2. Alfonso Sastre
Debido
a la prohibición de buena parte de sus textos y a la resonancia pública que
alcanzaron sus declaraciones contra la censura, así como a su conocida
militancia antifranquista, Alfonso Sastre ha sido
considerado como uno de los dramaturgos malditos del franquismo. Su imagen de
autor perseguido se mantuvo hasta el final de la dictadura e incluso se fue
intensificando en los últimos años, de forma que algunos estudiosos de su
teatro recurrieron a títulos como Crónica
de una marginación o Noticia de una
ausencia para encabezar sus trabajos sobre el autor
[1]
y hablaron de “bloqueo sistemático de la censura” hacia su obra
[2]
. No obstante, en lo que se refiere al número de
prohibiciones sufridas, su caso no difiere en gran medida de otros dramaturgos
realistas como Lauro Olmo o José María Rodríguez Méndez, como veremos. Tanto su
radical actitud de oposición frente a la censura como el creciente rechazo que
muestran los censores ante su obra son el resultado de un proceso que
trataremos de explicar.
A lo largo de los años cincuenta, en que le prohíben un
importante número de textos, el autor irá adoptando una postura de rechazo
frontal a la censura que quedaría expresada al comienzo de la década siguiente,
en su ataque al posibilismo de Buero Vallejo. Durante sus inicios con Arte Nuevo
[3]
,
sin embargo, su postura ante la censura y ante el propio régimen va a ser muy
distinta a la que adoptará posteriormente. En sus tentativas iniciales con este
grupo, su intención primordial no es otra que la de renovar el empobrecido
panorama del teatro español —empobrecimiento que, como vimos, denuncian los
propios críticos de la prensa oficial—, sin que dicha renovación suponga ningún
tipo de implicación política, tal como ha comentado el propio Sastre:
Yo no intenté desde el principio hacer
política con el teatro, que para mí era entonces más una forma de conocimiento
de la realidad que otra cosa. El hallazgo de las virtualidades políticas del
teatro fue posterior, y todavía fue más posterior el hallazgo de los caracteres
lúdicos del teatro. Que son, resumiendo, los tres ingredientes por los que yo
estoy en el teatro
[4]
.
Será
a finales de los cuarenta, en la etapa inmediatamente posterior a Arte Nuevo,
cuando, en palabras de J. L. Vicente Mosquete, el dramaturgo “sustanciará su
tránsito desde los volanderos confines de la vanguardia y de la estética hasta
los aledaños de la realidad social y su tragedia pura”; opinión que confirma el
propio autor:
Fue como el descubrimiento de que el
teatro, a más de un vehículo de conocimiento metafísico de la existencia, tenía
unas implicaciones sociales y políticas evidentes, una virtualidad instrumental
para intervenir en el curso de la realidad y transformarla
[5]
.
Sin
embargo, en este momento, este propósito de incidir en la sociedad no tiene un
signo necesariamente izquierdista, como lo tendrá más adelante. Especialmente
relevante para comprender su actitud en estos años ante la censura, ante el
teatro de su tiempo e incluso ante el propio régimen, es el “Manifiesto del
TAS”
[6]
,
que firma en 1950 con José María de Quinto. En su Punto 12, podemos leer:
“Venimos además con la intención de desmentir que el drama —y más concretamente
el drama de preocupación social y política— esté ‘fuera de la ley’ en España,
como han pretendido algunos comentaristas extranjeros al informar sobre la
censura española”. Dos puntos después, se insistía en que “el teatro de
preocupación política y social es posible en España” (Punto 16) y se solicitaba
el apoyo “tanto de la Dirección General de Teatro (Censura) como de las
Organizaciones Sindicales que encuadran a todos los productores españoles”
(Punto 17); la afirmación que sigue a este punto, aunque puede sorprendernos
hoy, resulta coherente con el resto del Manifiesto:
Contamos con la amplitud de criterio y
la buena voluntad de los censores —en vista de los fines que perseguimos—, así
como también con que los organismos sindicales nos faciliten el acceso a las
clases productoras.
Se
exponía incluso el ambicioso propósito de que el TAS se convirtiera en el
Teatro Nacional del Estado español:
Si bien el TAS es una profunda
negación de todo el orden teatral vigente —y en este aspecto nuestros
procedimientos no serán muy distintos a los utilizados por un incendiario en
pleno delirio destructor—, por otra parte pretende incorporarse normalmente a
la vida nacional con la justa y lícita pretensión de llegar a constituirse en
el auténtico Teatro Nacional. Porque a un Estado Social corresponde como Teatro
Nacional un Teatro Social, y nunca un teatro burgués que desfallece, día a día,
animado pálidamente por una fofa y vaga pretensión artística
[7]
.
En
realidad, algunas de las formulaciones aquí expuestas no resultan demasiado
alejadas de los primeros proyectos falangistas, aunque se alejan
definitivamente de estos en el repertorio propuesto (de hecho, dos de las obras
que fueron presentadas a censura se prohibieron, lo que, según sus artífices,
motivó el fracaso del proyecto)
[8]
.
En efecto, aunque la postura del joven Alfonso Sastre fuera simplemente
apolítica (siempre sin perder de vista lo que esto significaba en un régimen
que fomentaba el apoliticismo), su alejamiento de los sectores más
conservadores del franquismo le hará tener algunos puntos en común con el
falangismo disidente de estos años, si bien pronto evolucionará hacia
posiciones claramente progresistas; evolución que, tal como ha explicado Antoliano Peña, formaría parte de un fenómeno más general
operado en ciertos grupos falangistas durante este período y que guardaría
cierta similitud con la situación de la Italia fascista
[9]
.
En
el propio Manifiesto había elementos ambivalentes, se diría que equidistantes
entre algunas de las formulaciones socialistas y las falangistas: lo “social”
como categoría superior a lo “artístico” (punto 7); la “urgencia de una
agitación de la vida española” (punto 4); e incluso la necesidad de un teatro
con “gran repercusión social”, dirigido a “las grandes masas” y no sólo para
“minorías refinadas” (puntos 1, 8 y 9). En algún punto, incluso, parece
inclinarse más hacia el falangismo, aunque se mantiene la ambigüedad; así,
aunque no queda clara cuál es su idea del teatro para las masas, sí se indica
explícitamente que no coincide con la de teatro para el pueblo: “Rechazamos la
vieja concepción de ‘Teatro del Pueblo’ como ‘arte para el pueblo’, ‘belleza al
alcance de todos’”, y se insiste sin aclarar: “El TAS es un ‘Teatro del Pueblo’
en un sentido rigurosamente distinto” (punto 3). El TAS negaba además su
carácter de “teatro de partido” (punto 10), así como de “teatro del
proletariado” (punto 14). Aunque estas formulaciones se podían haber decantado
en sentidos muy distintos, el autor pronto se aproximará a las ideas comunistas.
A
propósito del citado Manifiesto, David Ladra señala que “el documento está
escrito sobre el filo de la navaja y responde a una confusión ideológica que,
probablemente, a todos les interesaba mantener en aquel momento y que será
insostenible diez años más tarde”
[10]
. El propio autor comentaba en La revolución y la crítica de la cultura (1970) el proceso ideológico sufrido desde sus comienzos próximos al SEU:
Otro caso, quizás interesante, puede
ser el mío propio: que no era falangista pero
tampoco todo lo contrario: ¡he aquí un
niño de la guerra civil, Dios mío! O sea, algo que empieza simplemente. Y
que, claro está, descubre un mundo inhabitable. Y —¡nada menos!— se opone. Pues bien, este joven (yo),
después de una autopromoción originaria, juvenil y grupal (“Arte Nuevo”, 1945-1946), es objetivamente
“promocionado” como crítico por una revista oficial del S.E.U.
