio de la historia de España desde una perspectiva distinta a
la historia oficial en Un soñador para un
pueblo, inaugurando así una corriente que se fortalecerá durante este
período. A diferencia del teatro histórico triunfalista, que presenta una
visión idílica e imperial de la historia de España, el teatro de Buero Vallejo mantiene una posición crítica y de búsqueda
de la verdad, busca una reflexión que pueda servir de base para una auténtica
regeneración del país
[25]
,
y en esta línea se situarán las obras de los autores realistas. Entre las obras
históricas más significativas escritas en el período que nos ocupa se
encuentran Las Meninas, de Buero Vallejo, Vagones
de madera, El círculo de tiza de
Cartagena y Bodas que fueron famosas
del Pingajo y la Fandanga, de Rodríguez Méndez.
Ya en el período siguiente, se añadirán otros títulos como Tragicomedia del serenísimo príncipe don Carlos (1971), de Muñiz
[26]
,
o De San Pascual a San Gil y La Saturna, de
Domingo Miras
[27]
.
La finalidad
de este teatro es hacer reflexionar críticamente sobre el pasado para
comprender el presente, tal como escribiera Buero Vallejo: “El teatro histórico es valioso en la medida en que ilumina el tiempo
presente”. Por su carácter crítico, por su invitación a reflexionar mediante la
“distancia” entre el tiempo de los espectadores y el de la ficción, y por la
utilización de las figuras históricas para presentar problemas aún vigentes, se
ha hablado de la influencia de Brecht en este teatro
[28]
.
Por otra parte, la recreación del pasado permite realizar una serie de críticas
al poder que hubieran sido inviables en caso de localizar la acción en la
España de Franco (“Se cuentan las cosas como si ya hubieran pasado y así se
soportan mejor”, dice Martín cuando se acaba de alzar el telón en Las meninas). Por ello, se creó una
corriente de opinión según la cual los dramas históricos sorteaban la censura
con más facilidad —lo que no siempre coincide con la realidad—, y, en
consecuencia, se dio en entender la escritura de teatro histórico como un mero
recurso posibilista para hablar de la
época actual, lo que fue contestado por los propios autores y por varios
estudiosos.
En
efecto, la idea de que el teatro histórico se autorizaba con mayor facilidad
dista mucho de ser cierta; por el contrario, los expedientes de algunas de
estas obras muestran que eran vigiladas con tanto o más celo que las
localizadas en época actual. Así, por ejemplo, en el caso de Rodríguez Méndez,
cuatro de las siete obras que la censura le impidió estrenar estaban
ambientadas en épocas anteriores a la dictadura: Vagones de madera (situada en el año 1921, durante la guerra de
África), El círculo de tiza de Cartagena (“año del Cantón 187...”), Bodas que
fueron famosas del Pingajo y la Fandanga (subtitulada
“O el año
1898”
), Flor de Otoño: una historia del barrio chino (ambientada en la Barcelona de los años treinta); otra ocurría en su mayor
parte en épocas anteriores, aunque llegaba hasta el año 1940: Historia de unos cuantos, y sólo dos (Los quinquis de Madriz y El ghetto o la irresistible ascensión
de Manuel Contreras) eran de ambiente contemporáneo. Los inocentes de la Moncloa, sin embargo,
ambientada en la misma época en que fue escrita, no tuvo grandes problemas para
ser autorizada, al igual que sucedió años atrás con Historia de una escalera, de Buero Vallejo. Abundando en esta idea, Antonio Gala comentaba a propósito del teatro
histórico:
Creo […] que es útil realmente
cultivar el teatro histórico; y digo no solamente por el tema de la censura,
porque a mí, en concreto, la serie de televisión era una serie histórica y me
la han prohibido, así que tampoco se evita la censura con eso
[29]
.
La
severa censura que se ejerce sobre el teatro histórico se explica si tenemos en
cuenta que, desde sus comienzos, el régimen de Franco había justificado su
existencia a partir de una visión manipulada de nuestra historia. Tal como
señala Julio Aróstegui, la historia era esencial para
su legitimación:
Es evidente que al régimen español
surgido de la guerra civil le era vital justificar la propia guerra, que nunca
fue llamada así en instancias oficiales, como producto histórico inevitable, y
de resultado igualmente inevitable en el sentido en que lo fue, esta es la
razón por la que en la Historia impuesta en los planes educativos del régimen
de Franco, los años treinta de la República y la guerra que se le hizo fueron
cruciales como objeto controlado de enseñanza. Pero una particular concepción
de la España de aquellos años obligaba también a una reacomodación de toda la
Historia de España.
