Berta Muñoz Cáliz
El teatro crítico español...
     

Capítulo tercero

LOS ESTRICTOS LÍMITES DE LA “APERTURA”

2. La “apertura” informativa y su repercusión en la vida cultural

Tal como señala Fusi, el fracaso de la cultura oficial franquista se había consumado a mediados de la década de 1960, en la que comienza a tomar una relevancia cada vez mayor la cultura liberal que enlazaba con la tradición anterior a la guerra [1] . De hecho, en los años sesenta al régimen sólo le quedaba confiar en el evidente divorcio entre la cultura de masas y la cultura de las minorías, que aún se reforzó con la creación en 1956 de Televisión Española, que se convertiría en el principal elemento de la subcultura popular [2] .

Con el fin de despojar al régimen de su imagen totalitaria y antidemocrática, se llevan a cabo algunas reformas en la censura y se lanza la idea de que el país entra en un proceso de “apertura”, término clave de la política informativa de estos años, cuyo máximo exponente es la Ley de Prensa de 1966. Ben Amí señala algunos ejemplos significativos de esta liberalización:

La liberalización —intento vacilante y forzado de adaptar la vida de la sociedad y del Estado al nivel de desarrollo económico— se había convertido en un tema de candente actualidad. Los servicios de comunicaciones, por ejemplo, se hicieron más elásticos y, a fines de 1962, Fraga permitió, por primera vez, que la prensa informara sobre la existencia de huelgas, [...] Por primera vez también se permitió la traducción al castellano de los escritos de Carlos Marx y la edición de las arengas revolucionarias de Fidel Castro. Se autorizó la traducción al catalán de las mejores obras de la literatura y el pensamiento universales; aumentó el número de fascículos locales de crítica a la política social y económica del gobierno, sobresaliendo especialmente la obra de Ramón Tamames, que recurrió al ejemplo marxista para criticar el plan del Opus Dei. La estadística señalaba un incremento del 29 por 100 en la edición de libros durante los primeros tres años de Fraga al frente del Ministerio de Información. La aparición en 1963 del semanario liberal Cuadernos para el Diálogo fue un paso adicional en ese sentido [3] .

Por otra parte, el contacto con el exterior propiciado por el turismo y la emigración trajo consigo nuevas formas de sociabilidad y nuevos hábitos contrarios a la ideología oficial del nacional-catolicismo, lo que contribuyó a alejar a los españoles de la religión tradicional y provocó respuestas como la del obispo de Ibiza:

Estos indeseables con su indecoroso proceder en las playas, bares y vía pública y, más aún, con sus hábitos viciosos y escandalosos, van creando aquí un ambiente maléfico que nos asfixia y no puede menos que pervertir y corromper a nuestra inexperta juventud. Nadie se explica por qué se autoriza aquí la estancia de féminas extranjeras, corrompidas y corruptoras, que sin cartilla de reconocimiento médico, vienen para ser lazo de perdición física y moral de nuestra juventud [4] .

La propia “apertura” de los medios de comunicación, a pesar de sus limitaciones, se encontrará con la oposición de los sectores más reaccionarios del régimen.  Según comentaba García Escudero, el obispo de Las Palmas ordenó que se negase la absolución a quienes acudieran a ver las películas “inmorales” que se proyectaban en el Festival de Nuevos Valores Cinematográficos, en el que, por primera vez en el franquismo, se pudieron ver algunos desnudos. Pero como afirmaba el Director general, “el obispo de Canarias no estaba solo”:

En seguida surgieron las acusaciones a los “tontos útiles”, que estábamos haciéndole el juego al marxismo, y cartas como la del que pedía cuentas al ministro por el “pecado colectivo de toda una nación y la condena eterna de muchos de sus habitantes”, o el que, más caritativamente, se dolía al pensar “en las almas de los españoles y en las de ustedes”. Y, para combatir al “demonio”, El Cruzado Español tocando a rebato: “En pie, cristianos: España os necesita!: porque, “desde principios del presente año, los muros de contención se han roto y el cieno que antes no traspasaba nuestras fronteras se esparce por doquier”; y la publicación pedía a Dios que perdonase a tantos responsables y auguraba “una nueva matanza de sacerdotes y la quema de conventos” [5] .