(La Hora) y como autor por un grupo
“oficial”, del mismo S.E.U. (que, para mí,
ciertamente, no era ora cosa que un conjunto de personas estimables: Gustavo
Pérez Puig [...], Fernando Cobos, Jaime Ferrán...):
el que estrenaría Escuadra hacia la
muerte
[11]
.
Si
nos hemos detenido en destacar la ausencia de una oposición clara al régimen
por parte del autor en estos años es porque esto explica que los censores no le
prohibieran sus primeros textos y que incluso ya en los cincuenta, en que se le
prohíben varios de ellos, algún censor los elogie. En efecto, en algunos casos los censores dudan de si se trata de
obras contrarias al régimen, aunque, ante la duda, van a optar por prohibirlas,
lo que traerá consigo una actitud de enfrentamiento con la censura cada vez más
pronunciada por parte del autor y una progresiva politización. El autor señala que su radicalización política y
el descubrimiento de las posibilidades del teatro para transformar la sociedad
se fue produciendo progresivamente, como respuesta a la violencia que
continuamente recibían, él y sus compañeros, por parte del sistema
[12]
.
Hacia
la mitad de los años cincuenta comienzan a sucederse las declaraciones y
protestas de Alfonso Sastre contra la censura franquista, a veces públicas,
como el documento redactado en los “Coloquios sobre problemas actuales del
teatro en España” de Santander (1955), el Manifiesto contra la censura que
firma junto a otros doscientos veintiséis intelectuales en 1960, o el
“Documento sobre el teatro español redactado por el G.T.R.”
(1961); pero también firma algunas cartas de protesta dirigidas directamente a
los responsables de la censura, como veremos. También en sus artículos teóricos
afronta con frecuencia el tema de la censura; por ejemplo, de los recogidos en La revolución y la crítica de la cultura,
podríamos citar: “¿Una ley para el teatro?”
[13]
,
“El dedo en la llaga”
[14]
,
“Veintitrés dificultades para ser un autor teatral inconformista”
[15]
o “¿Por qué no estrena usted?”
[16]
,
entre otros. La censura aparece también como tema de su obra La mordaza, y en alguna ocasión el autor
ha señalado que tenía proyectado escribir una obra titulada El censor, acerca de la censura teatral en España, que iba a
formar parte de una trilogía, junto con otras dos que sí escribió: El verdugo español (que después se llamó Ahola no es de leil),
sobre el tema del imperialismo español, y El
monstruo marxista (después titulada El
camarada oscuro), sobre un miembro de base del PCE
[17]
.
Cuando en 1971, en una encuesta publicada por Primer Acto
[18]
,
se le preguntó si en su opinión la censura debería suprimirse, incrementarse o
aplicarse con mayor propiedad, Sastre contestó: “Toda censura debe suprimirse,
por el siguiente método: Clávesele una estaca afilada en el corazón. Córtesele
la cabeza. Quémese su cadáver y sean aventadas hasta el infierno sus cenizas”.
A
pesar de las prohibiciones, su teatro consigue abrirse camino en ciertos
ámbitos y Sastre comienza a adquirir la imagen de autor maldito que
posteriormente se consolidaría. En el prólogo que el autor escribe para la
edición de Ana Kleiber en 1957, hacía referencia a su escaso número de estrenos y a la resonancia
que, a pesar de todo, había alcanzado su obra:
El balance de mi teatro representado
—desde 1953 en que se estrenó Escuadra
hacia la muerte— arroja un pobre resultado numérico y una amplia y
conmovedora resonancia. Me atrevo a pensar que soy el autor español que con
menos estrenos y representaciones ha alcanzado mayor proyección para la
adhesión o la protesta.
Señalaba,
además, que las obras no representadas se contaban entre las más apreciadas por
él:
No se puede decir, en suma, que yo sea
un autor muy representado si se tiene en cuenta que este es el balance de más
de cuatro años y, sobre todo, si se considera que la mayor parte de mi teatro
—y en esa parte cuento el teatro más importante para mí; el que a mí me importa
más— no se ha representado en absoluto. Me refiero, sobre todo, a mis obras Prólogo patético, Tierra roja, Muerte en el
barrio y Guillermo Tell tiene los ojos tristes. (El año pasado escribí un,
digamos, drama metafísico —El cuervo—
que tampoco se ha estrenado)
[19]
.
Por
otra parte, la violencia que el autor recibe del régimen no se limita a las
prohibiciones: su participación activa en los conflictos universitarios de 1956
le costó ser detenido por la policía
[20]
,
situación que volvería a repetirse en distintas ocasiones a lo largo del franquismo; es sobradamente
conocida su detención en octubre de 1974, un mes después que la de su mujer,
Eva Forest y su exilio en Francia a fines de 1975. Su politización se aprecia también en su
obra, tanto en sus escritos teóricos como en sus obras teatrales
[21]
,
muchas de las cuales giran en torno a la revolución. Así, en Drama y sociedad afirma que “lo horrible
y miserable que ofrecen las tragedias modernas apuntan a una purificación
ética, social, política”
[22]
.
Para Magda Ruggeri, a
partir de los años sesenta sus obras muestran una nueva nueva orientación del autor:
Presentan un mundo dividido entre
explotadores y explotados, en el que los personajes, al igual que el autor, han
calmado dudas e incertidumbres, [...] y deciden participar en una determinada revolución
histórica profundamente conscientes de sus actos. En efecto, ya no se preguntan
sobre la justicia de la revolución, sino que tienen necesidad de acción. Los
explotados no están tomando conciencia de su situación, sino que son ya
plenamente conscientes de ella
[23]
.
En
lo que se refiere a la influencia de la censura en el proceso de creación de
sus obras, es conocida la contradicción que se produce entre la postura teórica imposibilista que Sastre mantiene y los recursos que utiliza en algunas de sus obras para
evitar que sean prohibidas. En efecto, a pesar de que en sus artículos y
discursos mantiene que el escritor debe actuar como si la censura no existiera,
la imposibilidad de tratar abiertamente ciertos temas de la realidad española
le hace situar algunos de sus dramas en contextos alejados en el espacio y/o en
el tiempo, tal como señaló Caudet:
Sastre era propenso a utilizar un
doble discurso. Uno, para el público: “Romped las cadenas, enfrentaos contra
este régimen, luchad por una sociedad socialista”. Otro, para la censura: Todo
lo que digo es un juego imaginario, no tienen nada que temer, señores de la
censura, no hablo de este país ni de esta sociedad
[24]
.
La
razón es que, en su caso, al igual que sucede con Buero Vallejo y con el resto de los autores realistas, la autocensura tiene su origen
en la búsqueda de la eficacia comunicativa. Consecuencia directa de la censura,
según Caudet, es su necesidad de escribir “tragedias
revolucionarias”, en las que reacciona contra el sistema franquista, al tiempo
que pretende esquivarlo para contribuir a la creación de un nuevo orden social:
A las “tragedias revolucionarias” les
correspondía, ni más ni menos, la función de superar los impedimentos emanados
del poder y anticipar metafóricamente, una vez superado el presente, la
sociedad socialista futura.
