3. La censura teatral
Durante
los últimos años del mandato de Arias Salgado, la Dirección General de
Cinematografía y Teatro estuvo a cargo de José Muñoz Fontán,
quien permaneció durante cinco años (abril de 1956-mayo de 1961)
[1]
,
y Jesús Suevos Fernández (mayo de 1961-julio de 1962). Al llegar Fraga al
Ministerio, situó al frente de esta Dirección General a José María García
Escudero
[2]
,
quien, como se dijo, ya ocupó este cargo durante unos meses en 1951. En esta
segunda ocasión, permaneció durante cinco años y medio (1962-1967), en los
cuales emprendió una serie de reformas que hicieron que la censura, tal como
señala Oliva, apareciera “barnizada por la entrada en el gobierno de ciertos
aires renovadores”
[3]
.
El
nuevo Director General introdujo cambios en su equipo de colaboradores
—incluidos los miembros de las Juntas de Cine y Teatro—, creó la comisaría de
los Teatros Oficiales e intentó poner en marcha una ley de protección al
teatro. En cuanto a la censura, él mismo explica en sus Memorias que “No se
trataba de suprimir la censura, medida absolutamente impensable, sino de
adecuarla a la moral media de una sociedad que en los años sesenta iba muy
delante de lo que en las esferas oficiales se pensaba”
[4]
.
Como muestra de la bondad de la política cultural del régimen, enumeraba a una
serie de dramaturgos de prestigio estrenados en España en estos años:
¿Tendré necesidad de aclarar que, así
como no hubo ningún “páramo cultural” en la España de los cuarenta y los
cincuenta, mucho menos hubo ningún páramo teatral en la España de los sesenta?
[…] Más exacto es decir que fue la época en que la que “aquí” se representaba,
especialmente en los teatros oficiales, a Unamuno y a
Valle-Inclán como he dicho, pero también a Lorca; seguía estrenando Buero;
Casona, de vuelta a España, conocía el éxito más lisonjero; se revelaba Gala y
se podía ver (adopto el orden alfabético) a Achard,
Albee, Anouilh, Arthaud, Baty, Beckett, Betti, Brecht, Camus, Claudel, Cocteau, Coward, Dürrenmatt, Fabbri, Faulkner, Frisch, Giraudoux, Ionesco, Marceau, Miller, O’Neill, Pinter, Pirandello, Priestley, Rice, Roussin, Sartre, Peter Weiss, Thornton Wilder y Tennesse Williams
[5]
.
En
su afán por dignificar la imagen de la gestión cultural del régimen, J. M.
García Escudero le ofreció a Buero Vallejo formar
parte del Consejo Superior de Teatro, cargo que éste rechazó
[6]
.
También invitó a colaborar a Laín Entralgo, el cual,
según explica el Director General, “incluso llegó a negarse a participar en la
discusión del proyecto de ley del teatro”
[7]
.
El intento por parte del franquismo de utilizar el arte de la oposición para
mejorar su propia imagen se refleja en las palabras de García Escudero acerca
de La caza, de Carlos Saura: “fue
presentada por los comunistas como una película antifranquista;
pero esa película la había autorizado, la había ayudado y la había puesto en
Berlín la Administración franquista”
[8]
.
García
Escudero quiso dar un aire “aperturista” al Teatro Nacional de Cámara y Ensayo
situando al frente del mismo a Víctor Aúz, antiguo
Jefe Nacional de Actividades Culturales del SEU, director de escena, guionista
cinematográfico, crítico teatral y, durante esta etapa, miembro de la Junta de
Censura teatral; al que también nombró comisario de los Teatros Nacionales,
cargo que se crea entonces
[9]
.
Según García Escudero, uno de los motivos para situar a Aúz en este cargo fue su edad; de hecho, otro de los rasgos característicos de esta
etapa sería el apoyo ministerial a los jóvenes creadores, enlazando así con el
falangismo de los primeros años.
Además
de la censura, el Ministerio intervenía en la actividad teatral mediante los
Teatros Nacionales, la participación en los Festivales de España y la concesión
de subvenciones a las compañías madrileñas para que realizaran giras. En cuanto
a los teatros oficiales, se intenta mantener una programación de cierta calidad
y prestigio, aunque prosigue el intervencionismo político, tal como comentaba
José Luis Alonso, director del Teatro María Guerrero en este período:
Las programaciones fueron siempre
coherentes, dignas y en el límite de lo que la censura podía permitir. Nunca se
me impuso desde arriba ninguna obra, a excepción de El zapato de raso. Pero de esa “imposición” hablaré más tarde. Lo
que sí podía ocurrir —y ocurrió en más de una ocasión— fue echarnos abajo
alguna comedia: Rosas rojas para mí,
de O’Casey, porque su estreno coincidiría con las huelgas de los mineros de
Asturias. O la prohibición de los últimos ensayos de El matrimonio de señor Missisipi, de Dürrenmatt, porque su adaptador, Carlos Muñiz, había
firmado un manifiesto contra el régimen o contra la censura, no recuerdo bien,
pero da lo mismo. [...] Otro éxito fue: El círculo de tiza, de Brecht, con el escándalo
de todos conocido
[10]
.
En 1966,
García Escudero preparó un proyecto de Ley de Protección al Teatro, para crear
un sistema análogo al realizado para el cine en 1964. En una entrevista
realizada por entonces, declaraba su intención de incrementar las ayudas al
teatro, crear Centros Dramáticos en distintas ciudades españolas, constituir
una Asociación de Espectadores, revisar el sistema de protección y ayuda a los
teatros de cámara, y atender al funcionamiento del Centro Español del Instituto
Internacional del Teatro. Su entrevistador, Gonzalo Pérez de Olaguer comentaba al respecto: “nunca se había abordado el
espinoso tema del teatro en España con tal altas miras como ahora. La ambición
de la nueva Ley escapa a cualquier previsión”
[11]
.
García
Escudero presentó el proyecto de ley en la primavera de 1967 ante el Consejo
Superior de Teatro y este fue aprobado, aunque caería en el olvido unos meses
después, cuando, en diciembre de ese año, fue cesado
[12]
.
