3. El teatro de la sociedad democrática
Tal
como afirman Berenguer y Pérez, en estos años la sociedad española parece sumida
en una intensa transformación que no sólo afectará al orden político, sino
también al orden escénico: los cambios políticos afectarán al teatro tanto en
lo que se refiere a su temática, como a los mecanismos de producción y
distribución, a las expectativas del público, o a los aspectos específicamente
artísticos
[1]
.
En este contexto hay que situar el intento de recuperar el teatro del exilio y
la tradición teatral interrumpida por el franquismo, o el rechazo de ciertos
sectores hacia los textos creados bajo el condicionante de la censura.
Refiriéndose
al intento que se produce en este período de recuperar el teatro desplazado por
el anterior régimen, Ruiz Ramón
[2]
acuñó los términos “operación rescate” y “operación restitución”. Por una
parte, hay un intento de restaurar la tradición teatral truncada por la
dictadura (aunque, como vimos, ya en los sesenta había comenzado una tímida
recuperación): se estrenan ahora algunos esperpentos de Valle-Inclán (Los cuernos
de Don Friolera, Martes de carnaval, Las galas del difunto y La hija del capitán), así como La casa de Bernarda Alba, de García Lorca. Por otra, se recuperan algunas obras del teatro del
exilio, como El adefesio (1976) y Noche de guerra en el Museo del Prado (1978), de Rafael Alberti, ambas estrenadas en régimen comercial. Estos
montajes, señala Manuel Aznar, constituirían un
símbolo “de la compleja vinculación entre la sociedad democrática española y
nuestra mejor tradición teatral del siglo XX”
[3]
.
En algunos casos, estos espectáculos estarían cargados de significación
política, como ocurrió con los citados estrenos de Alberti o el de La velada en Benicarló, de Manuel Azaña, en 1980.
La
recuperación abarca también algunos dramas prohibidos de los autores que
escribieron durante la dictadura. Entre los más significativos, La doble historia del doctor Valmy, de Buero Vallejo
(1976); La sangre y la ceniza, de
Sastre (1977); La condecoración, de
Olmo (1977); Historia de unos cuantos (1975) y Bodas que fueron famosas del
Pingajo y la Fandanga, de Rodríguez Méndez
(1976), y Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca, de Martín Recuerda (1977), en lo que
se refiere al grupo realista. Igualmente, se estrenan obras emblemáticas de los
autores vanguardistas, como El cementerio
de automóviles y El arquitecto y el
emperador de Asiria, de Fernando Arrabal (1977),
o La carroza de plomo candente y El combate de Ópalos y Tasia, de
Francisco Nieva (1976); así como algunas de las más representativas de los
autores que comienzan a escribir en los últimos años del franquismo: 7.000 gallinas y un camello, de Jesús
Campos (1976); El día en que se descubrió
el pastel, de Manuel Martínez Mediero (1976); Farsas contemporáneas, de Antonio Martínez Ballesteros (1977); La venta del ahorcado (1977) y De San Pascual a San Gil (1979), de
Domingo Miras; Retrato de dama con
perrito, de Luis Riaza (1979); Fiestas
gordas del vino y el tocino, de Miguel Romero Esteo (1979), o Ejercicios para equilibristas,
de Luis Matilla (1980). En palabras de Manuel Aznar Soler, este conjunto de estrenos “constituyó un saludable proyecto de
recuperación colectiva, a través de la escena, de una tradición silenciada”
[4]
.
3.1. Nuevas censuras para la
dramaturgia española
No
obstante, lo cierto es que, al margen de los estrenos emblemáticos, aún quedaba
mucho por hacer en el camino hacia la normalización de la vida teatral del
país. Los autores españoles, lejos de conseguir una presencia continuada en las
carteleras, ven cómo en estos años se produce una depreciación de sus obras.
Piezas que en su día fueron escritas con voluntad de sortear la censura y con
recursos adecuados a este fin (alegoría, abstracción, símbolos, alejamiento
temporal y espacial…), fueron cuestionadas por su falta de adecuación al nuevo
contexto; con afán simplificador en extremo se cuestionó por igual a quienes
realmente utilizaban lenguajes no realistas para escapar a la censura que a
quienes buscaban experimentar con nuevas formas. El desdén que los nuevos
gestores parecían mostrar hacia la dramaturgia española motivó que varios
autores y críticos firmaran un Manifiesto en el que denunciaban la situación de
los autores españoles en el nuevo contexto
[5]
.