Pero como la escritura de “tragedias
revolucionarias” […] no se podía realizar con claras referencias a las
experiencias más inmediatas, por obvias razones de censura, la identificación
solamente podía producirse por medio de artilugios retóricos, por mecanismos distanciadores. [...]. Esa misma sociedad que le
imposibilitaba escribir con referencias al mundo real era, en suma, la que le
obligaba a agarrarse al clavo ardiendo de un teatro alegórico, que comunicaba contenidos
por alusiones, a un nivel frío, intelectual, distanciado
[25]
.
Al
mismo tiempo, comenta este autor, el sistema dictatorial impedía que estas
tragedias salieran a la luz: “La ‘tragedia revolucionaria’, ‘socialista’,
estaba condenada a una relativa inoperancia, a un relativo fracaso, a algo, en
fin, testimonial”, y continúa:
Así se explica, a mi entender, la
machacona insistencia de Sastre en convencer a sus lectores y espectadores (¿y
a sí mismo?) de que era posible hacer un teatro realista, “rigurosamente
español”, pero enmarcado “en un país imaginario”, desprovisto de alusiones
directas a la realidad española
[26]
.
Por
otra parte, el autor admite haber escrito teniendo presente a la censura y no
actuando “como si no existiera”; así, cuando, en
1966, Alberto Miralles le preguntó si había escrito todo lo que había querido o
se había dejado algo en el tintero, el dramaturgo respondía: “He escrito todo
lo que he ‘querido-podido’”
[27]
. Treinta años más tarde, en un cuestionario en el que se le preguntaba si había
influido la censura en su proceso de creación, contestaba: “Sin duda, por mucho
que yo preconizara que ignoráramos irónicamente su existencia”, y explicaba:
“Por ejemplo, situé la acción de En la
red en un imaginario ‘norte de África’ (más o menos Argelia) porque no me
atreví a plantear la situación en Madrid”
[28]
.
En efecto, para enmascarar el tema tratado, Sastre sitúa la acción de sus obras
en contextos lejanos en el espacio o en el tiempo. Además de En la red (1959), usó este recurso en La
sangre y la ceniza y Guillermo Tell tiene los ojos tristes, entre otras obras:
Más que de Servet,
la obra trataba de la censura fascista contra la vida intelectual, que era el
problema nuestro. De modo que era una forma de enmascarar el ataque al sistema
fascista en el que vivíamos, haciendo como que era un tema histórico. Ahora,
claro, para que esa intención fuera evidente había que proceder a los
anacronismos que ya había empleado, por cierto, en Guillermo Tell. Allí, cuando hablaba de Tell y del gobernador Gessler, lo
que hacía era hablar, a través de ellos, del fascismo nuestro
[29]
.
En el caso de La
sangre y la ceniza, señala el autor, éste fue el único mecanismo utilizado
para camuflar el tema real:
Ahí sí que realmente la única cautela o
astucia mía fue el tratar de hacer a través de la historia de Servet una crítica fuerte y dura al fascismo español. Eso
significaba una cierta metáfora. Pero eso es lo único que había con astucia. Lo
demás fue un empleo de una libertad incondicionada, fue trabajar como si no
hubiera censura, como si uno fuera libre
[30]
.
También en Asalto
nocturno la acción transcurre fuera de España; en este caso, en una isla
mediterránea, en un país sudamericano y en Estados Unidos. El carácter exótico
de sus escenarios —señala el propio Alfonso Sastre en una nota de la edición de
esta obra— obedece, entre otras razones, a motivos “tácticos”. Caudet, sin embargo, matiza que la lejanía geográfica
respondía también a un deseo de crear un drama “polivalente o polisignificativo”, utilizando el desplazamiento como una
estrategia
[31]
. Pero quizá el ejemplo más significativo de posibilismo en el teatro de Alfonso
Sastre sea el de La mordaza. En la
entrevista tantas veces citada con Francisco Caudet,
el autor usaba este término de forma explícita:
Al escribir La mordaza me planteé el ser más cauto, el ser posibilista (un
término que después se empleó), el intentar hacer una especie de metáfora, de
tal manera que pudiera conseguir hacer una protesta sobre la mordaza, sobre la mordaza
que estábamos sufriendo, a través de una historia que tuviera la suficiente
ambigüedad para que la censura no la pudiera prohibir. [...]. A mí me parecía
que el simple hecho de que se llamase La
mordaza sería una clave suficiente para que la gente fuera a ver una obra
sobre la censura. [...]. Se vería un drama rural en el cual estaba embutido el
mensaje protestatario contra la censura. Eso en la
puesta en escena se hizo con mucho cuidado. [...]. A pesar de este estilo de la
representación, la Censura la autorizó, considerándolo todo bien, como si fuera
sólo un drama rural. [...]. Ha sido la única obra que se ha representado
siempre sin ningún problema censorial
[32]
.
Según
se desprende de las palabras del propio Sastre, esta forma de autocensura
habría que entenderla como una respuesta a las prohibiciones que sufre, pues ya
cuando escribió Escuadra hacia la muerte —la primera de sus obras que fue prohibida— era consciente de que tenía que
recurrir a ciertos ardides si quería que sus textos se estrenaran. El autor
describe así el proceso de creación de esta obra:
La escribí en el 52, con vistas a un
proyecto de un empresario inglés para una pequeña sala de Londres, así es que
me la planteé sin cortapisas de censura. En ella recogí mi experiencia del
servicio militar, del que salí detestando la institución castrense por encima
de cualquier otro sentimiento. […] Pues bien, lo de Londres no cuajó y me quedé
con el texto. Tras una leve operación de camuflaje (cambié los nombres
inicialmente españoles de los personajes por otros de resonancias
centroeuropeas), la presenté al Premio Lope de Vega
[33]
.
En
cuanto a los cortes impuestos a sus obras, según ha declarado el propio autor,
estos supusieron un problema secundario. De sus palabras se deduce, además, que
no se opuso a que sus obras se representaran con cortes: “Mi problema no ha
sido, en general, de modificaciones, aunque también he sufrido algunas —y aún
muchas— en las raras obras que he podido ver representadas en España”
[34]
.
2.1. Valoración de su obra
por los censores
Al igual que ocurría en los informes sobre Buero Vallejo, hay informes favorables e incluso
abiertamente entusiastas hacia estas obras; no sólo hacia aquellas que pasan la
censura sin problemas (La locura de
Susana, escrita en colaboración con Alfonso Paso; Cargamento de sueños, La
mordaza, La sangre de Dios), sino
incluso hacia obras que van a ser prohibidas (Escuadra hacia la muerte, El
pan de todos, Prólogo patético, Muerte en el barrio); en algún caso, los
informes revelan auténtica admiración e incluso esperanza en las posibilidades
del autor para renovar el panorama del teatro español. Así, por ejemplo, acerca
de El pan de todos, Gumersindo Montes
Agudo escribió: “Se trata de un drama silveteado con
una concisión y honradez escénicas apreciables. Tiene emoción, hondura, ritmo.