De otra parte, [el franquismo] [...]
poseía su propia visión de la Historia de España, visión maniquea e impregnada
siempre de la concepción conspiradora y paranoica, que fue la que en los
primeros tiempos, los más cercanos a la guerra misma, pasó íntegra al sistema
educativo.
La Historia de España estuvo así
condicionada en su control por dos factores de máxima eficacia: la necesidad de
justificar el régimen de Franco justificando la guerra civil y la imposición de
la visión histórica propia del pensamiento reaccionario católico español que
era fundamentalmente antiliberal. [...]
[30]
.
Dentro
de esta visión maniquea de la historia, había varias etapas malditas; tal como
señala Josep Fontana, “Franco abominaba del siglo XIX
español, al que consideraba culpable de todos los males; del XVIII, por
enciclopedista y corrompido, y del XVII, por haber aceptado la derrota militar
[31]
.
Sin embargo, las épocas tratadas con mayor cautela fueron la II República y la
guerra civil, tal como advierte Aróstegui:
La historia de la II República se
convirtió en un amplio escenario cuya realidad justificaría la sublevación (el
“Glorioso alzamiento”) contra ella y explicaría la implantación de aquel
régimen salvador que duró casi cuarenta años. De la rectificación de esa
historia negra habría nacido la nueva España que, de otra parte, enlazaba con
la historia gloriosa de la reconquista, de la unidad nacional creada por los
Reyes Católicos, de la conquista de América y del Imperio de los Austrias. Puede decirse que el régimen hizo una Historia de
España a su servicio y medida, basada en un conjunto de tópicos que ciertamente
no había creado él en su totalidad
[32]
.
El
tabú de la guerra civil se rompe por primera vez de forma explícita cuando en
1967 Buero Vallejo estrena El tragaluz. Anteriormente, aparecía como trasfondo en Historia de una escalera, en La llanura, o en Queda la ceniza (1954), de Rodríguez Buded,
aunque sin mencionarse de forma explícita. En clara alusión al silencio que
pesaba sobre estos años, uno de los personajes de Como las secas cañas del camino decía “Nadie se acuerda ya de las
historias de nuestra guerra”
[33]
.
La imposibilidad de localizar el expediente de El tragaluz
[34]
nos impide conocer cuáles fueron las causas que determinaron su autorización,
pero lo cierto es que la obra permaneció en
cartel durante la temporada completa, lo que da muestra de la distancia
transcurrida desde el período anterior. También por esas fechas se publican dos
novelas decisivas en las que se trata este tema: Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes,
y San Camilo 1936, de Camilo José
Cela. No obstante, aún se prohíben obras en las que el tema de la guerra
está presente, como sucedió con La
condecoración, de Lauro Olmo, donde se nos presenta el conflicto
irresoluble entre un padre y un hijo, cuya relación, basada en la violencia de
uno y el intento de rebelión del otro, es a su vez metáfora del enfrentamiento
entre vencedores y vencidos.
4.3.
La polémica sobre el posibilismo teatral
Puesto
que la intención última de estos autores es reformar la sociedad, algunos de
ellos tendrán muy presente la necesidad de esquivar a la censura a la hora de
escribir sus obras. En este contexto tuvo lugar el debate sobre el posibilismo teatral, protagonizado por
Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre, quienes
adoptaron posturas teóricas contrarias sobre el modo en que el artista debía
afrontar el proceso de creación
[35]
.
Como es sabido, la escisión que supuso este debate fue mucho más allá de los
tres artículos en que esta se materializó, pues no sólo acabaría implicando a
otros autores que se oponían al régimen de Franco —en palabras de Luis Iglesias
Feijoo, supuso “una dolorosa ruptura en el seno de la conciencia progresista
española de aquellos años”
[36]
—,
sino que excedería con mucho el límite cronológico de los artículos en
cuestión, ya que arrancaba de posturas gestadas años atrás y repercutiría en el
futuro del teatro español.
Pero
antes recordemos brevemente cuáles fueron las posturas defendidas por ambos autores.
A raíz de un artículo de Alfonso Paso publicado en Primer Acto
[37]
,
en el que el dramaturgo defendía el pacto con una serie de normas vigentes para
“derribarlas” desde dentro del sistema, Alfonso Sastre atacaría, también en
esta revista, tanto la actitud de Paso como la de Buero Vallejo
[38]
.