Tras su cese, desapareció la Dirección General de Cinematografía y Teatro para
fusionarse durante un breve período con la de Información, a cargo de Carlos
Robles Piquer
[13]
.
Poco después, en enero de 1968, se crea la Dirección General de Cultura Popular
y Espectáculos
[14]
,
a cargo de Enrique Thomas de Carranza, al tiempo que la Subdirección General de
Teatro pasa a manos de Antolín de Santiago Juárez, a
quien también se nombra director del Organismo Autónomo de Teatros Nacionales y
Festivales de España.
Algunas
de las reformas que se efectúan durante este período formaban parte del proceso
de racionalización administrativa de las actividades de la censura, como la
aprobación en febrero de 1964 del Reglamento de Régimen Interior que regulaba
el funcionamiento de la Junta de Censura
[15]
,
la aplicación al teatro, con algunas particularidades, de las Normas de febrero
de 1963 para censura cinematográfica, la constitución oficial de la Junta de
Censura de Obras Teatrales, o la designación de los integrantes de la misma
[16]
.
En realidad, el funcionamiento de la Junta no varió en gran medida; únicamente
se regularon modos de actuar que ya existían de hecho.
La
reorganización de las Juntas de Censura de Cine y Teatro y la renovación de sus
miembros tenía como objetivo, señala García Escudero, sustituir a los
anteriores censores por “escritores y críticos de solvencia”
[17]
.
Continúa como responsable máximo de la Junta José María Ortiz, que ocupaba el
puesto de vocal nato como Jefe del Servicio (antes Sección) de Teatro, además
de actuar como Secretario suplente. También permanece Bartolomé Mostaza, que
actúa como Secretario. Entre quienes se incorporan en la etapa de García
Escudero se encuentran el profesor de literatura, guionista y crítico de cine
Florentino Soria (primero Secretario General y después Subdirector), y entre los
vocales, el periodista y escritor Sebastián Bautista de la Torre, el también
periodista, ensayista teatral, dramaturgo y grafólogo Arcadio Baquero Goyanes, el dramaturgo, periodista y crítico teatral Adolfo Prego de Oliver, el periodista Pedro Barceló Roselló, los escritores Florencio Martínez Ruiz y José Luis
Vázquez Dodero; así como los censores eclesiásticos
Jorge Blajot Pena, S.J. y
José María Artola Barrenechea, O.P.
Como
vocal propuesto por la Sociedad General de Autores figura el dramaturgo Carlos
Muñiz, el cual, según comentaba, aceptó el cargo por consejo de Buero Vallejo, con el fin de salvar obras que, de otra
forma, hubieran sido prohibidas
[18]
.
Antes de que se cumplieran seis meses desde su nombramiento, fue cesado a raíz
de haber firmado un escrito en defensa de los derechos de los mineros
asturianos. Le sucedería en el cargo el también dramaturgo Claudio de la Torre,
director del Teatro Nacional María Guerrero en la etapa anterior. Como vocales
circunstanciales se incorporan los eclesiásticos Luis González Fierro (Delegado Nacional de Cine, Radio y Televisión) y el
crítico de cine Carlos María Staehlin. También como
vocales circunstanciales se incorporan el periodista y crítico de cine Marcelo Arroitia-Jáuregui Alonso y el antes citado Víctor Aúz.
Ya
en 1966, se incorpora a la Junta el crítico y ensayista teatral Juan Emilio
Aragonés, y al año siguiente entran por primera vez dos mujeres censoras: María Luz Morales y María Nieves Sunyer Roig, ambas relacionadas
con el ámbito del teatro infantil. También en 1967 se reincorpora a la Junta el
crítico teatral del diario Alcázar,
Manuel Díez Crespo, así como el censor eclesiástico Jesús Cea Buján y el poeta Federico Muelas.
En
cuanto a la Comisión Permanente de Teatros Oficiales del Consejo Superior del
Teatro
[19]
(el cual quedaba definido como órgano consultivo en materias teatrales), en
1964 estaba formada por nombres tan conocidos en el mundo del teatro como el
crítico teatral Alfredo Marqueríe, el dramaturgo José
López Rubio, el director José Luis Alonso, el crítico teatral y novelista
Francisco García Pavón, el crítico literario Federico Carlos Sainz de Robles y
el actor y locutor Fernando Fernández de Córdoba; ya en 1966, se incorpora el
crítico teatral y adaptador Enrique Llovet.
3.1.
Las Normas de Censura de 1963
En
febrero de 1963 se emiten las Normas de Censura Cinematográfica, que un año
después se aplicarían al teatro
[20]
.
En el Informe sobre la Censura
Cinematográfica y Teatral elaborado por la Dirección General de
Cinematografía y Teatro se explica que el propósito del equipo que las preparó
fue elaborar “un verdadero Código Moral al servicio de la Sociedad”. Para ello,
se dice, “se estudiaron los códigos extranjeros de censura”, y en su redacción
participaron todos los miembros de la Junta de censura, una comisión especial
del Consejo Superior de Cinematografía, en la que figuraba el Asesor religioso
del Ministerio, y un representante de la Comisión Episcopal de Cine, Radio y
Televisión
[21]
.
Como veremos, la sola enumeración de las normas prohibitivas resulta
abrumadora, y hace pensar que uno de sus objetivos era el disponer de un
documento legal al que aferrarse cuando se tomaba la decisión de prohibir una
obra.