En 1959, presionado por el giro político que parecía tomar el franquismo, el ministro Arias Salgado inició los trámites para elaborar una nueva “Ley General de Información” [6] . Por entonces, la rigidez de la censura era objeto de críticas, incluso por parte del propio régimen. En noviembre de 1960 numerosos escritores e intelectuales de primera línea —entre los que se encontraba incluso el nada sospechoso José María Pemán— firmaron una petición en favor de una reglamentación más cuidadosa de la censura, con garantías judiciales e identificación pública de los censores [7] .

Según se indica en el Anteproyecto de Ley de Bases de la Información [8] , la ley proyectada en 1959 suponía “una nueva y completa regulación jurídica de todos los instrumentos y órganos informativos y de las actividades relacionadas directamente con estas  materias”, que afectaría de forma global a todos los medios: prensa, radio, cine, televisión, teatro, libros, etc [9] . La relevancia que se concede al teatro dentro del conjunto de los medios de comunicación es escasa, tal como revela la composición de la comisión especial, en la que no se menciona explícitamente a ningún representante de esta actividad, a diferencia de lo que sucede con otros colectivos. Dicho Anteproyecto partía de una aceptación de la anterior legislación en sus rasgos fundamentales y de una actitud reacia a cualquier cambio, como evidencia su punto primero: “El sistema legal y los procedimientos, hábitos y usos que vienen rigiendo en materia de información y que tienen como base la Ley de Prensa de 22 de abril de 1938 arrojan un saldo eminentemente positivo” [10] . Sus sucesivos borradores serían objeto de críticas por parte de distintos sectores del régimen, como el representado por Manuel Fraga, quien lo calificó de “un texto ‘excesivamente de principios’ e incompleto” [11] , o los obispos, para quienes la promulgación de una nueva ley de información era “inaplazable” [12] ; estos, según sus propias declaraciones, intervinieron de forma muy activa en este proceso, procurando evitar el carácter totalitario de la anterior Ley [13] . Otro de los participantes más proclive a eliminar la censura previa fue el propietario del diario ABC y dramaturgo Juan Ignacio Luca de Tena [14] .

La nueva Ley aún estaba en camino cuando Arias Salgado dejó el Ministerio en julio de 1962 [15] . El nombramiento de Fraga Iribarne como ministro de Información y Turismo tenía por cometido, según S. Ben Amí, promover el comienzo de una época de “liberalización”:

Fraga [...] tenía un enfoque tradicional y muy conservador sobre la historia de España: los principios básicos del franquismo eran siempre de su agrado. En los años 60 y 70, por razones de pragmatismo, habría de hablar sobre un “poco” de democracia para frenar las tendencias revolucionarias. Se habría de convertir en símbolo, asimismo, de la metamorfosis “aperturista” del franquismo y en el vaticinador de la “democracia española” sui géneris, que obstruiría el camino de la izquierda extrema, del separatismo y de los remanentes del fascismo [16] .

Según Payne, la administración que Fraga ejercía de la censura era ligeramente más moderada que la de su antecesor; procuró “poner al régimen al día en las nuevas corrientes de la sociedad y la cultura”, y pronto daría “la imagen de un reformador que apoyaría ulteriores reformas del sistema” [17] . El nuevo ministro propuso además una serie de medidas a las que Tusell denomina “cosméticas”, como la de suprimir el himno nacional después de las emisiones radiofónicas de carácter informativo [18] . Tal como señala Elías Díaz, los “aperturistas” eran renovados legitimadores del sistema, al ofrecer una falsa imagen más liberal del mismo, aunque al intentar cambiar —al menos parcialmente— el criterio de legitimación, posibilitaron y dieron lugar a algunas iniciales y no desdeñables críticas a dicho sistema [19] .

El 18 de marzo de 1966 se aprobó la nueva Ley de Prensa e Imprenta [20] , por la que se abolía la censura previa de publicaciones. Surgida de la necesidad de acomodar la ley totalitaria de 1938 a las nuevas circunstancias sociales, la nueva Ley constituyó el máximo exponente de la política aperturista y se justificó mediante el argumento de que la sociedad española había sufrido transformaciones esenciales, tal como se dice en su Preámbulo:

Justifican tal necesidad el profundo y sustancial cambio que ha experimentado, en todos sus aspectos, la vida nacional, como consecuencia de un cuarto de siglo de paz fecunda; las grandes transformaciones de todo tipo que se han ido produciendo en el ámbito internacional; las numerosas innovaciones de carácter técnico surgidas en la difusión impresa del pensamiento; la importancia, cada vez mayor, que los medios informativos poseen en relación con la formación de la opinión pública, y, finalmente, la conveniencia indudable de proporcionar a dicha opinión cauces idóneos a través de los cuales sea posible canalizar debidamente las aspiraciones de todos los grupos sociales, alrededor de los cuales gira la convivencia nacional.