Este, según comentaría Sastre años más tarde, había criticado públicamente en
un Colegio Mayor de Madrid —información que Buero a
su vez desmentiría
[39]
—
a quienes hacían un teatro deliberadamente imposible,
argumentando que una actitud demasiado temeraria o provocadora frente a la
censura podía dar como resultado que obras en principio posibles se convirtieran finalmente en imposibles. Sastre, en cambio, invitaba a los autores a escribir
como si la censura no existiera, puesto que la arbitrariedad con que esta
actuaba impedía saber de antemano qué obras eran imposibles. Únicamente aceptaba la existencia de un teatro
momentáneamente imposibilitado,
aunque no había que tenerlo en cuenta si no se quería caer en la autocensura.
En su respuesta, Buero Vallejo matizaba su idea del posibilismo:
Cuando yo critico el imposibilismo y recomiendo la posibilitación, no predico acomodaciones; propugno la
necesidad de un teatro difícil y resuelto a expresarse con la mayor holgura,
pero que no sólo debe escribirse, sino estrenarse. Un teatro, pues, “en
situación”, lo más arriesgado posible, pero no temerario.
Además,
negaba la posibilidad de escribir con absoluta libertad interior en el contexto
histórico en el que a ambos les había tocado vivir y evidenciaba la
contradicción existente entre los postulados teóricos de Sastre y la cautela
con que había escrito La mordaza,
precisamente para evitar que la censura la prohibiera.
Finalmente,
Sastre, en su contrarréplica, admitía que “No se trata [...] de escribir con
‘absoluta libertad interior’”, aunque proponía a los creadores una actitud
distinta:
No
hay esa libertad, pero hagamos de algún modo como si la hubiera, con lo que
podemos llegar a saber en qué medida no la hay y, de esa forma, luchar por
conquistarla.
El
autor reconocía un cierto posibilismo en la escritura de La mordaza, “una
obra que intentó ser posible después
de tres obras prohibidas”, si bien explicaba esta contradicción como fruto de
una evolución a lo largo de su trayectoria, tal como vimos en el capítulo
anterior.
Este
debate canalizó las posturas de otros autores que se sumaron a él, como
Rodríguez Méndez, que defendió abiertamente la actitud de Alfonso Sastre. Otros
no optaron de forma explícita por ninguna de las dos posturas, aunque, en la
práctica, se acercaran más a alguna de ellas. Así, la actitud de Martín
Recuerda podría definirse como posibilista,
pues, como vimos en La llanura,
incorpora todas las modificaciones que le son impuestas. A Lauro Olmo se le
prohíben muchos de sus textos sin darle la oportunidad de que los modifique; no obstante, recurre a tácticas posibilistas en la escritura de algunas
obras (a veces de forma más evidente, como en El cuerpo). Otros autores, como Rodríguez Buded,
planteaban el dilema desde una tremenda sensación de impotencia que anunciaría
su pronta retirada de los escenarios:
Existen, pues, unos medios más sutiles
para limitar la expresión del escritor teatral, que el de la brusca prohibición
de su obra. Son las limitaciones a la hora de rechazar los temas, de
disfrazarlos, de darles la vuelta de tal modo que acabe por decirse lo
contrario exactamente de lo que se quería decir. Limitaciones todas que dañan
muy particularmente a quien empieza a escribir para el teatro y que acaban por
plantearle el inevitable dilema: aceptar el juego establecido o renunciar,
desaparecer. O, también, parapetarse en el incómodo lugar del eterno
descontento y sobrellevarlo con la mayor paciencia
[40]
.
Volviendo
a Buero y Sastre, años después de aquellos artículos
en Primer Acto, ambos seguirían
manteniendo sus posturas con similar firmeza. En 1966, Buero Vallejo afirmaba:
Ni siquiera en las sociedades
políticamente libres se puede considerar que el escritor escribe con verdadera
y absoluta libertad. Escribe también condicionado, aunque, muchas veces, ni
siquiera se da cuenta de que lo está. [...] en mi opinión, el posibilismo es
una realidad; es decir, no hay otra cosa que posibilismo; lo que sucede es que los
márgenes de este posibilismo son muy diferentes en cada lugar y, por supuesto,
son dinámicos, variables y nosotros somos uno de los factores que los hacen
variar; pero debemos tener muy en cuenta que nuestra presencia como autores
tiene que ser una presencia efectiva, no una esterilidad; tenemos que hacer un
posibilismo dinámico, progresivo, combativo
[41]
.