En fin, pieza muy aceptable”. Este censor también brindó elogios a Prólogo patético: “La obra está bien
concebida y realizada, con humana entonación y patético acento”. En cuanto a Muerte en el barrio, Emilio Morales de Acevedo escribió: “la comedia
acusa un auténtico valor teatral. El diálogo es natural, limpio y vivo [...].
El juego escénico es bueno”.
Pero
también como ocurría con aquel, también en el caso de Sastre los censores
consideran desacertados algunos rasgos estilísticos, temáticos y, en última
instancia, ideológicos, de estas obras. De Escuadra
hacia la muerte se dijo que carecía de “sutiles bellezas de expresión”
capaces de captar a “la masa”, además de estar llena de “amargura y
derrotismo”. En consecuencia, el censor que hacía estas afirmaciones, Montes Agudo, pensó que la obra no tendría aceptación: “El público
abandonó hace tiempo esa senda del tremendismo, del neorrealismo. Busca con
avidez la nota esperanzadora”. Acerca de Prólogo
patético, Emilio Morales de Acevedo, escribió: “está llevada con realismo crudo, que hace
daño”, mientras que Bartolomé Mostaza la describió como “Drama social,
excesivamente cerebral”, aunque salvaba las escenas finales, “que son vivas y tienen
emoción”, y añadía: “El lenguaje adolece de brusquedades innecesarias, que en
vez de añadir fuerza, se la restan”. También encontramos informes desfavorables
acerca de En la red y Ana Kleiber.
Similares contradicciones a las que se dan en la valoración
de la calidad de estas obras vamos a encontrar en los juicios sobre su
ideología. En los informes realizados con anterioridad a la presentación a
censura de Escuadra hacia la muerte,
los censores no encuentran ningún reparo de tipo político en estas obras. Esta
aceptación por parte de la censura hacia las obras de la etapa de Arte Nuevo se
va a corresponder con la buena acogida que le dispensó a este grupo la crítica
oficial, como muestra este testimonio de Alfredo Marqueríe en ABC:
Hay que reconocer en los elementos que
dirigen y componen Arte Nuevo una loabilísima intención, una cultura, una finura y una sensibilidad literaria nada comunes.
Su deseo de encontrar caminos nobles para la renovación teatral es evidente.
Desdeñan lo fácil y lo trivial y buscan lo alto y lo difícil. Quieren
entretener y hacer pensar al mismo tiempo. No les importa —de momento— deshacer
los viejos moldes y conectar el teatro con las orientaciones últimas [...]. Y
por eso merecen nuestra mejor y más sincera palabra de aliento como el público
les tributó anoche sus más encendidos y prolongados aplausos al final de todas
las obras
[35]
.
A partir de los años cincuenta se
aprecia una gran confusión por parte de los censores ante los dramas de este
autor. Se da la paradoja de que
encontramos informes muy elogiosos acerca de obras que, sin embargo, son
prohibidas; a veces no por los censores, sino por instancias superiores. Los
documentos de estos años no revelan una especial hostilidad contra el
dramaturgo; más bien dejan ver que sus textos se prohíben por considerarlos
peligrosos para ser representados ante un público poco formado, y en algún
caso, por considerarlos políticamente inconvenientes, sobre todo por los temas
abordados —algunos de ellos verdaderos tabúes, como la vida militar o el
terrorismo—, aunque ello no suponga un juicio negativo hacia el autor.
2.2. Obras sometidas a
censura
Si
en los primeros años sus textos son autorizados sin problemas, a partir de Escuadra hacia la muerte (1953) empieza una larga y complicada
carrera de prohibiciones: a lo largo de este período, además de la citada obra,
se prohíben: El pan de todos, Prólogo patético (1954), Guillermo Tell tiene los ojos tristes (1955
[36]
), Muerte en el barrio (1956) y Tierra roja (1958); si bien algunas de
ellas se autorizarían posteriormente. También en estos años se presentan y son
autorizados para representaciones comerciales los textos La mordaza (1954), La sangre
de Dios (1955), El cuervo (1957)
y La cornada (1959). Ana Kleiber,
sin embargo, se autoriza únicamente para funciones de cámara (1956). Otros
textos de Sastre escritos en esta época, como las dos versiones de Comedia sonámbula (1945 y 1947) y El cubo de la basura (1951), no llegaron a ser sometidos a censura.
Con
anterioridad a la formación de Arte Nuevo, en diciembre de 1944, la compañía de
Manuel Dicenta presentó a censura una obra escrita en
colaboración por Alfonso Sastre y Alfonso Paso, La locura de Susana, que fue autorizada sin cortes tras ser
leída por dos censores. Bartolomé Mostaza señaló que estaba “escrita con gran
soltura”, y que tenía “interés cómico”, y añadía: “Moralmente, se salva. Como
arte, lo tiene notable en algunos pasajes”. En los apartados referidos a su
matiz religioso y político escribía simplemente “pasable”, quizá debido a que,
como señalaba unas líneas más abajo, “el final es desilusionador”. Igualmente,
el censor eclesiástico Constancio de Aldeaseca señaló
la conveniencia de modificar el final: “Debe recalcarse un poco más la
rectificación final de Susana”.
En
enero de
1946, Ha
sonado la muerte, escrita en colaboración con Medardo Fraile y presentada por Arte Nuevo, se autorizaba
para mayores de 16 años y sin cortes, tan sólo dos días después de haber sido
presentada y tras haber sido leída por un único censor. Este, José María Conde,
señaló que carecía de valor literario, y que, “moralmente”, no tenía “nada
censurable”.
A
continuación se presenta Uranio 235, cuyo expediente se
encuentra incompleto. Según los documentos examinados, se autorizó para mayores
de 16 años en abril de 1946, tres días después de haber sido sometida a censura
y tras ser leída por un único censor, Constancio de Aldeaseca.
Este se limitó a señalar que no hallaba inconvenientes para su autorización;
sin embargo, alude a un informe anterior que no se encuentra junto al resto de
los documentos
[37]
.
A
pesar del tema, el autor señala que no hay en la obra crítica social, lo que
explicaría el dictamen de la censura. Escrita tras el impacto de las
destrucciones de Hiroshima y Nagasaki, se centra en
la historia de dos enamorados, únicos supervivientes del horror atómico, que
alimentan la esperanza del inicio de una nueva época para su hijo recién
nacido. El autor abordaba de este modo un tema tan comprometido como el
conflicto atómico, aunque no desde una perspectiva social, sino existencial. El
propio Sastre comentaría: “Yo iba más [que por la política] por el tema del
dolor y la muerte”. El infome conservado no muestra
cuál de estas lecturas fue la realizada por los censores, aunque el hecho de que
informara un censor religioso, probablemente a petición de otros censores cuyos
informes se han perdido, parece indicar que se interpretó en el sentido
existencial y religioso. Tampoco el público la entendió como un drama
comprometido ni existencial, sino como una comedia: “En este sentido, el
estreno de Uranio 235 fue un fracaso
terrible. Los espectadores, en vez de emocionarse con lo que yo pretendía
contar, se rieron mucho”
[38]
.
En
junio de 1946, dos semanas después de haber sido presentada, se autorizó sin
cortes Cargamento de sueños, para mayores de 16 años. Fue leída por
Bartolomé Mostaza, quien señaló que carecía de matiz político y valoró
favorablemente algunos aspectos, como su diálogo, aunque cuestionaba otros: la
definió como “Obra de empeño poético, nebulosa y carente de hondura
metafísica”, y añadía: “Posee indudable fuerza para evocar el misterio pero
resulta inconexa y vaga”. Aunque consideró que se trataba de un “Buen ensayo de
drama poético”, sin riesgos en lo moral, apreció un matiz religioso “vagamente
espiritualista”.