A partir de ahora, la responsabilidad recaía sobre el escritor y, en última instancia, sobre la empresa, pues si antes se podía editar un texto una vez autorizado por la censura, ahora, en cambio, podían imponerse sanciones a posteriori; además, en caso de duda, aún cabía la posibilidad de someter las obras a consulta previa “voluntaria”, por lo que hubo quien señaló que conducía a una mayor autocensura que la legislación anterior [21] . Los editores de Diez años de represión cultural señalan que con la nueva Ley se quiso dar a la censura un carácter de legalidad, “simulando una situación legal de Estado de Derecho” [22] . Para los escritores, según Sánchez Reboredo, no cambió la situación de forma sustancial: “la ambigüedad de los preceptos y la amplitud de los temas intocables y prohibidos subsistía”, por lo que “el escritor se siguió encontrando con un estado de indefensión, con una situación en que cualquier frase o pensamiento de carácter crítico podía convertirse en directamente punible” [23] .

La Ley de Prensa de 1966 es uno de los episodios más polémicos de la historia de la censura, y posiblemente el que más bibliografía ha generado [24] . Por lo general, hoy se admite que, a pesar de sus limitaciones, supuso un avance sobre la Ley del 38 [25] . Abellán, sin embargo, señala que, aunque en efecto hubo una “apertura”, esta no se produjo a causa de la nueva ley, sino de la fuerza cada vez mayor de la oposición. Según este autor, la Ley de Prensa e Imprenta no fue sino “un montaje jurídico”, y añade: “Sólo en la medida en que la base sociológica del franquismo se fue estrechando, y en la medida asimismo en que los tránsfugas fueron engrosando las filas de los discrepantes políticos, la censura, por pura inercia, no tuvo más remedio que cambiar el método y aplicar criterios cada vez más amplios” [26] .

Entre las opiniones sobre la nueva ley, nos interesa destacar la de Antonio Buero Vallejo, quien declaró que la ley había supuesto un paso hacia adelante:

 Un paso pequeño, desde luego, pues con frecuencia no permitía ni siquiera un paso. La tan aireada “supresión” de la censura previa se convertía en paternal gabinete de consulta “voluntaria” que, si algún escritor o editor —en uso de su derecho— se abstenía de visitar, no era raro que se viera ante un tribunal y secuestrado de su libro o revista. Serios percances, jurídicos y económicos, que a los hombres del teatro o del cine nos han hecho pensar a veces que quizá fuera preferible la enfermedad de la censura previa —subsistente hoy para nosotros, como es sabido— al ruinoso remedio de su supresión. Pero sería erróneo afirmar que la Ley de 1966 no representó, pese a todo, un avance frente a la de 1938 [27] .

Entre los sectores más conservadores del Gobierno, la Ley motivó un creciente descontento, pues veían en ella el origen de la creciente inestabilidad en la calle [28] . El propio dictador, señala Tusell, al principio, no pareció preocuparse demasiado: a Pemán le dijo que “casi le divertía” gobernar con “libertad de prensa” y que no había nadie “más tonto” que un censor [29] , e igualmente, a Fraga le confesó:

Yo no creo en esta libertad, pero es un paso al que nos obligan muchas razones importantes. Y, por otra parte, pienso que si aquellos débiles Gobiernos de principios de siglo podían gobernar con prensa libre en medio de aquella anarquía, nosotros también podremos [30] .

Sin embargo, al poco tiempo de su aprobación, se endureció su aplicación. Las sanciones se multiplicaron entre abril de 1967, cuando se impuso el estado de excepción al País Vasco, y enero-marzo de 1969, en que el estado de excepción se extendió a toda España, creando una sensación de frustración en los medios periodísticos directamente afectados por la Ley.

En cuanto a publicaciones teatrales, un ejemplo de la aplicación de esta ley lo encontramos en la revista barcelonesa Yorick, a cuya directora se le instruyó un expediente sancionador por publicar las obras Sinfonía patética para dos cuerpos solos. Despojos de una noche de amor y Catarofausto, las cuales, “por las situaciones, frases y anotaciones todas apreciadas en su contexto general” podían suponer infracción del artículo 2º “en lo que al debido respeto a la moral se refiere” [31] . Finalmente, el asunto se resolvió con una multa de cinco mil pesetas. En su contestación al pliego de cargos, la directora de Yorick, María Cruz Hernández, destacaba el carácter minoritario de la revista, recordando que el propio Ministerio, consciente de las exigencias culturales del colectivo al que esta se dirigía, había creado las salas de arte y ensayo, y celebraba festivales especializados.