Las
Normas denominadas “generales”, según señala el autor del citado Informe, contenían los principios sobre
los que se fundamentaban todas las demás. En la primera de ellas se indica que
cada obra habría de juzgarse de modo unitario, no atendiendo a escenas sueltas,
y se dice que, en caso de que la obra en su conjunto se considerase “gravemente
peligrosa”, se prohibiría “antes que autorizarla con alteraciones o supresiones
que la modifiquen en manera sustancial”. En las normas siguientes, se pone
énfasis en aspectos morales: se dice que el mal puede aparecer como elemento
del conflicto dramático, “pero nunca como justificable o apetecible, ni de
manera que suscite simpatía o despierte deseo de imitación”; por el contrario,
la obra “debe conducir lógicamente a una reprobación del mal”. En caso de
reflejarse una conducta reprobable, “deberá hacerse de forma que ésta no
aparezca ante el espectador como objetivamente justificada”, aunque no se
prohíbe su presentación. Finalmente, la última de las normas era
suficientemente ambigua como para justificar cualquier decisión: “No hay razón
para prohibir un cine que se limite a plantear problemas auténticos, aunque no
los dé plena solución, con tal que no prejuzgue una conclusión inaceptable
según estas Normas”
[22]
.
Las
llamadas Normas de Aplicación concretaban los temas y situaciones que debían
prohibirse. Así, la primera de ellas prohibía la justificación del suicidio
(Norma 8ª, artículo 1º); del homicidio por piedad (8ª, 2º); de la venganza y
del duelo, excepto cuando se tratase de representar costumbres sociales de
épocas o lugares determinados (8ª, 3º); del divorcio, del adulterio, de las
relaciones sexuales ilícitas, de la prostitución y, en general, de cuanto
atentase a la institución matrimonial y a la familia (8ª, 4º); del aborto y de
los métodos anticonceptivos (8ª, 5º).
La
Norma 9 insistía en la sexualidad al prohibir la presentación de las
“perversiones sexuales como eje de la trama y aun con carácter secundario”, a
menos que estuviera exigida por el desarrollo de la acción y tuviera una clara
y predominante consecuencia moral (9ª, 1º); también por esta norma se prohibía
la presentación de la toxicomanía y del alcoholismo realizada “de manera
notoriamente inductiva” (9ª, 2º), y la presentación del delito de forma que,
por su carácter excesivamente detallado, pudiera difundir medios y
procedimientos delictivos (9ª, 3º). A continuación, se volvía a insistir en el
tema de la sexualidad al prohibir las imágenes y escenas que pudieran provocar
“bajas pasiones” en el espectador normal y las alusiones que resultaran más
sugerentes que la presentación del hecho mismo (10ª), así como las imágenes y
escenas que ofendieran “la intimidad del amor conyugal” (11ª). También la
violencia quedaba vetada, al prohibirse las imágenes y escenas de brutalidad,
crueldad y terror, presentadas de manera “morbosa o injustificada” y, en
general, las que ofendieran “la dignidad de la persona humana” (12ª); además,
el veto se extendía a las expresiones coloquiales y las escenas de carácter
íntimo que atentaran contra “las más elementales normas del buen gusto” (13ª).
Las
normas siguientes (14ª-19ª) se refieren sobre todo al tratamiento de las
cuestiones religiosas y políticas. En ellas se prohibía la presentación
irrespetuosa de creencias y prácticas religiosas (14ª, 1º); la presentación
denigrante o indigna de ideologías políticas y todo lo que atentara de alguna
manera contra instituciones o ceremonias “que el recto orden exige sean
tratadas respetuosamente”, con la indicación de que debería quedar clara la
distinción entre la conducta de los personajes y lo que éstos representan (14ª,
2º); el falseamiento tendencioso de los hechos, personajes y ambientes
históricos (14ª, 3º); las películas (u obras) que propugnen “el odio entre los
pueblos, razas o clases sociales” (15ª); las películas (u obras) cuya tesis
niegue el deber de defender a la Patria y el derecho a exigirlo (16ª); todo
cuanto atentara a la Iglesia católica, su dogma, su moral y su culto (17ª, 1º),
a los principios fundamentales del Estado, la dignidad nacional y la seguridad
interior o exterior del país (17ª, 2º), y a la persona del Jefe del Estado
(17ª, 3º). Además, serían prohibidas las películas (u obras) en las cuales la
acumulación de escenas en principio autorizables creara, por la reiteración, un
clima lascivo, brutal, grosero o morboso (18ª).
Finalmente,
se indica que estas normas serían empleadas con mayor amplitud cuando se
tratara de públicos minoritarios (19ª), si bien se aclara que las películas (u
obras) blasfemas, pornográficas y subversivas se prohibirían para cualquier
público. A las Normas se añaden algunas puntualizaciones, como es la de
aplicarlas “con la debida amplitud” en las obras clásicas del pasado, “teniendo
en cuenta el carácter especial que les dan el distanciamiento histórico y el
ánimo preceptivo del espectador, además de sus propias características de
lenguaje y situaciones”; también se introduce la posibilidad de supeditar el
dictamen al “visado” previo de la puesta en escena, que sería condición
indispensable en las obras pertenecientes al “llamado género frívolo, en sus
manifestaciones de revistas y variedades”. Las nuevas normas también
introducían modificaciones en la calificación de edad: si con anterioridad sólo
se diferenciaba entre espectadores mayores y menores de 16 años, a partir de
1963, las calificaciones de edad son tres: autorizado para todos los públicos,
para mayores de 14 años y para mayores de 18 años.
En
muchos casos, las Normas recogían criterios seguidos por los censores desde los
comienzos de su actividad. Su regulación no sólo no evitó las contradicciones
en los dictámenes de los censores, sino que las hizo más evidentes, ya que no
es extraño encontrar obras prohibidas por diferentes miembros de la Junta en
virtud a normas distintas y autorizadas a su vez por vocales que consideraron
que no incurrían en ninguna. Si hasta 1963 la censura teatral había carecido de
normas, las que se dictaron entonces fueron calificadas de vagas y ambiguas.
Así, Buero Vallejo criticó “la vaguedad de sus
normas, que permite aprobar, pero también prohibir, casi cualquier cosa y las
desigualdades de criterio que ello ha comportado en la práctica”
[23]
;
e igualmente, Lauro Olmo señaló que el “código del censor” se caracteriza por
tener “la imprecisión como norma de las normas”, por lo que “aquí sabemos qué
es lo que no puede hacer un español. Lo que nadie parece saber es lo que puede
hacer”
[24]
.