En
octubre de 1953, la compañía Teatro Popular Universitario presentó esta obra de
nuevo, lo que motivó que se abriera un nuevo expediente. En esta ocasión, fue
leída por Adolfo Carril, quien la autorizó sin que las recientes prohibiciones
de Escuadra hacia la muerte y Prólogo patético influyeran
negativamente. La encontró “escrita con dignidad literaria y escénica dentro
del teatro moderno” y “fuerte de expresión pero tratada con la suficiente
altura para considerarse favorablemente”, y sentenció: “Es una obra clásica del
teatro de cámara”.
Casi
siete años después de que se autorizara Cargamento
de sueños, en marzo de 1953 se enjuiciaba una nueva obra original de
Sastre, Escuadra hacia la muerte, que se autorizó sólo para representaciones
de cámara y con la condición de que su puesta en escena se llevara a cabo “por
organizaciones u organismos de significación política perfectamente definida y
encuadrada en la línea doctrinal de nuestro Estado”. Uno de los vocales la
autorizó, Bartolomé Mostaza, advirtió que “Moralmente, la obra no tiene riesgo,
aunque es pesimista”. Más reservas mostraba Montes Agudo, quien restringió la
autorización para teatro de cámara, a pesar de que valoraba algunos aspectos de
la obra:
La obra tiene fuerza expositiva,
emoción y no escasos valores teatrales. Aciertos rotundos frente a errores
señalados. Obra auténtica de novel con inquietudes. Pero contiene un germen de
¿resentimiento? ¿pacifismo? ¿derrotismo? ¿idealismo? —no sabemos definirlo— que
induce a confusión. Es obra de clave, con enigmática y dudosa tesis. En fin,
obra que no debe darse ante públicos propensos a dudas y extravíos ideológicos.
Aunque nos gustaría ver representada.
Como
es sabido, estaba previsto que se realizara una única representación, pero,
debido a su éxito, se prorrogó durante dos días más. La recepción tanto de la
mayoría de los críticos como del público había sido favorable y, según indica
De Paco, el entonces director del María Guerrero, Alfredo Marqueríe,
pretendía pasarla a la programación normal
[39]
.
Sin embargo, según se indica en una nota interna, durante la tercera
representación “se suscitaron quejas y objeciones de carácter castrense”, lo
que motivó su prohibición. El propio autor explicaba los motivos de tan
drástica medida: “A la tercera representación había asistido el general Moscardó, el héroe del Alcázar, que había montado en cólera
porque en un teatro nacional se ofreciese una obra antimilitarista y antipatriótica,
y la prohibieron”
[40]
.
A
finales de agosto de aquel año, la compañía de Salvador Soler Marí solicitó representarla en régimen comercial, pero se
le denegó tras una nueva lectura de la Junta. En su nuevo informe, Montes
Agudo, sin escatimar elogios (“Nos encontramos ante una obra con indudable
valentía teatral, concisión dialéctica, ajustado ritmo”), señalaba que el texto
podía inducir a un “confusionismo peligroso”, y exponía sus dudas sobre su
ideología, por lo que reiteraba su dictamen anterior, señalando que no
interesaría a otro público que al de los teatros de camára:
“Puede ser una obra falangista, puede ser una obra marxista. En todo caso, es
una experiencia sofisticada, cerebral, con poco tino popular”.
El 9
de noviembre de 1954, Alfonso Sastre escribe al entonces Director General de
Cinematografía y Teatro, Joaquín Argamasilla, solicitando la revisión del
expediente de esta obra. En su carta, se quejaba de que diversos grupos de
cámara la estaban representando sin su autorización, mientras que él no podía
explotarla comercialmente. En su respuesta, Argamasilla le comunicaba que había
ordenado que se procediera a la revisión del expediente y que, en lo sucesivo,
no se entregara autorización a los grupos de cámara; además, afirmaba que haría
lo posible para su aprobación. En el expediente, sin embargo, no se conservan
informes de esa fecha, por lo que es probable que la revisión no se llevara a
cabo.
Un
año más tarde, en enero de 1956, el Teniente General Jefe del Alto Estado
Mayor, Carlos Asensio, entrega un informe al Director General de Cinematografía
y Teatro en el que desaconseja su autorización, dictamen que se mantiene hasta
que, en 1962 (año en que García Escudero accede por segunda vez a esta
Dirección General), otro militar, Juan Guerra y Romero, Comandante Asesor
Técnico del Alto Estado Mayor, informa a favor de la autorización de la obra,
como veremos. El autor del informe de 1956 (Asensio se limitó a mostrar su conformidad y a enviarlo) echaba
en falta un tono más edificante, según se puede constatar en sus
argumentaciones: “La acción que gira alrededor de una Escuadra de castigo, ha
de ofrecer ambiente desagradable, pero ello no obsta, a que hubiera hechos que
en contraste proporcionarían la consiguiente lección de moral”; “En el aspecto
militar, resaltan con crudeza y hasta con exageración defectos y vicios humanos
sin mostrar alguna de las virtudes esenciales para la formación moral
castrense”, así como: “El cabo de la Escuadra obra cual sujeto ajeno de
sentimientos humanos, contrastando con lo dispuesto en las ordenanzas al trato
del mando con sus subordinados”. Además, mostraba su temor a que pudiera
establecerse una analogía con algún cuerpo militar español (“Tal como se
desarrolla la comedia y teniendo en cuenta la psicología de nuestro pueblo, es
probable que parte del público encontrase un símil con nuestra División
Española de Voluntarios”). Finalmente, destacaba que podía inducir al
espectador a deducciones engañosas sobre el ejército: “En resumen, la obra
trata todo lo innoble que puede ser el sujeto humano, destacando únicamente y
de una manera muy velada en algún personaje las cualidades que encierra el
cumplimiento del deber, llevando al espíritu del espectador una impresión
irreal de la familia militar”.
Entre
la realización del citado escrito de 1956 y el que en 1962 concedería
finalmente la autorización, aún se realizaron otros dos informes, en 1959 y
1960, ambos muy elogiosos, a cargo de los delegados provinciales de Sevilla y
Lérida, respectivamente. El primero consideró que esta obra formaba parte del
mejor teatro español del momento: “Es lo mejor que Sastre ha conseguido
representar. Dentro de nuestra producción de la postguerra es una de las pocas piezas destacables, que puede competir honrosamente con el
mejor teatro extranjero”. Además, al igual que señalara Guerra y Romero tres
años más tarde, encontraba que los personajes eran excepcionales, por lo que su
situación no podía asimilarse a la generalidad de los militares. Por su parte,
el delegado provincial de Lérida la consideraba “aleccionadora”: “Un canto de
paz contra el terrible azote de la humanidad: la guerra. Dura y sin
concesiones, esta obra de Alfonso Sastre, y no obstante, conocido el drama
íntimo de cada uno de sus personajes, uno tiende a perdonarles”
[41]
.
A
finales de 1953 se presentan a censura El
pan de todos y Prólogo patético.
