II. Los autores ante la censura (1945-1958)
1.
Antonio Buero Vallejo
Buero Vallejo es el único autor que, desde una postura de
oposición a la dictadura, consigue estrenar durante la misma de forma regular y
con éxito, tanto de público como de crítica. La frecuencia de
sus estrenos a lo largo del franquismo (prácticamente, uno por año, exceptuando
algunos intervalos significativos
[1]
)
y el hecho de que buena parte de ellos se produjeran en los teatros oficiales
motivó que un sector de la oposición le acusara de hacer una obra de menor
implicación social y política que la de otros autores críticos.
Simultáneamente, su teoría del posibilismo teatral —según la cual los autores tenían que actuar con cierta prudencia ante
la censura para que sus textos llegaran a la sociedad a la que iban dirigidos—
fue utilizada para defender esta opinión y presentarle como un autor dispuesto
a pactar con el régimen dictatorial
[2]
;
idea fundamentada en muchas ocasiones en el desconocimiento de su trayectoria
personal y de su obra, y con la que el dramaturgo siempre se mostró en
desacuerdo.
Aunque tanto él como Martín Recuerda sufrieron un número
de prohibiciones significativamente menor que otros autores realistas (Alfonso
Sastre, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez), hay que señalar
que, si bien muchas de sus obras pasaron por la censura sin problemas, en todos
los períodos de la dictadura hubo textos suyos que encontraron dificultades
para ser autorizados; así, en los cincuenta se le prohibió Aventura en lo gris (1954), además de la versión de El puente, de Gorostiza (1952); en adelante, no volvería a prohibírsele oficialmente ningún texto,
aunque en 1964, recién iniciada la “apertura” desarrollista, le fue retenida La doble historia del doctor Valmy, en un proceso que se prolongó once años (en esta
ocasión, el prestigio del autor y la nueva imagen que el régimen pretendía
ofrecer hicieron que no se llegara a emitir un oficio de prohibición); a
comienzos del período de decadencia, El
sueño de la razón es retenida durante cerca de seis meses, y a finales del
mismo, La Fundación tardará más de
dos meses en autorizarse. A pesar de estas dificultades, el autor, en su pulso
con la censura, aborda aspectos cada vez más problemáticos, si bien, conforme
se vaya consolidando su prestigio, encontrará cada vez más reticencia a
prohibirlos por parte de los censores
[3]
.
Por
otra parte, aunque en todo su teatro hay un compromiso ético y social, sólo en
algunas de sus obras —que, por lo general, fueron las que tuvieron más problemas
con la censura— aborda temas claramente políticos, por lo que se dijo que este
teatro era más moral que político o social, calificación que, en el contexto hiperpolitizado de aquellos años, llevaba consigo cierta
acusación de autocensura o de falta de compromiso político, a lo que al autor
respondía:
Cierto que a primera vista mi teatro
es más bien ético que social, pero es que ésta es una de las maneras propias de
trasladar el problema social al teatro. La dimensión colectiva se expresa en el
teatro —y en la literatura en general— a través de personajes concretos y
singulares
[4]
.
En
lo que respecta a la falta de alusiones políticas explícitas, Buero declaraba negarse a utilizar recursos propagandísticos
o panfletarios. A la pregunta sobre en qué medida su teatro era “político”,
contestaba de la siguiente forma:
Por supuesto que creo que en mi teatro
hay grandes dosis de política, pero de una política entendida como un fenómeno
dramático, no como exposición de ideologías concretas, ya que en este sentido
creo que no sería indicado el vehículo. No es un teatro exclusivamente
político, ni tan siquiera primariamente político, pero sí mis obras más
significativas tienen conexiones con el problema político del hombre
[5]
.
De forma coherente con estas ideas, mantenía la
necesidad de una total independencia a la hora de escribir:
Cualquiera que sea el compromiso
asumido, si el escritor no escribe desde una libertad crítica interior capaz de problematizar incluso sus convicciones más firmes, lo
más probable es que no sea un buen escritor, sino un buen funcionario; cuanto
más, un probo funcionario. Pero tampoco creo forzoso, para una acción socioliteraria positiva, que el escritor milite; bastará con que posea, además de
talento, responsabilidad y convicciones, inalienable sentido crítico
[6]
.
Al igual que en el caso de otros autores críticos, su
actitud frente a la censura, esta es de clara oposición: firmó documentos de
protesta contra la misma y abordó el tema en algunas de sus obras de ficción,
tanto en el teatro (Las meninas, La detonación), como en el ensayo (el
texto alegórico “Don Homobono”
[7]
).
Contra el ocultamiento de ciertos aspectos de la realidad que pretendía la
censura, una de las constantes de su obra, como la de otros realistas, es la
necesidad de desvelar la realidad para transformarla. Tal como señala Iglesias
Feijoo, el triunfo de la lucidez con que culmina La Fundación “podría valer como definición del sentido global de su
dramaturgia”
[8]
.
También
comparte con otros autores realistas la búsqueda de la eficacia comunicativa
como prioridad sobre la experimentación con nuevos lenguajes
[9]
.
Este deseo de entablar un diálogo con la sociedad española estará vinculado a
la elección del lenguaje realista como vehículo de expresión, tal como señala
Luis Iglesias Feijoo:
En los orígenes de la dramaturgia bueriana se da, por tanto, una coincidencia entre el
insoslayable derecho como creador a elegir un planteamiento estético acorde con
sus necesidades expresivas y el deseo de ofrecer al público un lenguaje
dramático exigente y digno, pero también accesible. Puede verse asimismo en
ello la voluntad de plantear en los escenarios españoles un diálogo con el
espectador en épocas en que la sociedad carecía de los mínimos cauces
dialécticos para el intercambio de opiniones
[10]
.
Íntimamente
ligada a este objetivo está la necesidad de esquivar a la censura, que se
convierte en uno de sus principales obstáculos. Al inicio de La detonación,
Larra afirma, ante la amargura de su padre por tener que expresarse con medias
palabras: “También las medias palabras son poderosas. Y se usaron siempre
porque siempre hubo mordazas...”
[11]
.