En
este sentido, García Ruiz señala que “el Régimen rehuyó la concreción de un
espacio normativo que le comprometiera y prefirió resolver cada caso en
concreto”, lo que le permitió conservar “el poder de controlar y dosificar el
rigor, según las necesidades de cada momento”
[25]
.
Por otra parte, esta indefinición de las normas está estrechamente relacionada
con la ausencia de un sistema ideológico franquista: las diferencias
ideológicas que existían en el propio seno del franquismo, y la Junta de
Censura no había de ser una excepción, dieron lugar a diferentes
interpretaciones de las normas. No obstante, ante estas divergencias, van a
prevalecer, en la mayoría de las ocasiones, los criterios más intransigentes,
al igual que en etapas anteriores.
3.2.
Los límites de la “apertura” teatral
El
carácter “aperturista” que se quiso imprimir a la censura de cine y teatro en
estos años provocó el rechazo de la jerarquía eclesiástica. De hecho, el Informe sobre la Censura Cinematográfica y
Teatral antes citado se redactó con la finalidad de dar respuesta a las
acusaciones de los obispos. En realidad, buena parte de los argumentos
expuestos en este documento interno contradicen dicho discurso “aperturista” y
muestran el difícil equilibrio que la censura hubo de mantener a partir de
entonces. Según se indica en el citado Informe,
poco después de introducirse los citados cambios, se publicaron tres documentos
episcopales en los que se reprobaba severamente la nueva orientación de la censura
cinematográfica y teatral.
En
dichos documentos se acusaba a los políticos “aperturistas” de “ofrecer al
espectador aquellas producciones que por su contenido y expresión invaden el
campo de la moral católica, para profanarle con escándalo, y herir las
conciencias”, y de haber dado entrada “a lo soez, a la ridiculización de
nuestras más vivas creencias, a la corriente de porquería desbordada”
[26]
.
Se les reprochaba igualmente de mantener un “criterio demasiado abierto y
conformista” que “parece ir como a remolque de la moral dictada por las
conveniencias, y se distingue por una cobardía notable”, y cuya consecuencia es
“que se están envenenando paulatina pero eficazmente las conciencias de los
espectadores de cine, especialmente las de la juventud”
[27]
.
Para
desmentir estas acusaciones, en el citado Informe
[28]
se aporta un resumen de la labor del nuevo equipo en sus dos primeros años de
ejercicio, en el cual se refleja que cerca del nueve por ciento de las obras
presentadas habían sido prohibidas, y que casi el cuarenta por ciento de las
autorizadas, lo habían sido con cortes
[29]
.
Para apoyar su argumentación, el autor señala también que, de las obras
estrenadas en Madrid en 1961 (año anterior a la entrada del nuevo equipo),
quince de ellas habían sido prohibidas por la censura de la Iglesia; mientras
que en 1963 sólo siete habían recibido esa calificación
[30]
.
A partir de estos datos, el autor concluye:
La censura actual, por consiguiente,
no ha sido sólo “apertura”. Ha prohibido; y cuando está justificado, ha prohibido
más y creemos que mejor, no por otra razón, quizá, sino la de disponer de unas
normas que antes faltaban
[31]
.
Además,
hacía constar que la censura se había endurecido en la revista, con el fin de
evitar el “achabacanamiento” a que había llegado este género: “en lo que se
refiere al género frívolo o de revista, la censura ha sido, no más amplia, sino
más severa”
[32]
.
Por otra parte, advertía que el nuevo equipo había elevado la edad para adultos
de
16 a
18
años, “dando así satisfacción a una aspiración que en los medios católicos se
venía manifestando en vano desde hacía varios años”
[33]
.
Contra la acusación de inmoralidad, establecía una distinción entre obras
“fuertes” e “inmorales”, basándose en los mensajes de Pío XII:
[…] una película puede ser “fuerte” y,
sin embargo, ser muy moral, si, de acuerdo con las enseñanzas de S.S. Pío XII
en sus dos mensajes sobre el film ideal, el mal se presenta como algo
detestable, de modo que no sea nunca justificable o apetecible, no suscite
simpatía ni despierte deseo de imitación (Norma 2ª). En cambio, una película
aparentemente “rosa” puede ser muy peligrosa por su fondo.
A
continuación, contradiciendo una vez más el discurso “aperturista”, se explica:
“Los Órganos actuales de censura (sin descuidar los peligros formales) han
cuidado especialmente los aspectos de fondo, y en este sentido se puede
asegurar sin titubeos que han extremado el rigor con relación a cualquier otro
período”. Así, admitía que se habían autorizado “obras crudas, ásperas y
desagradables”, que podían “escandalizar indebidamente a ciertos espíritus”,
pero la censura no podía actuar “pensando solamente en una clase de
espectadores”, y explicaba las consecuencias negativas que podía traer consigo
una actuación excesivamente severa:
Alimentar a los menores con los platos
fuertes de los mayores sería indigestarles, pero reducir a los grandes al
régimen de los párvulos sería condenarlos a una perniciosa anemia espiritual. A
algunos habrán dañado ciertas escenas, pero ¿a cuántos no ha alejado de la fe
la falta de ciertas escenas? Por otra parte, muchos escándalos sinceros ¿se
habrían producido si tantas energías gastadas en censurar a la censura se
hubiesen aplicado a formar a los espectadores, y en vez de cultivar su sentido
negativo de las cosas se les hubiese enseñado a descubrir lo positivo, con lo
que de paso se habrían limpiado muchas miradas turbias? En todo caso, la
censura debe limitarse a prohibir lo gravemente peligroso y no puede entrar en
otros aspectos, aunque tampoco sea inoportuno recordar, para terminar, que,
respecto de ciertas obras crudas pero no inmorales, cuya prohibición las habría
aureolado de una peligrosa leyenda, ha bastado su autorización para disipar el
mito creado en torno a ellas y para provocar una rápida reacción en nombre del
buen gusto, reacción tanto más valiosa cuanto más espontánea
[34]
.