Más allá de la Ley de Prensa, para valorar en su justa medida el alcance del “aperturismo” hemos de tener en cuenta la creación en 1962 del llamado Gabinete de Enlace, que funcionó hasta 1977, estrechamente vinculado a los servicios policiales y cuyos responsables recibían órdenes directas del ministro de Información y Turismo. Su papel en el entramado de la censura ha sido destacado por Alfaya y Sartorius:

El Gabinete de Enlace, que trabajaba en conexión con la Dirección General de Seguridad, la Guardia Civil, los servicios de información de la Falange, los sindicatos oficiales, los de la Presidencia del Gobierno, el Servicio de Información Militar, etc., además de con los restantes departamentos ministeriales, recababa y emitía información acerca de personas vinculadas con el mundo de la cultura, el espectáculo, los partidos políticos, los colegios profesionales, el movimiento obrero, el clero de base, etc.

[...] Es impresionante, no obstante, el material informativo utilizado por el referido Gabinete de Enlace. No hay nada ni nadie que trabajara en el campo de la cultura, de la política, del sindicalismo, del clero, etcétera, que no contara con una ficha en el Gabinete, con informaciones que no sólo se refieren a la ideología o actividades políticas de los sospechosos, sino también a los aspectos de su vida privada, tendencias sexuales, amistades, etc. Poco conocido hasta ahora, el Gabinete mencionado cumplió una función perfectamente repugnante desde el punto de vista moral y político y tiene un nada envidiable lugar de privilegio en los aparatos del Estado dedicados a la represión. Su fin era reunir la mayor cantidad de información posible para tratar de controlar, de desacreditar y, en algún caso, de chantajear a cualquier disidente [32] .

Aún hoy no se pueden consultar muchos de los expedientes del citado Gabinete sin previa revisión y expurgo de los mismos por parte de los funcionarios del AGA [33] . Entre los dramaturgos fichados se encontraban Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Rafael Alberti, Max Aub, Ramón J. Sender, Carlos Muñiz, Alfredo Mañas y Antonio Gala [34] . También algunos actores y directores, como Nuria Espert, Lola Gaos, Fernando Fernán-Gómez o Manuel Canseco. En el inventario de expedientes aparecen además los nombres de importantes escritores de tendencias tan dispares como Camilo José Cela, Carmen Martín Gaite, Teresa León, Armando López Salinas, Fernando Díaz Plaja, Pedro Laín Entralgo, José Luis L. Aranguren o Luis Martín Santos. Pero lo más sorprendente es comprobar que destacados hombres del régimen como Ramón Serrano Suñer, Pío Cabanillas, Fernando Herrero Tejedor, Antonio García Espina, Mario Antolín, Alberto Martín Artajo o el propio Fraga, así como el escritor filofascista Ernesto Giménez Caballero y la hermana del caudillo, Pilar Franco Bahamonde, estaban fichados por dicho Gabinete. Lo estaban incluso algunos miembros de la Junta de Censura, como Federico Muelas, Gabriel Elorriaga y Florentino Soria. A propósito de estos documentos, Sartorius y Alfaya afirman:

Sería apasionante poder algún día investigar a fondo, sin las cortapisas actuales, la trama represiva montada por el franquismo, que llegaría a ser como una especie de telaraña que envolvía a todo el país. En realidad existía una conexión muy estrecha entre todos los organismos represivos, desde la Censura de libros y de películas hasta los servicios de inteligencia de la Presidencia del Gobierno, pasando por innumerables oficinas de información y hasta falsas agencias de noticias que enviaban a supuestos periodistas a espiar, so capa de trabajo profesional, en cuanta reunión pública fuera considerada por las autoridades como subversiva, sobre todo en el turbulento período que media entre la primera enfermedad grave de Franco y su cesión de poderes (1974) y las primeras elecciones democráticas (junio 1977). Como dato curioso hay que señalar que uno de los titulares de la Oficina de Orientación Bibliográfica —eufemístico nombre con que a partir de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966 se pasó a nombrar a la antigua Censura de Libros—, un general del ejército, había sido anteriormente jefe del Servicio de Información Militar [35] .