Para Buero Vallejo, las “medias palabras” o la
“autocensura” suponen un recurso forzoso en la búsqueda de la comunicación con
el público, preferible antes que escribir libremente arriesgándose a la
prohibición:
A veces, autocensurarse no es
deformarse sino buscar comunicación: mejorar un texto. Al decir esto no
pretendo, ni por asomo, justificar la censura, pero sí apuntar, ante la
vastedad de su problemática, que no podemos detenernos en la simple condena —condena que, desde luego, formulamos—, ni sacar la
demasiado fácil consecuencia de una falsificación irremediable de toda
actividad literaria sometida a censura y autocensura [...] Autocensurarse es
escribir “en situación”, mas no, forzosamente, mutilarse [...] Alguna que otra
vez nos habremos censurado empobrecedoramente, y aun
muchas veces, si se quiere; pero, si ello fuese siempre inevitable, yo, al
menos, no habría escrito
[12]
.
Veinte años después, el autor mantenía esta idea, al
responder a un cuestionario en el que se le preguntaba si la censura había
influido en su proceso de creación:
Probablemente. Pero no para
falsificarme, ni menos para anularme, sino para afrontar el reto que su
realidad significaba y llegar a creaciones válidas, e incluso de oposición,
que, de no existir censura, quizá no se habrían concebido
[13]
.
Una
de las estrategias utilizadas para conseguir que los censores autorizaran sus textos
fue la de decir ciertas cosas de forma implícita; no obstante, los elementos
implícitos no siempre obedecen a este fin, tal como explicó Ricardo Doménech:
No cabe duda que, ante una buena parte
de la producción dramática de Buero, el espectador avisado
—o lector avisado— ha podido encontrar alusiones, sugerencias soterradas a
temas y situaciones cuya formulación clara, explícita, era “imposible”. Los
aplausos a ciertas frases de doble sentido son ya tradicionales en los estrenos
de Buero Vallejo, y parece que el autor es el primero
en ser consciente de este guiñar el ojo a sus espectadores. Ahora bien, por lo
mismo que empequeñeceríamos el alcance de su teatro si lo limitáramos a eso,
que no pasa de ser secundario y bastante accidental, empequeñeceríamos también
su concepto de lo implícito si lo redujéramos a la actitud de un viajero que
trata de “pasar” ciertos objetos prohibidos bajo la mirada inadvertida de los
aduaneros. Lo implícito es un valor en sí, y aún más: para Buero es una conditio sine qua non de toda verdadera obra de
arte, cualesquiera que sean las circunstancias del medio social e histórico en
que se produce
[14]
.
Entre
los temas que tuvo que tratar de forma implícita se encuentra la guerra civil;
tal como advirtió Doménech, el acto primero de Historia de una escalera se desarrolla hacia 1919, el segundo hacia
1929, y el tercero “en la actualidad”, o sea, en 1949, quedando oculto el
período correspondiente a la misma, aunque se deja traslucir que en esos años
se ha ido produciendo el “enrarecimiento del ambiente” que se refleja en el
último acto. Para Doménech, la presencia de la guerra en el acto tercero es
continua, una guerra “de la que no se habla abiertamente ni una sola vez, pero
que está allí y cuyos efectos casi ‘se respiran’”
[15]
.
Igualmente, se oculta la traición de Fernando entre los actos primero y
segundo, por lo que Hans-Jörg Neuschäfer concluye que en esta obra los
acontecimientos fundamentales y problemáticos quedan situados en las lagunas
cronológicas entre los actos
[16]
.
La autocensura adopta además otras formas y genera otros
recursos, como el de localizar la acción en escenarios remotos o imaginarios,
cuando se estaban abordando problemas concretos de la situación española; es el
caso de la “Surelia” de Aventura en lo gris y La
doble historia del doctor Valmy, o
el país “imaginario” en que se desarrolla la acción de La Fundación, entre otros. Una
variante del mismo consiste en poner nombres extranjeros a los personajes:
el dictador “Goldmann” de Aventura en lo gris, o el doctor “Valmy”
de La doble historia… El propio Buero señalaba: “Algunos de mis dramas sin localización
concreta poseen, no obstante, fuertes problemas españoles”
[17]
.
Contra
quienes sostienen que la autocensura que ejerció supuso una forma de adaptación
al sistema, Neuschäfer afirma que Buero va arriesgando cada vez más en su lucha contra la censura. Para analizar este
proceso, se basa en tres obras: Historia
de una escalera, La doble historia
del doctor Valmy y El sueño de la razón. En su opinión, el contenido de La doble historia… “es mucho más
atrevido que la Escalera, pues
escenifica un tema extremadamente penoso para el régimen: la tortura a los
presos políticos”; sin embargo, esta obra aún se localiza en un país
imaginario, “Surelia”. Finalmente, en El sueño de la razón, “Buero ya no se limita a denunciar la situación actual, sino
que procura llegar hasta sus raíces”
[18]
.
Aunque esta idea resulta cuestionable —ya que antes de escribir La doble historia… Buero había abordado nuestro pasado histórico en Un
soñador para un pueblo y Las meninas,
ambas autorizadas—, más allá de la difícil cuantificación del riesgo de cada
uno de los textos, este estudioso parte de una premisa que no deja de ser
válida: la insobornable actitud crítica del autor durante toda su trayectoria.
En
cuanto a esa otra forma de autocensura que supone la aceptación de los cortes
impuestos por los censores, Buero Vallejo declaró que
estas modificaciones no alteraron demasiado el sentido de sus textos, pues, de
no ser así, se habría negado a estrenarlos:
Las modificaciones que sufrieron mis
obras fueron variables según los casos. En algunas de ellas, ninguna. En otras,
pequeñas supresiones que no desfiguraban el sentido general de la obra. En
otras, cortes más graves, pero no básicamente deformadores, pues en ese caso yo
no las habría estrenado
[19]
.
De
hecho, una de las causas de la prolongada retención de La doble historia… fue su negativa a suprimir fragmentos que
consideraba fundamentales, como veremos. Así mismo, el autor afirmaba no haber
revisado sus propios textos para autocensurarlos: “nunca tacho después de
escribir, [...] dejo esa tarea a los censores y [...], si me parece excesivo su
celo, me niego a estrenar”
[20]
. En cambio, declaró haber utilizado una táctica
para burlar a los censores que consistía en introducir fragmentos para que la
censura los prohibiera y conseguir así que otros de mayor interés pasaran
inadvertidos o al menos, con más facilidad:
Creo haber sido el primero en revelar
posteriormente ese ardid, del que, en efecto, usé en dos o tres obras, no en
más. Eran añadidos en frío que después suprimía. Un cebo, pero no creo que
todos los censores se engañasen. Se les posibilitaba, eso sí, la demostración
ante sus superiores de que cumplían su función
[21]
.