Y
aún en 1971, continuaba manteniendo su postura posibilista:
Yo siempre he dicho que mi teatro era
posibilista, y que además tenía que serlo, pero lo que no aceptaría es que
fuera más posibilista que otros. [...] Considerado en general, todo lo que se
presenta en la escena del país es posibilista y hace bien en serlo. Aunque la
palabra parece llevar una connotación peyorativa, esto no quiere decir que tengamos
que considerarlo degradado, deformado o disminuido. No, entiendo que hay una
forma de posibilismo que es perfectamente audaz y perfectamente sincera. Y
entiendo que éste es un fenómeno que no se da sólo aquí, sino en cualquier
circunstancia en la que ha habido coerción o dificultades expresivas, y las hay
porque en rigor es más bien la regla en la Historia, que no la excepción
[42]
.
Por
su parte, Sastre, en 1969, año en que publica La revolución y la crítica de la cultura, se mostraba más radical
aún en su postura imposibilista: “Para mí resultaría
hoy, más escandaloso que nunca —creo preferible hasta el silencio— que el arte (teatral o no) se hiciera hoy, entre
nosotros, prudente, posibilista. [...]. Yo diría extremando los términos: en arte o se hace lo que no se puede o es
preferible no hacer nada”
[43]
. Buero Vallejo, en cambio, diría que en el fondo ambos
estaban de acuerdo en lo esencial, aunque hubiera diferencias en su discurso:
“Había un acuerdo de base; la diferencia estribaba en que yo llamaba a las
cosas por su nombre y los demás no. Posibilismo es para mí lo que se hace”
[44]
.
Ya en 1984, Sastre se mostraba decepcionado con el resultado de ambas posturas:
“Yo pienso que la equivocación de Buero Vallejo
consistía en que, al ejercer su trabajo desde el punto de vista posibilista, se
adaptó al sistema. Y adaptándose al sistema, no contribuyó demasiado a
romperlo. [...] Y, por otro lado, la posición mía, más radical, tampoco es un
gran triunfo porque ese radicalismo de mis posiciones me llevó a la inoperancia,
a que mis obras no se estrenaran. Con lo cual tampoco contribuí grandemente a
la libertad”
[45]
.
Recién iniciada la Transición, Luciano García Lorenzo hacía el siguiente
balance:
El posibilismo se ha cumplido, con
ciertas limitaciones, en Buero; Sastre hace años que
no estrena y Paso, ‘que habló de hacer una revolución desde dentro, acabó por
estar dentro sin hacer ninguna revolución’. Evidentemente, efectividad y
calidad artística no son términos incompatibles y ahí está el ejemplo de Buero
[46]
.
El tiempo
ha hecho que las posturas de ambos dramaturgos resultaran más próximas. En un
coloquio celebrado en la RESAD, Sastre admitía que había muchas ideas válidas
en lo que Buero decía, y que la diferencia entre
ambos había sido una cuestión de grado (“Más bien, había un problema de grado,
se puede decir que éramos posibilistas todos, había que ser más o menos
posibilista”)
[47]
;
lo que resulta coherente con la utilización de recursos posibilistas que lleva
a cabo el autor en varias de sus obras y que reconoce como tales.
4.4.
Los inicios de la vanguardia teatral
No
son muchas las obras de vanguardia presentadas a censura durante este período.
Fernando Arrabal, ahora exiliado en Francia, es una excepción, pues se
presentan once de sus textos entre 1960 y 1968. La mayoría de ellos serán
autorizados (en su mayoría, con cortes; en algún caso, sólo para
representaciones de cámara), sin que se le prohíba ninguno expresamente hasta
1968. Se presenta también ahora un texto de Alfonso Vallejo, La sal de la tierra, si bien pasarán
muchos años hasta que se vuelvan a presentar textos de este autor. A partir de
1967 se presentan los primeros textos de Luis Riaza, que generalmente serán
autorizados para representaciones de cámara. Por primera vez comienzan a
presentarse, de forma ocasional, algunos textos de autores del exilio como Max Aub y Rafael Alberti. Por
distintos motivos —entre ellos, la propia censura—, ninguna de estas obras va a
llegar a los escenarios comerciales.