 



[1] En palabras de este autor, “aquella amenaza potencial de vacío cultural que suponía el fracaso de la cultural oficial franquista no terminó de materializarse. Irónicamente, el vacío sería cubierto por la misma cultura liberal que el franquismo había querido inicialmente erradicar. Era cierto que, como recordaría mucho después Aranguren (en La cultura española y la cultura establecida, 1975), culturalmente el franquismo no dio nada (“absolutamente nada”, en sus propias palabras): el franquismo —hay que añadir— como régimen. Porque Julián Marías destacó a su vez […], y también con razón, la labor cultural e intelectual que llevaron a cabo durante la dictadura escritores y ensayistas liberales e independientes —y algunos franquistas [...]— que o no se exiliaron o regresaron pronto a España, de forma que, según Marías, la continuidad intelectual española del siglo XX no llegó a quebrarse”. (Fusi, 1999, pág. 117).

[2] Fusi, 1999, págs. 135-136.

[3] Ben Amí, 1980, págs. 194-195.

[4] Abella, 1996, pág. 249.

[5] García Escudero, 1995, pág. 258.

[6] El punto de arranque del proceso de reforma legal sería el Decreto de 18 de junio de 1959 (BOE, 22-VI-1959), por el que se creaba la Comisión Especial para el estudio y elaboración de un Anteproyecto de Ley de Bases de la Información.

[7] Además, la jerarquía eclesiástica llevaba años exigiendo mayor libertad y flexibilidad de información, lo que había llevado al ultracatólico ministro de Información a enzarzarse en una embarazosa polémica con el obispo de Málaga, Herrera Oria. (Payne, 1987, pág. 523).

[8] Anteproyecto de Ley de Bases de la Información. Memoria-Informe de la Comisión Especial, ejemplar mecanografiado (¿1962?). (Biblioteca del Centro de Documentación Cultural del Ministerio de Cultura).

[9] Ob. cit., págs. 14-15.

[10] Ob. cit., pág. 2. En las páginas siguientes se advierte que la necesidad de una nueva legislación está originada por “grupos o sectores —siempre minoritarios— ajenos casi siempre a las redacciones y órganos rectores de las publicaciones periódicas, en determinados y perfectamente localizados medios intelectuales y políticos, cuya tendencia o filiación son sobradamente conocidas”, e incluso se pone en entredicho la necesidad de reformar la ley entonces vigente: “No sería aventurado afirmar que el clima a favor de una nueva Ley, si bien hay momentos en que parece adquirir cierta densidad y hasta acritud, de ordinario se provoca artificialmente y se estimula, en no pocas ocasiones, utilizando la caja de resonancia de muy concretos sectores de la Prensa ‘progresista’, socialista y filocomunista extranjera”. (Ibíd., pág 3). Además, el autor del texto manifestaba su escepticismo ante la posible reacción de la prensa extranjera hacia la nueva ley: “la promulgación de una nueva Ley de Información no supondrá la desaparición automática de la hostilidad de cierta prensa extranjera hacia el Régimen”. (Ibíd., pág. 6).

[11] Ob. cit., pág. 34.

[12] Ob. cit., pág. 38. Vid. así mismo págs. 23-26.

[13] Según se explica en dicho documento, intentaban “huir, interpretando el pensamiento y el sentir del Sr. Ministro, no sólo de errores liberales, sino de frases que pudieran levantar sospechas de contener doctrina estatificadora, socializante o totalitaria”. (Ob. cit., pág. 38).

[14] En dicho Anteproyecto figuran las continuas enmiendas a los cinco borradores realizadas por el dramaturgo, siempre a favor de una mayor de una mayor libertad de prensa.

[15] Algunos de los cambios fundamentales que se reflejarían en la Ley de 1966 ya estaban presentes en el Borrador tercero del Anteproyecto, como la no obligatoriedad de la censura previa o la libre designación de director del medio informativo. (Ob cit., pág. 43).

[16] Ben Amí, 1980, pág. 194.

[17] Payne, 1987, pág. 524.

[18] Tusell, 1996, pág. 142.

[19] Díaz, 1983, pág. 12.

[20] Ley 14/1966 de 18 de marzo, de Prensa e Imprenta, BOE, núm. 67 (19-III-1966), págs. 3310-3315.