En
cualquier caso, admitía que la censura era un terreno en el que cabía una gran
subjetividad: “Se trata de materia donde el juicio individual y subjetivo tiene
tanto papel que las discrepancias de opinión son de hecho inevitables”
[35]
.
El autor del Informe señalaba además
la necesidad de la autocensura individual:
No se haga, pues, responsable al
Estado de lo que es pura y estricta responsabilidad de los individuos. El
ejercicio de la censura, como el ejercicio del poder en general, se debe
sujetar a un respeto máximo de la libertad ajena, a la que se puede oprimir por
razón de bien común, pero sólo hasta donde el bien común lo exija y aspirando
siempre a que la coacción sea sustituida progresivamente por la ley interior de
la conciencia individual
[36]
.
En
definitiva, y contra lo que se quería aparentar en otros ámbitos, aquí se afirma
que la censura española era lo suficientemente severa como para no admitir
comparación con lo que podía verse por entonces “por las salas del mundo”:
Digamos, para terminar estas
observaciones previas, que, sin perjuicio de lo dicho sobre las diferencias
entre la censura de la Iglesia y el “mínimo” que debe asegurar la censura del
Estado, la censura oficial española ha puesto el “mínimo” muy alto; lo
suficientemente alto para que carezcan de fundamento equiparaciones como la que
el tantas veces citado documento episcopal establece entre la situación del
espectáculo cinematográfico en otros países y la situación en España. Nadie,
medianamente informado de lo que verse por las salas del mundo, puede
establecer seriamente tal comparación
[37]
.
Las
reformas no sólo fueron criticadas por los sectores más conservadores; también
hubo críticas por parte de quienes deseaban una mayor liberalización. Así, a
las acusaciones antes referidas, el autor del Informe, argumentaba que “Ya es significativo (como ha ocurrido también
en cine) que no hayan sido menores las protestas de otro tipo, que acusan a la
censura de rigor excesivo”. Entras quienes lamentaban la tibieza de las
reformas se encontraba el presidente la Sociedad General de Autores, Joaquín
Calvo Sotelo, quien escribió protestando contra la
prohibición de varias obras
[38]
.
En su escrito, Calvo Sotelo afirmaba:
La minuciosidad y particularismo con
que se analizan cada una de las frases y palabras de las obras presentadas, lo
cual les da a éstas las más sorprendentes interpretaciones, permite afirmar que
ninguna de las autorizadas hasta hoy para su representación ha dejado de ser
mutilada y sufrir cortes de mayor o menor importancia. […] La Sociedad de
Autores de España prestará siempre su más entusiasta apoyo para la eliminación
de aquellas de torpe o grosera expresión, pero se duele profundamente de que la
forma en que se aplica la censura en España irrogue profundos daños al
patrimonio creador de los autores
[39]
.
En
fin, el difícil equilibrio que hubo de mantener la censura y sus argumentos a
veces escolásticos quedan plasmados a la perfección en el siguiente escrito del
censor religioso Carlos María Staehlin, publicado en
la revista Razón y Fe:
El nuevo paso de la censura no ha sido
desviarse a la derecha o a la izquierda, ha sido un paso adelante, un paso al
frente. Ni se ha querido abrir ni se ha querido cerrar. Lo único que se ha
pretendido y realizado ha sido adecuar de una manera más inteligente la
moralidad de la película al espectador normal de distintas edades, con el sano
deseo de servir mejor al bien común
[40]
.
3.3.
Las consecuencias de la “apertura” en el teatro español
Durante
este período se recupera a algunos autores de prestigio internacional hasta
entonces vetados en la escena española. En 1965 se estrena por primera vez en
España un texto de Bertolt Brecht, La ópera de tres peniques, y al año
siguiente se estrenaría Madre Coraje,
en versión de Antonio Buero Vallejo. Otro montaje
emblemático de estos años sería el Marat-Sade, de Peter Weiss
[41]
,
en versión de Alfonso Sastre. También en este período subieron a los escenarios
varias obras de Jean-Paul Sartre,
como A puerta cerrada y Las manos sucias
[42]
,
adaptadas por Alfonso Sastre, el cual, sin embargo, encuentra serias
dificultades para estrenar sus obras originales. El propio Sastre habla de una
“liberalización de fachada”, ya que, en su opinión, esta apertura hacia el
teatro extranjero coincide con una mayor restricción para el teatro escrito en
nuestro país:
[...] hoy se da una mayor rigidez en
la censura para los autores españoles y una apertura para el teatro extranjero
y para la crítica periodística: los autores españoles somos menos libres aún
que antes. No es sólo que la censura previa obligatoria continúe, sino que se
ha endurecido para nosotros mientras se ha ablandado (“liberalización de
fachada”) para las importaciones culturales: algo de Brecht,
algo de Sartre, Weiss...
[...]. Por lo demás, las posiciones trabajosamente ocupadas en el teatro eran
tan insignificantes que nuestra desaparición no ha producido ni la más ligera
sensación de vacío
[43]
.
También Buero Vallejo insistiría en este aspecto; al
contestar a la pregunta de si la “apertura” había supuesto, en su opinión, una
mayor tolerancia por parte de la censura, decía lo siguiente:
Sin duda, pero no regulada por
criterios coherentes. De modo que había aprobaciones realmente sorprendentes
por su amplitud —por ejemplo, de obras anteriormente prohibidas— como de
prohibiciones incomprensibles de obras de escaso peligro al parecer. Ahora
bien, desde antes incluso de esa “apertura” a que se refiere se pueden advertir
tolerancias censoras crecientes, porque el régimen
necesitaba mejorar ante el extranjero su fisonomía
[44]
.