1.1. Valoración de su obra
por los censores
[22]
Si a
partir de los años sesenta su progresiva consolidación en la escena española
hará que su calidad deje de ser discutida incluso entre los propios censores,
en sus inicios, los juicios sobre la calidad de los textos buerianos van a ser bastante diversos. Por una parte, el menosprecio del realismo
practicado por cierto sector de la inteligencia franquista en estos años hace que encontremos en los informes expresiones como
“falta de inspiración” y de “originalidad”, aplicadas a Historia de una escalera. Algunos de estos informes revelan unas
ideas estéticas próximas a ciertos escritos teóricos de la época, como los de
Luis Araujo Costa, quien en fechas próximas a las de escritura de esta obra
afirmaba que “en literatura, más que ser claro, natural y original, se requiere
que el autor escriba en una forma bella y nos deleite con sus frases y sus
imágenes bien escogidas”
[23]
.
Así, de la citada Historia de una
escalera podemos leer informes en los que se echa en falta esta “belleza”
literaria: “Un intento renovador, con dignidad de forma, pero sin ese soplo de
genialidad o de intuición creadora que salvase la limitación del tema por el
ángulo de la originalidad o la defensa del elevado diálogo” (G. Montes Agudo);
así como: “carece de ideal, de aliento y de toda inspiración espiritual” (fray M. de Begoña). Acerca
de Una extraña armonía, se dijo que
se trataba de una “comedia descarnada y amarga [...] al estilo clásico de este
autor”. Así mismo, al enjuiciar Hoy es
fiesta, E. Morales de Acevedo escribió que aunque poseía “muchos momentos
de altura”, descendía después al “sainetillo trivial”.
No
obstante, también se elogia su valor literario: así, Morales de Acevedo
calificó a Historia de una escalera de “muy estimable” en este sentido. En efecto, los censores admiten el saber
literario y teatral del autor capaz de escribir textos como La tejedora de sueños o Las meninas, y expresan la superioridad
de estas obras sobre la mayoría de las que llegan a sus manos, aunque este
reconocimiento no significa que los textos en cuestión se autorizaran
fácilmente, como veremos. Otras obras de esta primera etapa que recibieron
valoraciones favorables fueron Las
palabras en la arena, Casi un cuento
de hadas, Hoy es fiesta y la versión
de El puente, de Gorostiza,
aunque de todas ellas hubo también juicios desfavorables. Otros textos, sin
embargo, fueron tachados directamente de tener poca calidad: así ocurrió con En la ardiente oscuridad, La señal que se
espera, Aventura en lo gris o Las
cartas boca abajo.
Lejos
de entender este teatro como asequible para un público popular, los censores
encuentran que se trata de un teatro de carácter minoritario. Así, en su
informe sobre Historia de una escalera,
Montes Agudo escribiría: “Nos atrevemos a vaticinar la fría acogida del
público”; e incluso después del éxito de esta obra, los censores insistían en
este aspecto al informar sobre La
tejedora de sueños, Madrugada y Las cartas boca abajo.
En cuanto a la valoración política de este teatro, los
censores muestran un desacuerdo hacia las ideas políticas y sociales del autor
a lo largo de toda su trayectoria. La visión crítica de la realidad española y
de su historia es enjuiciada como un signo de pesimismo o de resentimiento,
frente al triunfalismo de la retórica oficial y la invitación a la evasión del
teatro de humor. En su crítica de Las
cartas boca abajo, Gonzalo Torrente Ballester expuso una visión del realismo bueriano que parece
oportuno citar, ya que coincide en parte con ciertas apreciaciones de los
censores:
Si me viese precisado a bautizar de
algún modo el estilo de Buero Vallejo, lo llamaría
“realismo implacable”. Su modo de ver la vida, de entenderla y de expresarla
teatralmente, es duro, pesimista, desilusionado. Dicen que hay un teatro de
evasión. El de Buero, y de él, este drama, es el otro
extremo. Suena como una admonición, como una llamada al orden, como la señal
imperativa que remite implacablemente a la realidad, sin escapatoria
[24]
.
El pesimismo y la desilusión a los que alude Torrente
fueron destacados en algunos informes de censura. Así, se dijo que Historia de una escalera era
“deprimente, aunque humana” (fray M. de Begoña), o
que El concierto de San Ovidio no
gustaría al público “por su crudeza expositiva y el malestar que produce” (G.
Montes Agudo). Pero a pesar de estas objeciones, los censores
no señalan reparos de tipo político, social ni moral en estas primeras obras.
Así sucedió con Las palabras en la arena (“Sin reparos”); La tejedora de sueños (“sin ofensas a la ortodoxia”); En la
ardiente oscuridad (“No sienta ninguna tesis perniciosa”); La señal que se espera (sin reparos
“morales ni religiosos”); Casi un cuento
de hadas (“Nada prohibitivo”); Madrugada (sin “dificultad grave en el orden moral y religioso”), e incluso con Aventura en lo gris en su primera
lectura (moral y políticamente, “sin riesgo ni inconveniente”).
El primer comentario explícitamente político referido a
una obra original de Buero lo encontramos en los informes
sobre Aventura en lo gris, donde se
habla de veladas alusiones a Mussolini e incluso de
“soflamas políticas”. Unos años después, refiriéndose a El concierto de San Ovidio, José María Cano Lechuga señalaba que
había en ella “resabios de amargo resentimiento”. El mismo censor, al referirse
a Las Meninas, alude por primera vez
de forma explícita a la significación política del autor: tras escribir que los
juicios sobre las obras deberían ser “objetivos y limpios” y no caer en
suspicacias y analogías fáciles, afirma que, en este caso, hay que tener
especial cuidado, ya que “se trata de Buero Vallejo y
[...] sus posibles alusiones a problemas actuales deben mirarse con
precaución”. En años sucesivos seguimos encontrando informes que insisten en
este aspecto. Ya en 1973, al dictaminar sobre La Fundación, Alfredo Mampaso escribía:
“Es otra vez el Buero Vallejo de los buenos oprimidos
y los malos en el poder, de los vencidos y de los verdugos, el de los recuerdos
de sus años de cárcel [...]”. Igualmente, el hecho de que unos días después del
estreno de La doble historia… la
Jefatura de Información emitiera una “Nota Informativa” en la que se recordaba
que el autor había formado parte del bando republicano durante la guerra civil
y había militado en el Partido Comunista muestra que Buero seguía despertando desconfianza por parte del régimen incluso después de la
muerte del dictador.