Pese a que los censores las autorizaron (con más objeciones en el caso de la
segunda), ambas obras fueron prohibidas por decisión de Raimundo Fernández
Cuesta, Ministro Secretario General del Movimiento, al que el Director General
de Cinematografía y Teatro, Joaquín Argamasilla, escribió solicitando su
opinión.
En la lectura que llevaron a cabo los censores de El
pan de todos, uno de ellos, Montes Agudo, la entendió como una obra claramente
anticomunista: “Políticamente, es una diatriba
del régimen comunista, con sus crueles métodos policíacos”. Bartolomé Mostaza, en cambio, apreció que no estaba
“clara la tesis del autor”, aunque la autorizó igualmente: “en
gracia a la calidad estética de la obra y a que el tono general en que se
desarrolla no ofrece peligro de tipo político, el informante cree que puede ser
autorizada”. De la carta que
posteriormente escribió Argamasilla se desprende que tanto él como los censores
pensaban que la obra era “doctrinal” y políticamente “correcta”, pero temían
que el público la interpretara en un sentido distinto. El ministro se mostraba
de acuerdo con estas apreciaciones: también él dice no dudar de “las rectas
intenciones del autor en esta materia”, pero opina que “un público poco
preparado” podría pensar que “se trata de hacer la apología de personajes que,
tal vez por la marcada influencia de Juan Pablo Sartre sobre este autor, tienen una repugnante traza moral y se hallan implicados en
realizaciones de depravada trayectoria intelectual”. Por ello, juzgó que tanto
esta obra como Prólogo patético debían ser prohibidas.
En
1955, Sastre y José María Rodero solicitan la revisión del dictamen de esta
obra, y en esta ocasión es leída por fray Mauricio de
Begoña, que la considera “moral y políticamente aceptable”, y argumenta así su
dictamen favorable:
Puesto que la tragedia se realiza
dentro de un partido cuyos postulados no son conformes ni a la naturaleza
humana ni a la doctrina católica, los males producidos han de achacarse a ese
partido inhumano y anticatólico. De donde puede seguirse indirectamente una
apología de los principios de nuestra religión y de nuestra moral.
Dos
meses más tarde, la obra es autorizada. Años después, el propio autor,
comentando la ambigüedad ideológica de esta obra, recordaba la siguiente
anécdota:
El
pan de todos era una
tragedia que yo situaba en un país comunista, en el que había una gran
corrupción, que conducía a una situación extremadamente violenta para un
dirigente comunista, que llegaba a tomar unas decisiones que ponían en riesgo
la vida de su madre, que había sido ganada por la corrupción económica y
política dentro del sistema, cosa que ese militante ignoraba. En su denuncia de
la corrupción llega a denunciar a su madre, la cual es ejecutada. Él se
suicida, se tira por un balcón. Al escribir esta tragedia de un proceso
comunista estaba tratando de enfrentarme con la realidad de los procesos
comunistas. Entonces me encontré con interpretaciones inquietantes por ambas partes.
El colmo fue que un señor, del cual me enteré después que había sido censor,
fue a mi casa y me pidió autorización para incluir esa obra, El pan de todos, en un tomo de teatro
anticomunista que estaba preparando. He preferido a veces sobrenadar en este
tipo de ambigüedades. La ambigüedad me parece más artística que la univocidad
propia de un teatro de propaganda ideológica
[42]
.
De
hecho, tras su publicación en la revista Ateneo y con anterioridad al estreno en Barcelona, Sastre introdujo unas correcciones
en el texto, que no pudieron evitar que la obra se tildara de ambigua. También
la crítica interpretó la obra en este sentido cuando se estrenó en Barcelona
(1957), lo que movió al autor a no volver a representarla, tal como atestiguan
sus palabras: “la obra produjo, cuando se estrenó, escándalo y ambigüedad; lo
que me hizo adoptar la decisión de no autorizar en lo sucesivo la
representación”
[43]
. A pesar de todo, el autor se resistía a
evitar estas ambigüedades escribiendo obras meramente didácticas:
¿Es posible que alguien haya pensado
que “tía Paula” declaraba el mensaje profundo —mío— de la obra? Sin embargo,
así ha sido en alguna ocasión. ¿Habrá que amordazar a los antagonistas? No lo
creo, y hasta me parece repugnante pensarlo. ¿Habrá entonces que resignarse a
la ambigüedad? Tampoco lo creo, pero me resisto a solucionar el problema a
través de expedientes didácticos. [...].
A pesar de ello, yo me resisto, con
mejor o peor fortuna, a escribir una literatura pueril, unívoca y simplificada
[44]
.
Probablemente con la intención de
atenuar la ambigüedad, el autor declaró en el prólogo a esta
obra que el tema fundamental de esta y otras obras suyas (Prólogo patético, Tierra roja y Guillermo Tell tiene los ojos tristes) es la revolución, entendida “como una realidad
trágica, como un gran sacrificio, como un hecho muchas veces cruento”, y
añadía: “Pero estos dramas no son —o yo no creo que lo sean— inmovilizadores”
[45]
.
Los
juicios sobre Prólogo patético serían aún más contradictorios. Escrita en
1950, fue leída por los censores por primera vez en febrero de 1952, aunque el
dictamen se retrasó casi dos años, hasta enero de 1954. El autor la había
presentado con intención de que el Consejo Superior del Teatro considerara su
programación en los Teatros Nacionales. Desde allí, el texto pasó a
consideración de los censores —según se explica en una nota dirigida al jefe de
la Sección de Teatro, José María Ortiz—, para que, a partir de sus informes, el
Director General de Cinematografía y Teatro (José María García Escudero, en su
primera etapa) decidiera si el texto pasaba a ser leído por el Consejo Superior
del Teatro. A pesar de que los informes fueron aprobatorios, el texto no debió
llegar al Consejo, puesto que no se conservan informes del mismo, y al año
siguiente volvería a ser leída por otros dos censores.
En
la primera lectura, fue enjuiciada por cuatro vocales, que coincidieron en
autorizarla, a pesar de que sus juicios diferían mucho entre sí. Hubo quien
pensó que condenaba el terrorismo y
quien opinó que justificaba el uso de la
violencia. Contra lo que hubiera sido previsible, el autor del informe
más desfavorable, Emilio Morales de Acevedo, mantenía la primera de estas
posturas. Para este censor, se trataba de una “Obra peligrosísima”, y lo
justificaba argumentando:
[...] aunque el fondo de la obra es
ortodoxo y de condenación del terrorismo, se presta a confusión. [...]. Por
otra parte, el papel de la policía y sus sádicos procedimientos de castigo,
presentados vivos en escena, repelen tanto como los actos criminales del
terrorismo.
Montes
Agudo, que coincidía en encontrar un ataque al terrorismo (si bien concretaba,
“al terrorismo comunista”), elogiaba la calidad de la pieza y señalaba:
Su dramatismo se deriva de la clara
finalidad que mantiene contra el terrorismo comunista y sus grupos de acción
[...]. La obra es un grito, un mensaje político, pero también una pieza de
resonancias espirituales, una advertencia de dolorosa actualidad y llevada con
pulso firme de joven dramaturgo en potencia, el cual sirve su idea con tono
escénico moderno y no exento de audacias escenográficas.