En
efecto, a partir de este período comienzan a autorizarse ciertos textos de Sartre, Brecht, o Weiss, en algunos casos adaptados por los dramaturgos
españoles aquí estudiados, mientras se retienen o prohíben algunos de los
textos originales de estos dramaturgos. Uno de los principales argumentos para
autorizar estas obras fue la lejanía de su contexto. Por citar un ejemplo, de Muertos sin sepultura, de Sartre, se dijo que su mayor problema estribaba “en la
oportunidad del tema y en el riesgo de su tratamiento escénico, con castigos y
torturas a la vista del espectador”; sin embargo, quienes la autorizaban,
argumentaban que la acción no transcurría en España: “la localización de los
hechos en la Francia ocupada no deja lugar a dudas ni admite paralelismos con
nuestra situación” (J. E. Aragonés).
También
operó a favor de su autorización el prestigio de estos autores y la resonancia
que podía alcanzar el hecho de que se prohibiera la representación de obras
clásicas del teatro contemporáneo: así, Florentino Soria se refirió a Madre Coraje, de Brecht,
como una “obra capital” cuya autorización resultaba “conveniente”, pues
quitaría “motivos a una propaganda adversa”. En algunos casos, los censores
elogian abiertamente estos textos y llaman la atención sobre el prestigio de
sus autores; así, al informar sobre A
puerta cerrada, de Sartre, P. Barceló escribió:
“Su calidad dramática y el valor metafísico de la obra, aparte de la
importancia del autor, creo que permiten perfectamente la aprobación”. El
prestigio del autor también animó a María Luz Morales a defender que este
teatro debía representarse en España: “Yo creo que debe autorizarse, pues si es
cierto que el teatro de Sartre nos llega tarde, en mi
modesta opinión no debe escamoteársele a nuestro público”. Igualmente, al
enjuiciar Las moscas, Elorriaga la describió como “Obra de indudable importancia
y categoría, de tema obviamente difícil pero de indudable fuerza”, y Soria
escribió que, aunque la obra contradecía “al dogma católico”, todo quedaba
expuesto “a una escala intelectual y con la altura literaria propia del autor”.
E igualmente, acerca de Madre Coraje,
S. B. de la Torre escribiría que “tampoco tengo reproches graves para la
posición antibélica y antimilitarista de la obra,
salvadas con la indudable categoría del autor”.
Otro
argumento para autorizarlas fue el de su condición de obras minoritarias para
públicos formados: así, para autorizar Madre
Coraje, se argumentó que “el pueblo no comprende la tesis de la obra”, y
“los que la comprenden ya la conocen en gran parte sin necesidad de esperar al
estreno teatral” (L. González Fierro); de A puerta cerrada, se dijo que, desde el
punto de vista “moral”, no sería “gravemente perjudicial para públicos formados
como serían aquellos que, sin duda, asistirán a la representación de una obra
de este género” (M. A. Zabala), y de Muertos sin sepultura, se dijo que
trataba de conceptos ya conocidos “para el espectador cultivado” (F. Soria).
En
realidad, hay censores que, al margen de lo que la autorización de estas obras
supusiera de campaña de imagen para el régimen, no encuentran motivos para
prohibirlas. Las opiniones en algunos casos fueron dispares; así, en la lectura
de Madre Coraje, hubo quien la
consideró “antimilitar”, “en buena parte antirreligiosa”, “rotundamente
marxista” y “absolutamente pesimista” (Marcelo Arroitia-Jáuregui),
y en el extremo contrario, podemos leer en otro de los informes esta
sorprendente afirmación: “Madre Coraje es infinitamente más aceptable desde el punto de vista moral que otras comedias
de autores conservadores” (Adolfo Prego). E
igualmente, acerca de La p… respetuosa,
Federico Muelas escribiría: “Me parece, sencillamente, una creación genial que
debe darse tal como ha sido escrita y que encierra una poderosa lección que me
atrevo a calificar de teológica”. En el caso de Muertos sin sepultura, el jefe del Servicio de Teatro, José María
Ortiz, consideraba que los valores que allí se proponían no tenían por qué ser
exclusivos de la izquierda:
No veo clara su prohibición; de este
acuerdo podrían extraerse muy negativas consideraciones conociendo lo que la
obra es, y el tremendo alegato que encierra, tan ligado a básicos y
humanitarios principios de los que, por una serie de circunstancias, cuyos
análisis no son del caso, parece que sólo pueden hacerse portavoces aquellos
sectores de significado político marxista.
Pero
también en estos años hay censores que se oponen a la autorización de muchas de
estas obras (así, por ejemplo, las de Jean-Paul Sartre se encontraron con la firme oposición de uno de los
censores religiosos, que recordaba que la producción de este autor había sido
incluida en el Índice de Libros
Prohibidos), o las autorizan a pesar de que las encuentran reprobables
(así, de La p… respetuosa, se dijo
que era un texto “demagógico y crudo de situaciones”, y en Las moscas, varios censores encontraron reparos de tipo religioso por
tratarse de una obra de “tesis atea”). En algún caso se teme la reacción
negativa del público más conservador: “desde un punto de vista de política de
opinión pública su aprobación no dejará de tener informaciones críticas
negativas”, señalaría el religioso Artola acerca de A puerta cerrada. E incluso se autorizan
algunas obras y se prohíben otras, en un intento de dosificar las
representaciones de ciertos autores: así, al dictaminar sobre La p… respetuosa, Artola señaló que “la pieza en cuanto tal” podía autorizarse, pero no le parecía
“oportuno” que se realizara “una reiterativa aparición de piezas de Sartre”. Esta disparidad de criterios es habitual en todos
los períodos; lo que cambia según las circunstancias políticas es la decisión
final de autorizar o prohibir, cuando hay argumentos que apoyarían ambas
decisiones.