1.2. Obras sometidas a
censura
Resulta
significativo que, a diferencia de lo que sucede con el resto de autores aquí
estudiados, todos los textos escritos por Buero Vallejo durante el franquismo fueron sometidos a censura, y lo fueron en fechas
relativamente próximas a su escritura. En los primeros años del período de
adaptación, se presentan a censura cuatro de sus textos, los cuales fueron
autorizados para representaciones comerciales; tras la creación del Ministerio
de Información y Turismo se presentan otros nueve textos originales, de los
cuales ocho se autorizan para representaciones de carácter comercial, como
veremos.
Su
primera obra sometida a juicio de los censores fue Las palabras en la arena,
presentada por la compañía Amigos de los Quintero. Fue leída por un único
vocal, el falangista Gumersindo Montes Agudo, quien no sólo no puso reparos
para autorizarla sino que la elogió abiertamente: tras calificarla de
“Bellísima por su entonación dramática, brío poético y juego de imágenes”, al
enjuiciar su valor teatral escribió: “De indudable fuerza y originalidad”.
Además, escribió: “está en una línea de íntima y eficaz sugerencia aleccionadora”.
En consecuencia, se autorizó su representación en el Teatro Español de Madrid.
Nueve
años más tarde, en 1958, fue sometida a consideración de un censor
eclesiástico, debido a que trataba un tema religioso y a que la compañía que
presentó la solicitud proyectaba representarla en los días de Semana Santa.
Este, Avelino Esteban Romero, desde una posición más ortodoxa que el anterior,
emitió un “Informe moral” con una serie de observaciones sobre el tratamiento
de la figura de Jesucristo; el censor echaba en falta el tono didáctico y
doctrinario habitual en las obras que trataban temas religiosos:
Nada se dice contra Él; pero es
curioso que tampoco se sienta afirmación doctrinal alguna sobre Él. Las
referencias en los labios de los escribas y fariseos son, como es lógico,
contrarias a Jesucristo.
Además,
mostró su prevención hacia el tema del adulterio: “No sabría concretar el por
qué, pero no me gusta este drama, menos para días de Semana Santa, ya que a la
sombra de un hecho evangélico, su trama se limita a presentarnos un caso de
adulterio”. En consecuencia, se prohibió su representación durante la Semana
Santa, aunque el resto de las veces que se presentó fue autorizada sin cortes.
El deseo de renovación del teatro religioso al que aludíamos unas páginas más
atrás no era, pues, unánime entre los censores. Tal como señala Iglesias
Feijoo, Buero no se limitó a escribir “la típica obra
religiosa, propia de un tiempo de inflación de esta temática en la literatura
española”
[25]
;
además, abordó un tema especialmente vigilado por la censura, como era el
adulterio, tal como señala este autor.
Unos
días después que el texto anterior, se presentaba a censura Historia
de una escalera. Fue leída por tres censores, que no encontraron en
ella ninguna tesis perniciosa ni contraria a los principios del régimen: así,
el religioso fray Mauricio de Begoña, aunque no la
encontró de su agrado, no puso reparos para autorizarla, ya que, en su opinión,
no defendía una ideología concreta, sino que describía una realidad:
La obra es expositiva sin mantener
tesis alguna. Describe las sordideces, sueños,
fracasos y nuevos sueños de una humanidad sórdida que se repite a sí misma con
rutina de bestia de noria.
Igualmente,
Montes Agudo señaló que el texto carecía de “fuerza polémica”, y en cuanto a su
dimensión moral, se limitó a señalar: “Sin tacha”. La “tesis principal”, para
él, era la siguiente: “los hijos se resisten a caer en los errores de los
padres, en limitar el vuelo de sus sueños a la estrechez de esa escalera, es
decir, de ese ‘mundo’ hostil, enconado y pobre de espíritu”. Por último, Emilio
Morales de Acevedo, aunque proponía la supresión de varios fragmentos, realizó
un informe muy elogioso. Este censor se refería así al argumento de la obra:
Se reduce a un bello y sutil sainete
para minorías selectas en el que se reflejan unas vidas de gentes humildes que
habitan la casa y suben y bajan la eterna escalera; se aman, se odian, se
critican, nacen y mueren y la historia se repite en los hijos, que pese a todas
sus ilusiones, seguirán subiendo y bajando la eterna escalera hasta que quiera
Dios.
Este
censor calificaba su valor literario de “muy estimable”, y añadía: “Es prodigio
de observación y de verdad que lleva al autor a no querer prescindir de
adjetivos vulgares para dar fuerza y color a la obra”. También Montes Agudo
encontraba apreciable la intención de hacer un teatro nuevo y distinto: destacó
como virtudes “valentía en el enfoque escénico, sinceridad en el perfil de los
personajes, nobleza de tema, pulcritud en el trazado moral, intento de rasgar
ciertos patrones escénicos, perfecta ambientación”; sin embargo, como ya se
apuntó, señaló que el autor se había quedado en el intento por falta de
capacidad creadora: entre sus defectos, señaló “Indecisiones, reiteración, monotonía,
estrechez de tema, artificiosidad, lentitud, poca elevación dialéctica”, y
concluía: “Es una muestra de teatro inquieto, nuevo, estimable siempre, pero
servido por pluma sin nervio o pasión de artista”.
Finalmente,
la obra fue autorizada tan sólo una semana después de haber sido presentada,
con tres cortes —dos de los cuales, significativamente, hacían referencia a la
desigualdad de clases y al sindicato
[26]
—
y dos modificaciones (“nada grave”, según el autor
[27]
).