[21] Así, el crítico teatral Eduardo Haro Tecglen afirmaría: “La Ley de Prensa obliga a una mayor autocensura, a un desdoblamiento esquizofrénico del escritor entre un ser libre o que pretende serlo y un represor de sí mismo. Desde un punto de vista de higiene mental, la actual Ley de Prensa es enormemente dañina. No hablemos ya del daño que causa el hacer creer a la opinión pública que la censura no existe, dejando que ésta reclame al escritor por su incapacidad de expresarse”. (Beneyto, 1977, pág. 254).

Las restricciones del “derecho a la libertad de expresión de las ideas” que enunciaba el artículo 1º quedaban recogidas en el polémico artículo 2º: “Son limitaciones: el respeto a la verdad y a la moral; el acatamiento a la Ley de Principios del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales; las exigencias de la defensa nacional, de la seguridad del Estado y del mantenimiento del orden público interior y la paz exterior; el debido respeto a las instituciones y a las personas en la crítica de la acción política y administrativa, la independencia de los Tribunales y la salvaguardia de la intimidad y del honor personal y familiar”.

[22] Cisquella, Erviti, Sorolla, 1977, pág. 10.

[23] Sánchez Reboredo, 1988, págs. 12-13.

[24] Vid. Alférez, 1987; Cisquella, Erviti y Sorolla, 1977; Crespo de Lara, 1975; Chuliá, 1999; Dueñas, 1969; Fernández Areal, 1971a.

[25] Así, por ejemplo, Shlomó Ben Amí señala que benefició a la libertad de información, aunque no dejó de ser un montaje de cara al exterior: “Al igual que todo el sistema de Fraga, este paso fue un ingenioso ejercicio de tolerancia restringida con el objeto de desvirtuar los argumentos acerca de una presunta falta de libertad, a la vez que complacer a Occidente y a los millones de turistas que afluían a la tierra de la paz y el sol. Ciertamente, no era ya la prensa de los años fascistas del régimen, pero aún distaba mucho de la prensa libre con la que soñaban los liberales. “La libertad está dada dentro de los marcos precisos de consenso nacional. La transgresión o extralimitación no es libertad, sino actividad subversiva”. Con todo, puede decirse que, a pesar de las abultadas multas y de la fastidiosa censura, la relativa libertad de prensa después de 1966 sobrepasaba a la que había habido antes. Los tumultos estudiantiles, las exigencias de aumento de salarios y las huelgas dejaron de ser temas prohibidos para la prensa, que en algunos talentosos informes y descripciones pudo ofrecer al lector editoriales y comentarios de evidente matiz liberal”. (Ben Amí, 1980, pág. 215. El texto entrecomillado pertenece a la Ley de Prensa e Imprenta).

[26] Abellán, 1980, pág, 119.

[27] Beneyto, 1977, pág. 22.

[28] Andrés-Gallego et al., pág. 435.

[29] Tusell, 1996, pág. 156.

[30] M. Fraga, Memoria breve de una vida pública, pág. 145. Citado por Payne, 1987, pág. 531.

[31] “Editorial”, Yorick, 36 (verano 1969), pág. 4.

[32] N. Sartorius y J. Alfaya, 1999, págs. 286 y 288.

[33] Hemos comprobado la dificultad de acceder a dichos documentos: cada expediente se encuentra en una carpeta de la cual sólo se pueden consultar algunos de ellos; el resto se encuentra en el interior de una subcarpeta cerrada con grapas por las cuatro esquinas, a la que los funcionarios advierten que no se puede acceder. Refiriéndose a esta dificultad para acceder a ciertos documentos del AGA, Nicolás Sartorius y Javier Alfaya afirman: “Probablemente nunca accederemos a los archivos de la BP-S o de la Guardia Civil, por no hablar de los del Servicio de Información Militar, de los de la Presidencia del Gobierno, de la Falange, etc. En el AGA sólo es posible tener acceso a una parte de esos archivos, cerrados a los investigadores por unas leyes —aprobadas por el Parlamento hace unos pocos años— más que discutibles” (Sartorius y Alfaya, 1999, pág. 280).

[34] Los expedientes de estos autores, con número y localización, son respectivamente: Expediente 66.684, caja 442; expediente 66.686, caja 444; expediente 66.707, caja 465; expediente 66.723, caja 481; expediente 66.679, caja 437; expediente 66.690, caja 448; expediente 66.695, caja 453; expediente 66.739, caja 497.

[35] Sartorius y Alfaya, 1999, pág. 285.