A
diferencia de los dramaturgos que buscan la eficacia social de sus textos,
estos autores no suelen tener en cuenta a la censura a la hora de escribir, por
lo que se van a situar al margen del debate sobre el posibilismo. Tampoco su lenguaje se va a adecuar a los géneros
reconocibles por el público, sino que van a llevar a cabo una indagación en
distintos lenguajes experimentales. Por lo general, se apartan formalmente de
la teatralidad naturalista, lo que confiere a su obra un carácter minoritario.
Tal como señala Ángel Berenguer, las formas utilizadas por estos autores tienen
más problemas para salir adelante, pues, “las empresas —editoriales o de
teatro— tienden a programar una producción que ‘reconocen’ más fácilmente”
[48]
.
Al
rechazo de que estos autores son objeto por parte del sistema se unirá el de la
izquierda española, que apostó mayoritariamente por el realismo social. Por
ello, Berenguer habla de una “censura tácita” hacia ciertos creadores, “a causa
de una decisión (más política que literaria), según la cual los intelectuales
españoles progresistas apuestan por el realismo social, descartando y
criticando severamente toda veleidad creadora disidente”
[49]
,
opinión con la que coincidía Francisco Nieva, quien afirmaba:
Y así fue posible que, no solamente
por la acción de la censura, sino también por el peso de algunas ortodoxias de
oposición a la censura misma, cantidad de nuevos autores no tuvieran en los
últimos tiempos defensores, ni siquiera entre las huestes del teatro
independiente
[50]
.
Fernando
Arrabal coincide en la importancia de estos dos obstáculos, aunque el más
importante, en su opinión, es la censura:
Era evidente que las revistas no
oficiales estaban de acuerdo con un sistema estético que a mí, personalmente,
me parecía en aquel momento sin valor, pasado de moda. Eran fórmulas del
realismo socialista, a lo que entonces se llamaba el realismo social. Sin
embargo, lo más importante, aquello cuyo nombre no conocíamos ni podíamos
manipular y que siempre destrozaba nuestros intentos de diálogo libre, era el
estado fascista. Éste nos hablaba por boca de su censura, con un lenguaje
marciano para nosotros
[51]
.
Aunque
será sobre todo a partir del período siguiente cuando estas formas se
desarrollen, surgen también ahora ciertas formas de teatro ritual, no
desprovistas de rebeldía política, tal como señala Óscar Cornago:
La escena dejaba de ser únicamente una
expresión artística con la finalidad de entretener o adoctrinar, para
convertirse en un acto de rebeldía política y social mediante un ejemplo de
convivencia que establecía como primer valor la propia identidad del individuo
a través de la colectividad
[52]
.
Si
bien en ocasiones se ha interpretado el rechazo del realismo que muestran
algunos autores de esta tendencia como una consecuencia de la censura,
homologando así lenguaje críptico y lenguaje vanguardista, es evidente que esta
explicación resulta insuficiente. Tal como señala Cornago,
“El rechazo al teatro realista implicaba, antes que nada, la negación de los
principios de una sociedad legitimada por ese modo de expresión”
[53]
.
[1]
En: Torres Nebrera y García Ruiz, 2002, pág. 11.
[2]
“Entrevistas con
los dos directores de dos Teatros Nacionales: José Luis Alonso y Miguel Narros”, Yorick, 29 (dic. 1968), págs. 43-44.
[3]
Los expedientes y
las fechas de autorización exactas de estas obras son los siguientes: La solución única: expd.
229-63, prohibida el 23-X-1963; Libre: expd. 42-64, prohibida el 17-III-1964; Sábado por la noche: expd.
92-65, prohibida el 2-VI-1965; Pepe Story: expd. 297-68,
prohibida el 15-X-1968; Cuatro secretos
de alcoba: expd. 531-70, prohibida el 2-III-1971.
El
propio García Escudero señalaba en sus memorias que “la mayor cantidad de
tiempo en escaramuzas censoras la acaparó Alfonso
Paso” —el cual, afirma, no admitía “ni que le pusiéramos el más mínimo
obstáculo”, minimizando así los efectos de la censura en la escena española y
evitando referirse a los autores críticos como los aquí estudiados. (García
Escudero, 1995, págs. 296-297).
[4]
Mañana será otro día: expd. 23-62; prohibida el 23-II-1962; Soltero de nacimiento: expd. 274-62.
[5]
García Escudero,
1995, pág. 296.