Con su autorización, la carestía económica y las condiciones de vida de las
clases humildes serían reflejadas por primera vez en un escenario, consiguiendo
un éxito que los censores no habían sospechado. Según señala Iglesias Feijoo, en este texto el autor ya estaba
poniendo en práctica su teoría del posibilismo,
pues todo el entramado de relaciones ideológico-sociales permanece en el subtexto
[28]
. Igualmente, este autor señala que en ella Buero estaba hablando, en la medida en que le era
permitido, de las secuelas de la guerra civil española:
El público de 1949 sabía,
efectivamente, que se estaba aludiendo en el subtexto a problemas que no era posible plantear con mayor claridad. Pero esas
referencias estaban ahí, y creo que el autor aludía, entre otras, a esta obra,
cuando en 1958 contestaba a la acusación de no abordar los problemas españoles
recientes, como la guerra civil: “Usted... echa sobre nuestros hombros... una
culpa que no es nuestra. Dice usted que bastaría con reflejar el que los
protagonistas la vivieron y en ellos dejó la enorme huella. Pues bien, eso es,
sin citarlo, lo que les ocurre a nuestros protagonistas. Usted dirá que no lo
nota. Y yo le responderé que es una mala suerte para mí, pero que quizá otros
lo notan”
[29]
.
Más
sencilla resultó la autorización de La tejedora de sueños, pues se
aprobó sin cortes en octubre de 1950, una semana después de haber sido
presentada. El fracaso íntimo del héroe guerrero y el cuestionamiento de la
legitimidad de la guerra no fue obstáculo para que los representantes de un
régimen que la exaltaba y basaba en ella su existencia autorizaran esta obra;
por el contrario, la obsequiaron con numerosos elogios. Al igual que sucedió
con las anteriores, hubo censores que la encontraron apropiada para el gusto de
una elite y superior en su calidad a lo que habitualmente se mostraba en los
escenarios. Así, José María Ortiz calificó su valor literario de “excelente”,
su valor teatral de “bueno para un público selecto” y la calificó como
“Magnífica obra de alta calidad dramática y literaria al estilo de las grandes
tragedias griegas”. Morales de Acevedo se mostró igualmente elogioso: “Está
llevada la obra magistralmente y hablada con hermosa sencillez. Posee mérito
superior al medio ambiente de mediocridades”. Alabó igualmente su “delicadeza y
sutilezas”, así como el análisis psicológico de los personajes, y destacó que,
por todo ello, “cautiva a los catadores de cosas bellas”, y aplaudía la
iniciativa del Teatro Nacional de estrenarlo: “Gran teatro para gran director y
gran compañía”. Por último, aclaró que se trataba de una obra “Sin ofensas a la
ortodoxia”.
Tampoco
ocasionó dudas sobre su dictamen En la ardiente oscuridad, que se
autorizó sin cortes una semana después de haber sido presentada y algo más de
un mes después de que se autorizara la anterior, aunque en esta ocasión los
informes fueron menos entusiastas: Montes Agudo la tachó de “fría exposición
dialéctica”, escrita “sin auténtica emoción” y con “acusada pretensión
intelectualista”; este censor atacó la artificiosidad de sus personajes, a los
que describió como “criaturas que fuerzan sus emociones sin una natural
ordenación sentimental, únicamente porque el autor las conduce ahí en su
desanimada y cerebral experiencia”. Su juicio sobre el valor teatral de la obra
tampoco fue mucho más favorable, pues la tachó de “conceptuosa, sin fuerza
emocional”, así como de “lánguida, monótona, reiterativa”. No obstante, a pesar
de estos reparos, no encontraba “peligrosidad moral”:
Aunque el autor parece, en algunos instantes, querer
justificar el crimen de Carlos —por la cínica y obsesiva influencia de
Ignacio—, en realidad no oculta la baja y pasional motivación del asesino, y le
condena a vivir bajo la angustiosa evocación de las inquietudes de Ignacio. No
sienta ninguna tesis perniciosa, se limita a desarrollar un conflicto anímico,
pero el autor no toma un definitivo campo: expone y no sugiere conclusiones.
Éste es un defecto al considerar la obra como experimento literario sin
concluir, pero, en cambio, le resta toda posible peligrosidad moral.
El
censor Manuel Díez Crespo, al que no le correspondió enjuiciar esta obra como
tal, en su crítica al estreno (calificada por Iglesias Feijoo como “muy sagaz”)
señaló su relación con Edipo Rey, y la
del vidente protagonista con Tiresias:
El autor plantea el terrible problema
humano de la luz y de las tinieblas. Tinieblas felices y luz ardiente o
infeliz. […] En este sentido, En la
ardiente oscuridad es, hablando directamente de temas teatrales inmediatos,
el reverso de la tesis de Evreinoff en su Comedia de la felicidad, que tanto juego
ha dado en el teatro de todos los países
[30]
.
A
diferencia de Montes Agudo, encontraba grandes cualidades en el drama: “Tan
difícil tema es llevado con maestría por Buero Vallejo. Los tres actos tienen armonía y seguridad en su desarrollo. El
vocabulario es justo, preciso; las situaciones, marcadas sin trucos vulgares”.
En cualquier caso, su interpretación carecía de connotaciones políticas y en su
lugar tomaba derroteros abstractos o metafísicos:
Sobresale el drama del personaje
central y su golpe triste sobre los personajes, en quienes se adivina el signo
de un futuro drama. Drama, porque ya saben que existen, porque ya comienzan a
conocer, y porque, en definitiva, el asombro les va a hacer infelices ante la
vida, el remordimiento y la esperanza.
La
obra, sin embargo, no está exenta de crítica social, tal como han señalado
varios estudiosos y el propio autor
[31]
.
Según afirmaba Buero, aunque carece de una
localización concreta, en ella estaba hablando, entre otras cosas, de “nuestra
resistencia a la crítica y al movimiento”
[32]
.
También aporta una explicación en este sentido Jean-Paul Borel, para quien su primera significación es que
“hay potencias interesadas en que el hombre se crea feliz”, y “los que se
aprovechan de la situación actual serían capaces incluso de llegar a matar a
los defensores de la verdad”
[33]
.