El
régimen se valía de estas representaciones para despojarse de su imagen
totalitaria. Refiriéndose a las circunstancias de su montaje de Marat-Sade (1968),
de Peter Weiss, en versión
de Alfonso Sastre, Adolfo Marsillach comentaba que,
mientras se estaba representando esta función en Barcelona en enero de 1969, el
propio Weiss vetó su representación como protesta por
el estado de excepción que por entonces sufría el país, ante lo cual el propio
ministro de Información le solicitó que se siguiera representando, para dar una
imagen de normalidad:
[...] aunque consideraba la decisión
de Weiss equivocada —políticamente parecía el momento
más adecuado para continuar escuchando el texto de la obra—, creí que tenía el
deber de aceptar la voluntad del autor. Alfonso Sastre y yo intentamos ponernos
en contacto con Peter Weiss,
pero no estaba en Estocolmo y no lo conseguimos. Para acabar de complicarlo
todo, me telefoneó desde Madrid Carlos Robles Piquer pidiéndome en nombre de Fraga que continuase representando Marat-Sade. (La confusión era total: Weiss quería protestar, el Gobierno pretendía dar una
imagen de normalidad y yo opinaba que convenía seguir con el espectáculo
precisamente para que el público meditase sobre lo que estaba sucediendo en el
país). Robles Piquer llegó a decirme:
—Si suspende usted Marat-Sade lo entenderemos como un gesto de
enfrentamiento político.
Lo pensé, lo medí y cerré los ojos: ni
quise oponerme a los deseos —por muy erróneos que me parecieran— de Weiss, ni aceptar las “órdenes” de Robles Piquer. Reuní a los técnicos y actores del espectáculo en
el escenario del Poliorama, les conté lo que estaba
pasando y la decisión que había tomado. Aquella noche dimos la última
representación de Marat-Sade
[45]
.
La
representación de esta obra acabó convirtiéndose en un verdadero acontecimiento
colectivo que explica el temor de los censores a la reacción del público en
ciertos espectáculos:
Advertí enseguida que aquella función
iba a transformarse en un acto de oposición al régimen. Y así fue. Los aplausos
y vítores fueron continuos. (Incluso extemporáneos, como cuando algunos
espectadores empezaron a corear con los intérpretes “¡La propiedad es un robo!”
sin que viniese muy a cuento). El espectáculo terminaba en un delirio general.
[...] Aprovechando la histeria colectiva de la última escena con todos los
intérpretes repitiendo obsesivamente “Charenton, Charenton, / Napoleón, Napoleón / la Nación, la Nación /
Revolución, Revolución / Copulación, Copulación”, yo dejaba caer sobre el patio
de butacas y desde los pisos altos del Teatro Español unas octavillas de papel
cebolla incitando a la Revolución... francesa, naturalmente. Alguien —un grupo,
supongo— que había visto la representación del día anterior utilizó este efecto
teatral para mezclar con nuestros papeles otros de extrema izquierda atacando a
la dictadura del general Franco. A partir de este momento ya nada pudo
contenerse y la marea política estuvo a punto de llevársenos a todos por
delante. (Por desgracia, como consecuencia de mis ajetreados cambios
domiciliarios, he perdido una foto en la que se veía a Carlos Robles Piquer —director general de teatro en aquella época y
cuñado, entonces como ahora, de Manuel Fraga aplaudiendo puesto en pie y
rodeado de espectadores con el puño en alto).
[...] Las consecuencias de tan
sobresaltada función no se hicieron esperar. La tercera representación en
Madrid fue tomada físicamente por funcionarios de las Fuerzas de Seguridad
[...] y la taquilla fue cerrada
[46]
.
En
los informes de estos años encontramos varias muestras del temor de los
censores hacia la repercusión pública de estos estrenos, aunque será sobre todo
a partir del período siguiente cuando encontremos un importante número de
comentarios que muestran el temor a que la representación de ciertas obras
pudiera convertir estos actos en “mítines”.
Los
historiadores más críticos hacia el régimen franquista han insistido en esta
falsa apariencia de la apertura, más vinculada a una campaña de imagen del
régimen que a libertades reales. Román Gubern,
refiriéndose a la censura de cine, señala que fue “tan vasta, tentacular y proteiforme durante la era de García Escudero como lo había
sido antes”
[47]
.
Según el propio Director General, Doménec Font le presentaba como “el ejecutor que materializó la
fórmula lampedusiana de cambiarlo todo para que nada
cambie”
[48]
.
En sus memorias, lógicamente, J. M. García Escudero nos ofrece una visión
distinta, según la cual esta “apertura” fue real y fruto de su labor personal y
la de sus colaboradores en la Dirección General de Cinematografía y Teatro
[49]
.
García Escudero realizaba una defensa de la postura posibilista y equiparaba, de forma algo forzada, la postura de Buero Vallejo como creador a la suya como político. Así,
señalaba la necesidad de “prescindir de ideales absolutos para contentarse con
objetivos limitados y concretos, y sacrificar las actitudes espectaculares a
las menos brillantes, pero eficaces”
[50]
.
Centrándonos
en los autores aquí estudiados, los expedientes muestran que durante esta etapa
se autorizan, en efecto, algunas obras prohibidas anteriormente, como Aventura en lo gris, de Buero Vallejo, o Vagones
de madera y El círculo de tiza de
Cartagena, de Rodríguez Méndez, pero también se prohíben otras como El milagro y La condecoración, de Lauro Olmo, y se retienen La doble historia del Dr. Valmy de Buero Vallejo, Bodas
que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga de
Rodríguez Méndez, y El arquitecto y el
emperador de Asiria de Fernando Arrabal. Resulta
significativo que fuera el propio García Escudero quien solicitara al Director
General de Información, Carlos Robles, que a partir de la representación en el
Ateneo de Madrid de Ceremonia por un
negro asesinado, de Fernando Arrabal, esta institución, hasta entonces
libre de censura, se atuviera a los mismos condicionamientos que el resto de
locales
[51]
,
así como que escribiera personalmente al ministro Manuel Fraga solicitando que Plaza Menor, de Lauro Olmo, continuara
prohibida.
También
resulta significativa la actitud de los nuevos gestores frente al teatro del
exilio republicano de 1939. En este período se presentan por primera vez textos
de algunos de los autores más significativos, como Max Aub o Rafael Alberti, que serán vistos con gran
desconfianza. En 1963 se presentan por vez primera a censura dos obras de Aub, que serán supervisadas por el propio Director General:
su decisión sobre una de ellas, Espejo de
avaricia, a pesar de haber sido escrita con anterioridad a la guerra civil
y de carecer de implicaciones políticas, fue la de “dar largas”. Ya tras su
cese, en 1968, se presenta por primera vez a censura una obra de Alberti, El adefesio: aunque fue autorizada, el
grupo que la presentó, “Gogo”, fue objeto de un
informe por parte de la Sección de Teatro antes de emitir dictamen.