[6]
También se ha
incluido en la nómina de autores realistas a Ricardo López Aranda (Cerca de las estrellas, 1960), Alfredo
Mañas (La historia de los Tarantos, 1962),
Francisco Casanova (El sol sale para
todos, escrita en 1957), Hernández Pino (La Galera, estrenada en 1958), Juan Germán Schroëder (La
trompeta y los niños) y Joaquín Marrodán (Miedo al hombre, 1960). (G. Torres Nebrera, 1999).
[7]
“El tema del
teatro español (Conversaciones de teatro en Córdoba)”, Primer Acto, 69 (1965), págs. 24-25.
[8]
Primer Acto, 29-30 (1961). La cita es de
Torres Nebrera, 1999, pág. 240.
[11]
Las citas son de
Torres Nebrera (en: García Ruiz y Torres Nebrera, 2002, pág. 23).
[12]
Tal como
explicaba Olmo en el prólogo de La camisa:
“Un problema del pueblo había que darlo en forma popular, sin concesiones. ¿Y
qué otro modo para expresar todo esto podía aventajar al que viene del paso,
del entremés, del sainete?”. (Cita de C. Oliva, 1979, pág. 128).
[13]
Olmo, 1965, págs. 64-65.
[14]
Rodríguez Méndez,
1969, págs. 37-38.
[15]
Torres Nebrera, 1999, pág. 219.
[16]
A esta obra,
según Muñiz, le fue censurado el final: “las damas de la Asociación aniquilaban
a los protagonistas a tiros de metralleta mientras cantaban una canción con
música del himno de las SS nazis. Me prohibieron la música y el final quedaba
desvirtuado” (O’Connor y Pasquariello, 1976, pág. 15).
[17]
Para M. Bilbatúa, el fracaso del proyecto del GTR se basaría
también en el rechazo del público: “La burguesía consumidora de los
espectáculos —y era ingenuo y utópico pensar que la clase obrera, en cuanto tal
y no sus vanguardias, fueran a asistir a los espectáculos del G.T.R. en el Paseo de Recoletos, aunque estuvieran
idealmente destinados a ella— no había generado todavía en su interior unas
capas liberales suficientemente amplias para ser capaces de sostener
económicamente unos espectáculos que respondieran a sus gustos y defendieran
sus intereses. [...] El fracaso de la opción del GTR es, fundamentalmente, el
fracaso de la burguesía liberal: su inexistencia en cuanto capa en aquellos
momentos”. (Bilbatúa, 1974a, págs. 6-7).
[18]
“El tema del
teatro español…”, art. cit.
(1965), pág. 25. Las conclusiones de las
conversaciones se encuentran recogidas igualmente en Yorick, 10 (dic. 1965), pág. 16.
[19]
En dichas
conclusiones, se solicitaba la revisión de la antigua Ley de Espectáculos, así
como mayor atención al teatro por parte del Ministerio de Educación y Ciencia,
y se sugería la conveniencia de que la Dirección General de Cinematografía y
Teatro se desdoblara en dos direcciones generales independientes. Además, los
autores van a reivindicar ayudas estatales y un sistema de protección semejante
al que disfrutaba el cine. (“Conclusiones del congreso de Teatro Nuevo…”, art. cit., 1966, pág. 3).
[21]
Rodríguez Buded, 1967, pág. 15.
[22]
Muñiz, 1963, pág. 31. Citado por Oliva, 1979, pág. 63.
[23]
C. Rodríguez
Sanz, “Crítica de Oficio de tinieblas”, Primer Acto, 83 (1967), págs. 59-60.
[24]
ABC, 6-V-1967. Reproducido en Primer Acto, 85 (1967), págs. 4-5; cita en pág. 5.
[25]
Vid. Doménech,
19932, págs. 152-156; así como: Iglesias Feijoo,
1982, pág. 235.
[26]
Según Torres Nebrera, esta obra se prohibió en 1972 y se volvió a
prohibir en 1973, tras ser enjuiciada de nuevo tras haber sido presentado un
recurso. (Torres Nebrera, 1999, pág. 316, nota 40).
[27]
No incluimos aquí
textos como La sangre y la ceniza, de
Alfonso Sastre, o Las arrecogías…,
de Martín Recuerda, puesto que, como veremos, en dichas obras no se trata tanto
de presentar una visión del pasado que ayude a comprender el presente como de
construir parábolas con personajes y acontecimientos históricos para hablar de
una situación presente, ante la imposibilidad de hacerlo de forma directa por
motivos de censura. Obras, por tanto, que, a diferencia de las mencionadas más
arriba, utilizan la historia como táctica posibilista.