En
febrero de 1952 se autorizó sin cortes La señal que se espera, tan sólo
cuatro días después de que la compañía Carbonell-Vico solicitara la autorización. A semejanza de la anterior, la valoración de su
calidad fue bastante desfavorable; el único censor que lo enjuició, Morales de
Acevedo, aunque señaló que no ofrecía reparos “morales ni religiosos”, calificó
su valor literario de “insignificante” y su valor teatral “de muy escaso
interés”, además de definiarla como una “comedia
vulgar de fondo y de forma”.
En
esta ocasión, también los críticos la valoraron duramente, e incluso el
público, pues apenas se mantuvo dos semanas en cartel. Así, Torrente Ballester, la definió como “una equivocación de Buero Vallejo”
[34]
;
Gabriel García Espina, que hasta el año anterior había sido Director General de
Cinematografía y Teatro, tampoco mostró demasiada estima por esta obra, aunque
se mostraba respetuoso hacia su autor: “Buero Vallejo
ha hecho con La señal que se espera un ejercicio dramático dificilísimo. No le salió todo lo airoso que él y
nosotros esperábamos, ya lo será otra vez”
[35]
. A pesar de las duras críticas hacia su
calidad formal, no hubo objeciones de tipo ideológico, pues fue entendida como
una obra conservadora. Torrente la definió como “una exaltación de la fe”
[36]
,
y años después, desde una perspectiva muy distinta, Martha T. Halsey abundaba en esta idea al señalar que su tema central
es “el poder creador de la fe”
[37]
.
En este sentido, Iglesias Feijoo ha señalado que la obra “se acerca
peligrosamente” a lo que el propio Buero llamaba con
desprecio en 1950 el “teatro convencional”
[38]
,
y de hecho él mismo diría en 1953 que ésta era la obra que menos le gustaba de
las que había escrito hasta el momento
[39]
.
No obstante, Iglesias Feijoo señala que, aunque formalmente se aproxima al
teatro burgués, se aleja del pensamiento conservador más de lo que entendieron
sus contemporáneos: si, a primera vista, ciertas alusiones a Dios parecen
contradecir lo visto en La tejedora de
sueños y En la ardiente oscuridad,
más allá de una interpretación superficial, la obra expresa algo similar a
dichos dramas, e “incluso sugerido de forma más audaz, al contraponerlo
dinámicamente con las referencias a la divinidad”
[40]
.
A
finales de 1952 se presentaría Casi un cuento de hadas, que ya en
enero del 53 se autorizó sin cortes,
tras ser leído por un único censor, Emilio Morales de Acevedo. Este censor
calificó su calidad literaria de “estimable” y señaló que era una obra
“inteligente y bella”, aunque también la tildó de “excesivamente artificiosa” y
“dulzarrona”. En cuanto a su “tesis”, señaló que “peca de vulgar, aunque
presuma de peregrina y profunda”, y esta consistiría en presentar a “las dos
bellezas —la de la inteligencia o espiritual y física— en pugna”, para
demostrar que “vence aquella”, y que la unión de ambas equivaldría a “suprema
felicidad”.
Al igual que La
señal que se espera, esta obra tampoco fue bien recibida por el público,
pues tan sólo permaneció diez días en cartel. En su expediente no consta que
ninguna otra compañía volviera a solicitar autorización para representarla.
A
comienzos de 1954 se prohíbe por primera y única vez un texto original de Buero Vallejo, Aventura en lo gris, después de un
proceso más largo y complicado de lo habitual en el que, no obstante, ninguno
de los censores votó por la prohibición. La obra se presentó a finales de 1952,
y fue leída por dos censores, los cuales señalaron que carecía de
inconvenientes de tipo político. Así, Bartolomé Mostaza escribió: “Carece de
sentido religioso. No ofrece peligro político”, y Gumersindo Montes Agudo
coincidió en que “moral y políticamente”, la obra no tenía “riesgo ni
inconveniente”. Ambos se centraron en enjuiciar su valor artístico: Mostaza la
calificó de “Buen drama”, y ensalzó el segundo acto (“es francamente hermoso y
acredita posibilidades poéticas en el autor”), aunque el cierre, para este
censor, no estaba a la altura del acto anterior (“El tercer acto es la
desbandada y resulta un tanto esquemático y atropellado”). Por su parte, Montes
Agudo, aunque admitía su “calidad
indudable y pretensión dramática”, la encontraba “confusa, dislocada, con una
poco hábil mezcla de recursos folletinescos y un intento de acción onírica que
resulta en exceso complicado y falso”, y valoraba lo que para él suponía esta
obra dentro de la trayectoria del autor: “[…] es obra —como intento— estimable.
Pero mucho tememos que el autor está ya obligado —ésta es su sexta obra— a algo
más que intentos”.
Por motivos que tampoco esta vez quedan explicados, el
texto no se autorizó, y en noviembre de 1953 fue leído de nuevo por la Junta,
después de que el autor realizara algunas modificaciones. A los censores
anteriores, que emitieron nuevos informes, se sumaron otros tres, que
coincidieron en afirmar que la obra podía autorizarse. Morales de Acevedo únicamente puso reparos de índole
artística; para este censor, la obra estaba
escrita “al modo de la nueva e incoherente literatura mundial” y adolecía de un
“exceso de preocupación e influencia de lecturas teatrales extranjeras”; le
pareció además “insincera, muy trabajada y pretenciosa”. En cuanto a su
contenido, señaló que “son de alabar la intención condenatoria
de los egoísmos y la barbarie de las guerras”, y que su diálogo era “culto y
tolerable en sus juicios”. A diferencia de
su informe anterior, en esta ocasión, Montes Agudo advertió la presencia de referencias políticas a las que un año antes no hizo alusión:
[...] existen, evidentemente —por
clima, situación y dialéctica se sugieren las horas postreras de Mussolini—, pero esta adecuación es hábil, contenida, como
si el autor ‘temiera’ las consecuencias de una encubierta animosidad. Elude
situaciones que inicialmente debieron haber sido concebidas, cuida los vocablos
y salva así nuestros reparos, aunque no consiga nuestra ignorancia.