En el extremo opuesto, Virgilio Hernández Ribadulla escribió: “Parece ser la justificación de los
medios violentos para lograr la Revolución social que mejore el nivel humano
del pueblo”; sin embargo, no por ello la encontró censurable, pues “Por su falta de concreción, puede aplicarse a cualquier sistema político”;
probablemente pensando en la “revolución nacional sindicalista” que los suyos
habían llevado a cabo años atrás. Por su parte, Bartolomé Mostaza se refirió a
la obra como un “Drama social, excesivamente cerebral, salvo en las escenas
finales, que son vivas y tienen emoción”. Este censor aconsejaba que el autor
“reformara” algunas escenas, como el diálogo entre Óscar y la policía, las
escenas en que es tratado brutalmente para arrancarle confidencias, o aquellas
en que se glorifica a Pablo, el jefe terrorista.
En
1953 se presentó de nuevo a censura, esta vez con algunos cortes. En esta
ocasión, Montes Agudo insistió en que “No se
exalta un credo político marxista, se condena un clima moral y social
corrompido”; por tanto, “Nada de lo dicho en la obra nos molesta a nuestra
ortodoxia doctrinal falangista”. Sin embargo, fray Mauricio de Begoña señaló que podía “prestarse a confusionismos” en los
aspectos social y político. Como ya se dijo, la obra fue sometida a la
consideración del ministro, que decidió prohibirla.
Las
prohibiciones de esta obra y El pan de
todos, unidas a la de su estreno anterior, mueven a Alfonso Sastre a
protestar mediante una serie de cartas en las que solicita al Jefe de la
Sección de Teatro una explicación
[46]
.
En una de ellas, el autor se queja de que se le cierre el paso, negándosele el
derecho a sostenerse económicamente, pues además de no permitirle estrenar en
circuitos comerciales, se le veta en los premios
[47]
.
Se inicia así una actitud cada vez más beligerante contra la censura por parte
del autor.
En 1954, año en que escribe las citadas cartas al Jefe
de la Sección de Teatro, escribe también La mordaza, obra que suponía una
nueva protesta contra la censura; en ella, el autor refleja una
situación de represión mediante la cual, según sus propias palabras, quería
aludir a la censura franquista. En su
introducción, Sastre señalaba que se había basado en un hecho real, aunque la
obra permitía otra lectura:
Este drama está vagamente fundado en
los sucesos de Lurs —de los que dio noticia la prensa
de todo el mundo—. El autor del drama no ha tratado de informarse
detalladamente sobre este asunto ni sobre la personalidad y carácter de Gastón Dominici y su familia, pues su intención no ha sido
dramatizar escrupulosamente unos hechos. Lo de Lurs ha sido un simple “motivo” para este drama, cuyos personajes no pretenden ser
el traslado de los personajes reales. Los hechos están libremente fabulados por el autor [...]. La disposición y los motivos
del crimen, así como la personalidad de las víctimas, pertenecen al dominio de
la invención dramática. La “realidad” de este drama ha que buscarla por otros
caminos
[48]
.
Los
dos censores que la enjuiciaron, sin embargo, sólo vieron en ella una “obra de
ambiente” (B. Mostaza), “sin ningún reparo ético, moral o político” (G. Montes
Agudo), por lo que la autorizaron sin
cortes cinco días después de que la compañía de Fernando Collado solicitara la
hoja de censura. Ambos censores resaltaron su calidad dramática: Mostaza la
encontró “muy bien dialogoda”, y Montes Agudo la
calificó como “Obra buena, importante, con vigor dramático y ceñida
prosa”.
Al parecer, tampoco el público ni la crítica
interpretaron la obra en el sentido pretendido por el autor. Por el contrario,
hubo quien la entendió como un ataque al comunismo porque el protagonista,
despótico y criminal, era un antiguo miembro de la Resistencia francesa, además
de ser el único miembro ateo de una familia de cristianos a los que tiene
oprimidos.
Unos
años después se presentaría una versión en vasco (Denok ixildu egiten gera), que tampoco tuvo problemas para ser autorizada.
Antes al contrario, el censor Antonio Albizu comentó
que tenía “unos valores morales indiscutibles”.
A
raíz de la prohibición de las tres obras antes referidas, tanto desde la Junta
de Censura como desde el Consejo Superior de Teatro se produce un intento de
recuperar el teatro de Alfonso Sastre para la escena española, antes de que las
sucesivas prohibiciones pudieran deteriorar la imagen de la censura. En 1955 se
presenta el drama La sangre de Dios, que de nuevo dio lugar a informes
contradictorios: Francisco Ortiz Muñoz se refería a Sastre como “el autor que
en muchas ocasiones nos tiene demostradas sus estimables dotes de comediógrafo
y escritor brillante”, aunque prohibía esta obra por considerarla “confusa y
desorientadora”. También el religioso Constancio de Aldeaseca escribió que tenía muy poco de “constructiva”, pues el paralelismo entre el
episodio bíblico de Abraham y el caso del “loco Parthon”
le resultaba “delicado, peligroso y a ratos hasta irreverente”. Sin embargo, la
autorizó argumentando que su peculiar estructura (“insólita y desconcertante”,
según el censor), permitía una lectura distinta: en su opinión, la imprecisión
de los límites entre la acción real y la imaginaria dificultaba “el enjuiciamiento
doctrinal” de la obra, y explicaba: “porque no es lo mismo imaginar una cosa
que pensarla o defenderla”. El falangista Montes Agudo, sin embargo, mostraba
auténtico entusiasmo:
Para mí, La sangre de Dios es una obra católica a la que no le falta ni
ortodoxia, ni elevación, ni polémica, o sea los puntos de apoyo sobre los que
tendrá que manifestarse un teatro católico ‘combativo’ que quiera estar en la
brecha de los problemas y angustias de la humanidad [...]. Si al teatro
católico debemos pedirle que —sin el oropel de un Marquina o el guiño fácil y comodón de sacristía a lo Pemán—
nos enfrente con los auténticos problemas del catolicismo en su proyección
hacia los hombres, esta obra cumple maravillosamente el puesto de combate que
el autor nos reclama.
Este
censor valoraba el drama de Alfonso Sastre “como una lograda muestra de teatro
actual” y calificaba al autor como “la más inquieta y maciza personalidad
dramática española actual”, por lo que increpaba a sus compañeros de la Junta
diciendo que “no nos sería lícito seguir cerrando el paso a quien representa,
hoy por hoy, la más honrada, renovadora y positiva juventud dentro de esa
cámara neumática que es la escena española”. Ante la divergencia de criterios
de los censores, se solicitó un nuevo informe al Consejo Superior del Teatro,
que finalmente la autorizó. En dicho informe se dice que el autor había
resuelto el tema con “absoluta ortodoxia”, mediante “un final plenamente
consolador y de fácil captación para toda clase de público”, y que la obra
perdería “cualquier matiz peligroso de signo negativo” si se incluía “en
programas de acusada significación católica”. Además, se indica que “estos
reparos no deben considerarse como tales para personas de un nivel medio en el
orden formativo y temperamental”, y por último se invita a salvar dichas
dificultades “con habilidad censora”, eliminando del
texto ciertas frases. La obra fue autorizada y se estrenó en Valencia, aunque
no se llegó a representar en Madrid, debido a factores ajenos a la censura.