A propósito de dichas parábolas, véase: Manuel Pérez, 1999a.
[28]
L. Iglesias
Feijoo, 1982, pág. 235.
[29]
Buero Vallejo, Gala, Martín Recuerda (et al.), 1977, pág. 128.
[30]
Aróstegui, 2000, págs. 19-21.
[31]
Fontana, 1986, pág. 15.
[32]
Aróstegui, 2000, pág. 21.
[33]
La cita es de
Torres Nebrera, 1999, pág. 224.
[34]
Esta obra no se
encuentra registrada en el fichero de obras del Archivo, ni tampoco se
encuentra en la caja que le correspondería por su número de expediente
(172-67): la nº 85.176, pues en esta caja se produce un salto del expediente nº
171-67 al 173-67; por lo que es de suponer que no se encuentra en el Archivo.
[35]
El debate sobre el
posibilismo fue el tema de mi Memoria de Licenciatura: Dos actitudes ante la censura: Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre; leída en 1996, en la Universidad de Alcalá, bajo
la dirección del profesor Ángel Berenguer, donde aparecen transcritos y estudiados
la totalidad de los expedientes de censura de ambos autores.
Los
artículos en los que se materializó el debate fueron: Sastre, 1960a y 1960b; Buero Vallejo, 1960.
[36]
Iglesias Feijoo,
1996, pág. 255. Véase también Schwartz,
1968, págs. 436-445.
[39]
Caudet, 1984a, pág. 61. Buero Vallejo, sin embargo, niega que ocurriera así. En una
carta personal, fechada en julio de 1996, el dramaturgo tacha la afirmación de
Sastre de “sorprendente”, y afirma: “Ha sido él mismo, en efecto, quien ha
querido dar sentido de respuesta a ese artículo; pero, que yo sepa, en tiempo
relativamente reciente y ante preguntas acerca de su crítica a mí [...]. Ahora
bien, desde aquel primer artículo suyo al que me creí obligado a contestar, pasaron décadas antes de que él dijese
que el suyo era respuesta de supuestas palabras mías en un Colegio Mayor cuyo
nombre no cita. Tampoco yo podría recordarlas; a todos nos citaban mucho
entonces desde Colegios Mayores y no voy a negar que pudo haber tal coloquio
donde, si lo hubo, ni sé lo que diría. Pero, si algo dije, seguro que lo haría
sin dar nombre alguno. Ya es curioso que en aquel primer artículo y durante
tantos años no se refiriese y haya tardado tanto en hacerlo a palabras mías
concretas del supuesto coloquio para atribuirme a mí, no a él, el origen de la
‘polémica’”. Muchos años después, en un coloquio celebrado en la RESAD, Sastre
admitía que Buero Vallejo no le citó explícitamente
en aquella reunión, aunque todos los asistentes entendieron que se refería a
él. (Dentro del Ciclo “Conversaciones con el Autor Teatral de Hoy I”, sesión
del 9 de abril de 1998: “José Monleón conversa con
Alfonso Sastre”).
[40]
Rodríguez Buded, 1967, pág. 15.
[41]
“El teatro
español visto por sus protagonistas. Autores. Mesa redonda con: A. Buero Vallejo, L. Olmo, R. Rodríguez Buded,
A. Gala, C. Muñiz, J. M. Martín Recuerda y A. Sastre”, Cuadernos para el Diálogo, III, Monográfico sobre teatro español
(Junio 1966), pág. 45. Citado por Doménech, 19932.
[42]
Pérez de Olaguer, 1971, pág. 7.
[43]
Sastre, 19712, págs. 133-134.
[44]
Isasi Angulo,
1974, pág. 57.
[45]
Caudet, 1984a, pág. 62.
[46]
Buero Vallejo, Gala, Martín Recuerda (et al.), 1977, pág. 16.
[47]
Conversaciones con el Autor Teatral de Hoy I,
Madrid, Fundación Pro-RESAD, 1998, pág. 128.
[48]
Berenguer, 1991b, pág. 15.
[49]
“Entrevista de
Fernando Arrabal”, en: 1991c, págs. 293-294.
[50]
Citado por
Rodríguez-Richart, 1985.
[51]
Berenguer, 1991c, pág. 294.
[52]
Cornago, 1999, pág. 36.