Sin
embargo, encontraba que estas referencias estaban lo suficientemente
“encubiertas”, por lo que de nuevo optó por la aprobación. Mostaza, en su
segundo informe, señaló que el texto había mejorado con las modificaciones, y
admitía igualmente las enmiendas propuestas por otro censor, pues, en su
opinión, mejoraban el texto estéticamente “al podarlo de soflamas políticas”. Para Francisco Ortiz Muñoz, también partidario de
la autorización, esta era una obra “confusa, triste, escéptica,
pesimista”, en la que “no se percibe claramente la intención política del autor”. Fray Mauricio de Begoña no encontraba reparos morales
ni religiosos, además de señalar que “se exponen principios correctos”, aunque
supeditó su dictamen a la opinión de un superior. De hecho, es posible que la prohibición fuera ordenada por alguna
instancia superior, al igual que ocurrió con dos textos de Alfonso
Sastre prohibidos en ese año, aunque no hay documentos que lo confirmen. El propio autor señalaba que los motivos de la
prohibición nunca le fueron aclarados
[41]
.
Patricia
O’Connor señala que el veto debió estar motivado por la condena de la guerra
(y, consiguientemente, de la guerra civil española, tal como señala R. L. Sheenan
[42]
)
y del totalitarismo, pero también por el parecido de dos de los personajes con Mussolini y su amante
[43]
,
lo que, como vimos, fue destacado por Montes Agudo, aunque sin prohibirla por
ello. Luis Iglesias Feijoo parece coincidir con esta estudiosa al afirmar que,
en esta obra, Buero, “tras haber condenado la guerra
en los tiempos homéricos, quiso, según su doctrina posibilista, hacer lo mismo en una obra situada en nuestro tiempo,
aunque en ‘Surelia’, sin aludir a su país explícitamente”
[44]
. En 1963 se presentó a censura una nueva
versión —“en mi opinión bastante más censurable”, diría el autor
[45]
—
que se autorizaría sin cortes, como veremos.
Mientras
se debatía el dictamen de Aventura en lo
gris, se presenta a censura Madrugada, texto que fue leído únicamente por dos censores y autorizado sin
cortes, una semana después de su entrada en el registro. Francisco Ortiz Muñoz
señaló dos cortes en la escena más violenta para rebajar las “notas de
impiedad”, pues la “fuerza dramática” de la obra, escribía, se sustentaba sobre “los odios, egoísmos, pasiones e
incluso impiedad entre padre e hijo”. Por su parte, fray Mauricio de Begoña señaló que no ofrecía “dificultad grave en el orden moral y
religioso”, y la calificó como “Una obra intensamente dramática, pero acaso de
difícil acceso para el público en general”. Si en apariencia esta obra no
ofrecía una lectura crítica hacia la sociedad franquista, también en este caso
se trata de “una simbólica y trágica lucha por encontrar la verdad”, tal como
señala Mariano de Paco
[46]
;
lucha que el autor sitúa en un contexto en el que la protagonista ha de
enfrentarse a un muro de hipocresía y de conveniencias para desvelar la
realidad.
Más
sencilla aún resultó la autorización de Irene o el tesoro: presentada por la
compañía del Teatro Nacional María Guerrero en noviembre de 1954, fue
enjuiciada por la Comisión Permanente de los Teatros Oficiales del Consejo
Superior de Teatro, y se autorizó al día siguiente de su presentación. En el
informe que realizó José María Ortiz se dice que dicha Comisión no encontró en
la obra “ningún reparo de orden ético, político, social o religioso”. En ella, Buero presenta a una protagonista enferma de esquizofrenia que opta por el suicidio
como única salida posible para escapar a la sordidez que la rodea, al tiempo
que plantea si aquellos que la rodean no están más alejados que ella de la
realidad. Luis Iglesias, quien señala que se trata de la obra más
ambigua del autor, indica que esta ambigüedad puede haber tenido un carácter
preventivo, pues la protagonista opta por el suicidio ante el temor de ser
llevada a un manicomio donde empeorará aún más su ya
de por sí sórdida existencia, y la justificación del suicidio era uno de los
temas vetados por la censura (tal como quedaría reflejado en las Normas de
1963)
[47]
.
La
crítica acusó esta ambigüedad, y en algunos casos, manifestó su acuerdo con lo
expuesto en la obra. Así, para Nicolás González Ruiz este texto era “una
demostración de los dones que nos hace la misericordia de Dios”, y algo
parecido debió ocurrirle a cierto público, según explicaba, tras el estreno,
Torrente Ballester: “Cuando las señoras de mis
alrededores comenzaron a enternecerse comprendí que la fusión de lo real y lo
irreal no se produciría. El público vio al niño travieso, vio lo que veía Irene
y no lo que debía ver”. Sin embargo, no hubo unanimidad en este aspecto, ya que
algún crítico que buscaba en la obra valores religiosos encontró defraudadas
sus expectativas, como Juan Fernández Figueroa, quien echaba en falta la
presencia del Dios cristiano y señalaba que “la conciencia religiosa del hombre
—máxime del hombre español— repugna la ambigüedad”
[48]
.
Hoy
es fiesta fue presentada a censura por primera vez en octubre
de 1955, por la compañía del teatro María Guerrero, y fue leída por un único
censor, que la autorizó. Un mes más tarde, sin embargo, el director del teatro,
Claudio de la Torre, retiró la petición y el expediente fue anulado. En aquella
ocasión, Morales de Acevedo comparó esta obra con Historia de una escalera, aunque, en su opinión, era “muy desigual”
e inferior a aquella: se refirió a ella como “sainetillo” y “sainetón”, y señaló que el conflicto dramático no estaba
“sinceramente definido”, como tampoco lo estaba su protagonista, Silverio.
Aunque reconocía que el tercer acto estaba “desarrollado con innegable
interés”, entendió que se alargaba demasiado y estaba “excesivamente cargado de almibarismo y latiguillos de poca talla”, y concluía:
“Le sobra mucho a esta producción, tanto como le falta no poco de sinceridad”.
En
agosto del año siguiente volvió a presentarla la misma compañía, y en esta
ocasión, tras ser leída por otro vocal, se autorizó sin cortes. El censor que
la leyó, el periodista Bartolomé Mostaza, elogió el reflejo de las situaciones
de la vida cotidiana y su diálogo (“magnífico en su realismo y en su carga
emotiva”). Encontró en la obra “más bondad que maldad, a pesar de todo”, y la
calificó de “comedia optimista, compuesta de unos materiales ínfimos”. Además,
señaló que “moralmente, no hay objeción que hacerle”.