A finales
del mismo año se presenta Muerte en el barrio para su estreno
en el Teatro Nacional María Guerrero. Recordemos que en ella se reconstruye la
historia de la muerte de un niño a causa de la irresponsabilidad de un médico,
lo que provoca el linchamiento de este a manos de los vecinos del barrio. En
los informes de los vocales, una vez más aparecen juicios laudatorios hacia la
calidad de este teatro, junto con comentarios sobre su inconveniencia política
y religiosa. Así, Emilio Morales de Acevedo
juzgó su valor literario como “muy estimable”, e igualmente F. Narbona apreció que estaba “muy bien escrito el drama, con
diálogos cortantes, secos...”, aunque optó por prohibirla, debido a su
“anarquismo” y a su “desconocimiento de la religión”.
El
texto fue sometido a lectura de la Comisión Permanente de los Teatros Oficiales
del Consejo Superior del Teatro, en cuyo informe se aprecia un reconocimiento
hacia el conjunto de la obra de este autor, al tiempo que se evidencia una
voluntad de evitar que su prohibición dañara la imagen del régimen:
Alfonso Sastre es un joven escritor
influenciado indudablemente por muy señaladas tendencias de teatro extranjero y
que reúne unas maravillosas posibilidades de autor dramático, como lo ha puesto
de manifiesto en la mayoría de sus obras, pocas de ellas estrenadas, puesto que
como a él mismo se le ha dicho en más de una ocasión, es el autor más censurado
de España [...]. Políticamente se considera interesantísimo que este autor sea
estrenado por el Teatro Nacional María Guerrero. Conviene desvirtuar lo más
rápidamente posible, esa aureola de mártir e incomprendido que empieza a
forjarse alrededor de él. Prescindiendo de la indiscutible valía del Sr.
Sastre, esto sería la nota más favorable para que sus obras adquieran una valoración
fuera de España que quizá terminaremos por aceptar, aplaudir y aprobar
tardíamente y después de entregar un mito más al enemigo, que se apresuraría a
erigirlo en banderín, muy difícil de arrebatar después
[49]
.
No
obstante, la obra fue prohibida en enero de 1956, en un momento en el que, según ha comentado el dramaturgo, el entonces
director del María Guerrero, Claudio de la Torre, ya había encargado los
bocetos del decorado
[50]
;
sin que resulte posible explicar los motivos de este dictamen a partir de los
documentos conservados en el expediente. También según el testimonio del
propio dramaturgo, a él le comunicaron que la prohibición se debió al Colegio
de Médicos
[51]
. Su estreno no llegaría hasta 1973, y no se
produciría en España, sino en Venezuela.
Unos meses después que la anterior, en mayo de 1956, se
presenta Ana Kleiber, historia de una relación
amorosa destrozada por la II Guerra Mundial. El único censor que la enjuició,
Adolfo Carril, la definió como “un auténtico relato inmoral,
orientado a unas vidas rotas y de bajo fondo social”, por lo que la autorizó sólo para representaciones de cámara
[52]
. Esta restricción pesaría sobre la obra hasta octubre de 1962, en que se
autorizó para mayores de 18 años. No obstante, no se llegó a estrenar. Según J.
L. Vicente Mosquete, Sastre la había escrito para la actriz Tina Gascó, “pero a ésta le asusta encarnar el abyecto papel de una ‘mala mujer’ —qué diría su público— y
se niega a montarla”
[53]
.
Al año siguiente, sin embargo, se estrenó El
cuervo en el Teatro María Guerrero, obra cuyo expediente de censura fue
destruido
[54]
,
aunque, según se indica en un informe realizado ya tras la desaparición de la
censura, en aquella ocasión se autorizó para mayores de 16 años. En esta obra
el autor se aleja de su línea de teatro comprometido para iniciar una línea de
trabajo más próxima a la literatura mágica, en la que juega a romper la
linealidad del tiempo, lo que explica en parte el que fuera escogida por el
Teatro Nacional para ponerla en escena. Según
César Oliva, esta obra fue “poco y mal entendida en su estreno”
[55]
.
Para J. L. Vicente Mosquete, se trata de “un título entre extraño y
posibilista”, y el propio autor afirma acerca de este texto:
El
cuervo presenta, en
efecto, unos personajes muy planos, nada ‘psicológicos’ ni ‘políticos’, nada
hirientes para la censura. Sí, de algún modo surge tras ese vendaval de
prohibiciones impuestas a mi teatro anterior. Con esta obra inicio una línea de
misterio y terror fantástico —un género
que a mí me gusta y me divierte mucho—, que he seguido luego en relatos como Las noches lúgubres o en Ejercicios de terror. Si en un primer
momento me planteé alguna reticencia, por cuanto me apartaba un tanto, aunque
fuera ocasionalmente, de ciertos postulados de compromiso político, luego he
seguido esa vía muy tranquilamente, con mucha alegría
[56]
.
Si
el estreno de El cuervo en el María
Guerrero hizo pensar que Alfonso Sastre iba a seguir en adelante una opción más posibilista, pronto la realidad se
encargaría de desmentirlo. En abril de 1958, cuando el país se encuentra en
estado de excepción a raíz de las huelgas en la minería asturiana, el autor
presenta a censura Tierra roja, escrita cuatro años atrás, donde aborda un caso de
rebelión de un campamento minero. Recordemos brevemente su argumento: por solidaridad
hacia un antiguo compañero que, al jubilarse, debe abandonar su vivienda, los
obreros toman el control de la mina de forma violenta; cuando llega la policía,
se niegan a delatar a los líderes, afirmando que la responsabilidad es
colectiva, por lo que ésta responde ametrallando indiscriminadamente a todos
los mineros; únicamente les queda la esperanza de que otra generación consiga
lo que no lograron los anteriores. Para César Oliva, “la obra viene a ser el
primer toque de atención sobre la necesidad de colectivizar los esfuerzos
reivindicativos”
[57]
.
En
este caso, hubo unanimidad en prohibir la obra. Para Bartolomé Mostaza, se
trataba de “un verdadero mitin contra las fuerzas de orden, sean cuales fueren
éstas”, aunque apostillaba: “Sin duda, la intención del autor no ha sido ésta,
pero es lo que resulta de la lectura de su obra”. Morales de Acevedo señaló que
“El drama, perfectamente escrito y magníficamente hablado, posee fuerza tan
extraordinaria como peligrosa. Es de crudeza sin rebozos. Un verdadero mitin
socialista revolucionario, que provocaría escándalo entre los espectadores”. Un
tercer censor que no firmó su informe (posiblemente el Secretario de la Junta)
señaló que no comprendía cómo una compañía profesional presentaba esta obra, y
añadió: “supongo que el autor lo único que pretende es marcarse un territorio
aportando una obra más a su repertorio prohibido”; evidenciando así la imagen
de autor incómodo que los censores comienzan a tener del dramaturgo madrileño.
Además,
en 1950 y 1951 se presentan dos versiones de textos de Lenormand: El cobarde y El tiempo es un sueño, las cuales fueron autorizadas para mayores
de 16 años, y para sesiones de cámara, respectivamente, y en 1958 se presenta
una versión de la Medea de Eurípides, que se autorizó sin cortes, y de la que Emilio
Morales de Acevedo elogió su calidad: calificó su valor literario de
“espléndido”, y señaló: “Se ha procurado —y conseguido— en la presente versión,
sencillez expresiva, sin merma de las bellas ideas”.