Uno de estos gestores, Adolfo Marsillach (entonces
director del Centro Dramático Nacional) descalificaba de forma global a todos
los autores que habían creado su obra bajo la censura:
¿Quién es el guapo que les dice ahora
a los autores, a quienes se les fue la juventud esperando que la censura
autorizara sus obras, que la única posibilidad que les queda les volver a
guardarlas en los cajones donde estaban? Es demasiado injusto, pero es así y no
hay que darle más vueltas. Estamos obligados —nos obliga el público, por otra
parte— a meternos nuestros cripticismos donde nos quepan
[6]
.
No
menos duras eran las palabras de Haro en su respuesta al citado manifiesto.
Merece la pena citarlas en toda su amplitud, pues representan un pensamiento
enormemente perjudicial para los autores que ha llegado hasta nuestros días:
Tuvo muy mala suerte el “nuevo
teatro”. Surgió, rasgado y duro, en una época en que la censura lo impedía y el
sistema empresarial lo repudiaba porque rompía el esquema burgués. No tenía,
por otra parte, gran calidad, hablando en términos generales. [...] Interesó a
profesores extranjeros y españoles, que veían en este hecho una manifestación
sociológica o que estimulaban políticamente este teatro como una muestra de
resistencia política, antifranquista. Fueron pasto de
algunos grupos teatrales independientes, que trataban así de manifestar esa
condición de independencia, pero cuya buena voluntad de lucha no estaba
acompañada de medios materiales ni de una excesiva capacidad interpretativa:
sus obras se representaron mal. Tuvieron premios, y no fueron representados.
Pero, con todo ello, con traducciones y ensayos, con su inclusión en historias
del teatro, tuvieron derecho a creerse genios incomprendidos. Y capaces de
salvar al teatro español. Sólo que la culpa era de Franco.
Franco muerto, y evolucionado
políticamente el país, se creyeron con derecho a salvar el teatro. Habían adquirido
una mentalidad de excombatientes a los que siempre hay que recompensar. Sacaron
de los cajones las gloriosas obras prohibidas y las ofrecieron. Algunos se
estrenan. El Centro Dramático Nacional ha sido generoso. [...] Alguna empresa
privada se atrevió con otra obra, Las
planchadoras, de Rodríguez Méndez [sic], y fue un desastre. Privados de su
calidad de lucha y de combate, de su condición de víctimas, de clandestinos, de
subterráneos y perseguidos, lo que queda ahora a la luz es su teatro. Es arcaico.
Es, a veces, tan repleto de claves pasadas, cuando ya se habla sin claves, que
resulta incompresible. Se refugia en el lenguajismo,
en la parábola, en la perífrasis. Resulta indirecto, y su violencia se descarga
ya sobre la nada. Por el momento, estos autores no son capaces de escribir las
obras que necesita “la evolución política que se está representando”. Son
arcaicos.
Pero, acostumbrados a situar en lo
exterior y en la opresión las razones de su invisibilidad, consideran ahora que
el problema sigue estando fuera, y no dentro de su teatro. Su aventura actual
es la del dinosaurio: se extinguen por falta de adaptación. [...]
Denuncian entonces al exterior, a la
estructura. Lo mezclan todo y no les importa hacerlo injustamente. Desde una
exaltación patriótica en la que piden protección por el hecho de ser españoles,
a una denuncia del teatro extranjero que se estrena, creyendo que es mejor
traer las formas extranjeras por la inspiración de las obras que ellos imitaron
que por las obras directas [...]. Llaman “inquisidores” a aquellos que, en uso
de su libertad, expresan una teoría teatral que no coincide con sus obras: como
ya no tienen censores, se los inventan. Y se convierten, a su vez, en
inquisidores de las actividades teatrales de los demás [...].
Su capacidad de autocrítica no existe.
Prefieren criticar a los demás por aquello en lo que fallan ellos mismos. Debe
ser su consuelo
[7]
.
En
su réplica, Miralles reclamó el derecho de los autores a “participar en el
panorama cultural de nuestro país” y a la observación objetiva de una realidad
en la que permanecían vigentes “numerosas situaciones que los nuevos
reformistas quisieran borrar de un plumazo para seguir medrando sin mala
conciencia”
[8]
.
No obstante, el discurso descalificador se impuso y
la falta de vigencia del teatro creado en la España de Franco se convirtió en
un lugar común. Así, por ejemplo, Ángel Fernández-Santos denunciaba la impronta
que había dejado la censura en la creación teatral española, incluso en la que
habría de crecer en libertad:
Al teatro le acaban de quitar la
mordaza y resulta que era mudo. Sigue callado. Tiene cosas que decir, nubes de
polvo que levantar, escándalos que crear, transgresiones que perpetrar. Pero
carece de voz calificable que llamamos lenguaje, y que se le quedó olvidada en
la cuneta de su expolio y su mudez.