Por
otra parte, durante esta época persiste la utilización del teatro como medio de
propaganda, iniciada en los primeros años. La importancia que el régimen de
Franco concedía al teatro como instrumento político se refleja no sólo en su
resistencia a la representación de ciertas obras, sino también en la
utilización de otras. Parece demostrado que fue el ministro Fraga Iribarne quien impuso la programación en el Teatro Nacional
María Guerrero de El zapato de raso,
de Paul Claudel. Las
palabras del ministro en el programa de mano de esta obra evocan el discurso
imperialista utilizado durante la guerra y la inmediata posguerra: “Nunca el
espíritu del Barroco católico y español ha sido mejor reflejado que en este
drama grandioso”. Según el ministro, en este drama “España aparece estremecida,
entre sus intereses políticos y su vocación evangelizadora, entre su Imperio y
su Cruz, entre Don Quijote y Sancho, como realmente lo estuvo en los momentos
más grandes de su Historia”. Igualmente, recordaba que Claudel fue “el autor del gran poema ‘A los mártires de España’”. Por si fuera poco, el
programa iba acompañado de unas palabras de José María Pemán,
el cual recordaba igualmente que el autor francés “Cantó a los ‘Mártires del
Alcázar’ a contrapelo con sus amigos con el mismo furor con que prodigó
palabrotas e insultos, a Voltaire, Renán, a Víctor Hugo: casi como un integrista español”.
Así
mismo, Marsillach sugiere en sus memorias que es
posible que el ministro Fraga participara directamente en la programación del
ataque al Opus Dei que
supuso el montaje del Tartufo dirigido por él:
El éxito fue resonante y el público
acudía a la Comedia como quien asiste a un mitin en un país en el que,
obviamente, los mítines de la oposición no estaban permitidos. Una tarde se
presentó el ex ministro Fraga. Como el espectáculo se iniciaba con los
intérpretes recibiendo a los espectadores en el vestíbulo del teatro, se
dirigió hacia mí y me comentó:
—Vengo a ver este Tartufo que dicen que he organizado con ustedes.
Entonces no lo sospeché, pero ahora
—meditando sobre aquel acontecimiento— no estoy seguro de que entre Fraga y Llovet no existiera un pacto que yo ignoraba
[52]
.
Para
comprender los límites reales de la “apertura” en cuestión, nos parece
importante resaltar el testimonio de otro de sus protagonistas, Víctor Aúz, testimonio de excepción por haber formado parte de la
Junta de Censura (en la que destaca por ser uno de sus miembros con menos votos
prohibitivos), al tiempo que participó muy activamente en la “apertura” teatral
desde su labor como Comisario General de Teatros Nacionales
[53]
.
Un año después de su dimisión
[54]
,
en diciembre de 1968, Aúz denunciaba el inmovilismo
del teatro español en un contexto de “plena conmoción política, social,
económica, religiosa”, al tiempo que evaluaba las dificultades a las que se
enfrentaba cualquier intento de renovación en la escena española, entre las que
citaba a la propia censura:
Por una parte, la falta de formación y
escasez de público a todos los niveles; además, la ceguera y falta de amor al
teatro de la mayoría de los críticos; la desasistencia moral y económica por
parte de los organismos oficiales, de las entidades y empresas privadas, de la
universidad, de la sociedad en bloque. Aunque esté en la mente de todos, se
hace necesario citar en este balance a la censura, pero no sólo a la censura
oficial, legalmente establecida, sino también a todas esas “censuras”, más o
menos poderosas, que se ejercen en España y que varían considerablemente con
los años o de unas a otras ciudades. Para terminar —y otra vez, por si fuera
poco— existen además otras dificultades de tipo gubernativo, como las
condiciones que la Ley de Espectáculos exige a los locales para ser
considerados aptos para representaciones teatrales, y de orden sindical, como
la necesidad de un carnet profesional para los
componentes de estos grupos [...]
[55]
.
En
el mismo artículo, mostraba su decepción por la imposibilidad de llevar a cabo
su proyecto bajo el control directo del Estado:
Parece claro que esto, en su todo o
parcialmente, está fuera del alcance de los teatros independientes tal como
hasta ahora han funcionado y me temo que continuará siendo una meta inasequible
mientras dure la actual situación. Pero me pregunto si estará al alcance de un
Teatro Nacional, es decir, subvencionado y controlado muy de cerca por el
Estado. Mi experiencia personal es absolutamente negativa. Se nos permitió
intentarlo mientras todo parecía el juego de unos muchachos ardorosos llenos de
buenas intenciones, pero se nos impidió continuar cuando para muchos el Beatriz
se convirtió en el teatro más atractivo de Madrid. Al principio, todo fueron
facilidades, pero cuando comenzaron a sonar las voces escandalizadas de
siempre, las que nunca enronquecen por mucho que griten, comenzaron las
limitaciones asfixiantes hasta el punto de hacernos abandonar la tarea, tal vez
en su momento crítico
[56]
.
A Aúz le siguió en el cargo Mario Antolín
[57]
.
En su primera temporada, el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo abandonó el
Beatriz e hizo del Teatro Español su nueva sede, lo que suponía un precio
superior al doble del anterior y tan sólo tres representaciones por cada
espectáculo, además de desplazar los coloquios a la Escuela Superior de Arte
Dramático. Aunque la necesidad de mantener un continuo equilibrio entre
“aperturismo” e “inmovilismo” ya no abandonará al régimen hasta el final,
podemos afirmar que este retroceso en el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo
está ligado a otro de carácter más general, marcado por el fin de la etapa
“aperturista” del franquismo y el ascenso político de los llamados
“inmovilistas”, encabezados por Carrero Blanco.