Presentada
por la compañía de Alberto Closas, a principios de
1957 se autorizaba Una extraña armonía, tras haber sido leída por un solo censor,
Adolfo Carril, quien señaló un corte que finalmente se impuso (“sucia perra
salida”). Carril calificaba a esta obra como “comedia descarnada y amarga”, así
como “verdadera expresión de la tragedia de una vida torcida por un desengaño”,
para concluir señalando que esta era “una tragedia más al estilo clásico de
este autor”.
Al
igual que los textos anteriores, Las cartas boca abajo fue autorizada
unos días después de haber sido realizada la petición, tras ser leída por
Morales de Acevedo. Para este vocal, la obra carecía de matices políticos y
religiosos, aunque juzgó severamente su calidad dramática: la encontró
“discursiva, poco sincera y un tanto rebuscada”, de valor literario “no muy
sobrado”, y dirigida a un público “selecto y bondadoso”.
Cuando
la obra se estrenó, el dramaturgo Adolfo Prego, que
años después entraría a formar parte de la Junta de Censura, destacaba la
crudeza del drama, al que negaba cualquier atisbo de optimismo o de esperanza:
No se ha permitido el autor ni una
sola sonrisa a lo largo de toda la obra. Con una decisión fría, guiado por el
positivo talento dramático que desde hace tiempo se le conoce al señor Buero aun en aquellas obras que no logran el favor del
público, acumula atrocidades y bajezas en el seno de una breve familia,
compendio de frustraciones y derrotas.
E
igualmente, encontraba cierta artificiosidad en su construcción, al igual que
lo había hecho el censor:
Pero el señor Buero conoce su oficio. Siempre se queda con algunas cartas de las que están boca abajo.
Su capacidad para arrancar a las vidas sus acordes más tristes le permite ir
revelando nuevas desventuras, incluso a riesgo de caer en la falsificación
[49]
.
Si
desde Aventura en lo gris el resto de
obras sometidas a censura se habían autorizado sin problemas, el drama
histórico Un soñador para un pueblo volvería a suscitar las dudas sobre
su autorización. Entre quienes la enjuiciaron, Pío García Escudero mostró su
rechazo hacia su visión del pasado histórico, especialmente, hacia el
afrancesamiento de Esquilache, expresado en
“numerosas frases que, a mi juicio, llegan a deformar la verdad histórica y son
poco favorables para España y para el pueblo español”. Alfredo Timermans coincidía en este aspecto, además de encontrar
problemáticas la presentación del marqués de la Ensenada como instigador del
motín, la crítica de Esquilache a los títulos
nobiliarios y al Santo Oficio, o su invocación a la necesidad de que España
imite a Europa. Sin embargo, a diferencia del anterior, no encontró tendenciosa
esta presentación de la historia:
La obra parece tener un gran rigor
histórico y significa una reivindicación del reinado de Carlos III y
principalmente de su Ministro Esquilache.
La figura del monarca está tocada con
toda dignidad y refleja el intento del mismo, en unión de su Ministro, de
superar una época de dejadez, abandono y negligencia.
Finalmente, en diciembre de 1958, dos semanas
después de que la compañía del Teatro Español presentara la petición, el texto se
autorizó con la supresión de dos fragmentos susceptibles de “actualización”: el ataque del Rey a los
políticos (“son políticos: o sea, malvados”; pág. 32 de la Primera Parte) y una alusión al Pardo (“¿Tú en el Pardo?”; pág. 30 de la Primera
Parte)
[50]
.
Merece
la pena detenerse en la fuerte polémica desatada en la prensa tras el estreno,
en torno a la visión que esta obra ofrecía de la España de la Ilustración y sus
políticos. Tal vez esta polémica, que los censores no pudieron prever, motivó
que los dramas históricos presentados a partir de entonces fueran observados
con más celo que este primero. A finales de 1958, el que fuera Director General
de Cinematografía y Teatro en dos ocasiones, José María García Escudero
[51]
,
publicó dos artículos en los que cuestionaba la figura de Esquilache,
de quien aseguraba: “ha tenido durante muchos años muy mala prensa; pero ahora
parece que la va teniendo demasiado buena”, por lo que acusaba a Buero de plantear una defensa de la Ilustración “más
incondicional y absoluta de lo que sería deseable”. En suma, le parecía
peligroso encomiar una política llena “de ligereza y presunción” y de efectos
perniciosos: “el cortar capas, que es como se empezó, y el expulsar sotanas,
que es como se acabó”.
Este
espectáculo sufrió además otro ataque, de tono aún más radical: el de Mariano Daranas, quien afirmaba: “El esquilachismo,
y esto lo he aprendido de Unamuno, es sólo negocio de papanatas o de viles”. Frente a la figura de Esquilache, este autor reivindicaba la de Miguel Primo de
Rivera, “un verdadero soñador para un pueblo, eslabón de un linaje psicológico
así español como universal, pues de Cisneros a Franco no necesita nuestro
pueblo... luces de favoritos impuestos e intrusos”. El impacto de la obra
adquirió tintes de esperpento cuando, con motivo de su estreno en Barcelona, la
Asociación de Hidalgos de España, herida por la presentación de la figura de
Ensenada, acordó la creación de un premio con su nombre para trabajos “sobre
nuestra hidalguía tradicional”
[52]
.
En
efecto, la visión de la historia de España materializada en esta obra se
alejaba de la historiografía oficial, que, tal como señala Iglesias Feijoo,
tendía a presentar la Ilustración como un período “decadente, extranjerizante e
impío”:
El revuelo producido, sólo
comprensible en las coordenadas vigentes en los años de posguerra, derivaba del
propósito del autor de romper con lo que Maravall ha
llamado “la tradicional, la castiza imagen de España”, y por ello se
despertaron contra él lo que el mismo historiador denomina “los montajes
tradicionalistas y antihistóricos”
[53]
.
Además,
se le prohibió en 1952 una adaptación de El
puente, de Gorostiza, sin que en los informes de
los censores se haga ningún comentario sobre la adaptación ni sobre la
significación del adaptador.