Al teatro le dejan, por fin, hablar,
ahora que no puede hacerlo. La cosa encaja. Le han dicho que se levante y que
ande cuando cuarenta años de quietud le han dejado paralítico. Pero no se ha
levantado ni ha echado a andar. Quitadme otras mordazas, ha dicho. Ya no queda
la censura oficial, pero quedan otras, como los intereses de los que trafican
con él, la ignorancia de los intrusos que viven a su costa, la falta de
acostumbramiento de sus destinatarios a la libertad, el miedo crónico de sus
profesionales, la autocensura, que ya es una segunda naturaleza de quienes
imaginan para él. La historia, sobre todo cuando lo es de servidumbre, no se
remedia por decreto.
Ahora le toda arrancar a andar al
paralítico y reaprender a hablar al mudo. En las cunetas han quedado los
despojos de una sórdida batalla: miles de folio tachados por lápices rojos,
años y años de horas de ensayos guillotinadas por el “no” hediondo de un
funcionario perfumado, incontables carreras truncadas, cerebros deformados,
imaginaciones cohibidas, varias generaciones enteras de profesionales
frustrados, millones de espaldas vueltas, de vidas hechas para la luz y
consumidas por la sombra, infinitos gestos escépticos, ¿para qué?; actos de
voluntad de crear teatro que se han quedado sólo en eso: en muñones de actos.
Ese es el saldo de un viejo decreto que ahora otro nuevo no va a remediar.
No hay mayor paradoja para la libertad
que descubrir en su otorgamiento un simple valor formal, casi simbólico. Ya no
hay censura teatral. Agradable noticia
[9]
.
Similar
sería la tesis defendida por Guillermo Heras, quien
ya en los primeros años de gobierno del PSOE señalaba la falta de eficacia de
los lenguajes escénicos surgidos durante el franquismo; para este autor, la
dictadura había traído consigo una serie de “traumas y censuras que dieron
origen a un metalenguaje de complicidad con el público, y que, lógicamente, al
cambiar la situación política, hizo entrar en crisis muchas de las propuestas
de estos grupos”. Para este autor, gran parte de los textos escritos entonces
quedaron “desfasados al estar vinculados tan claramente a una situación de
opresión y por consiguiente practicar un estilo metalingüístico lleno de
referentes del momento, sin apenas interés en la actualidad”
[10]
. Heras, sin embargo, no hacía extensible esta
afirmación a todo el teatro del período, sino que citaba a una serie de autores
cuya obra, en su opinión, seguía siendo válida aún después de la dictadura
(Cabal, Alonso de Santos, Martínez Mediero, Romero Esteo,
Nieva, Riaza, Brossa, Matilla, García Pintado, Benet i Jornet, López Mozo, Ruibal, Miralles, Campos y Jiménez Romero).
Si
desde el antifranquismo se vertían opiniones como las
citadas, la postura de la antigua derecha franquista no va a ser muy distinta
en lo fundamental, aunque varíen los argumentos y el tono del discurso. Dentro
de la operación de desprestigio y con una voluntad de desterrar de las salas el
teatro escrito durante la dictadura, Manuel Díez Crespo proponía, en las
páginas del diario Alcázar, la
iniciativa de abrir una sala dedicada exclusivamente a autores noveles:
Estos autores de hoy, es decir,
llamados de hoy, están infectando con su torpe y ridícula cursilería nuestros escenarios
con sus distinguidos engendros, a las veces, bien recibidos por un público tan
cursi o pedante como el autor en cuestión, y asimismo por algunos comentaristas
que se creen que están a la última si les llevan el compás a estos mamarrachos
borrachos de fama. [...] [Hace falta] una sala dedicada a autores noveles.
Exclusivamente noveles, para que se representen obras no contaminadas por estos
mentecatos —del latín, mente capta—
nos abandonen ya de una vez y le dejen paso a otros cerebros más frescos.
Autores noveles que se den cuenta de su responsabilidad en estos momentos.
Autores noveles que hayan sido escrupulosamente seleccionados por un comité de
lectura con una cierta cultura y un poco de vuelta de “novedades trasnochadas”.
Porque estamos en una edad que yo he denominado con cierto éxito “de los tonticultos” a los que debemos gran parte de las memeces que nos invaden estos días
[11]
.
De
hecho, esta propuesta coincide en buena parte con la llevada a cabo unos años
después, paradójicamente, por el gobierno del Partido Socialista, con la
creación del Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas dirigido por Heras. La realidad fue que se marginó a los autores antifranquistas y se apoyó institucionalmente a los
creadores surgidos ya en la democracia. Entre quienes habían escrito durante la
dictadura, únicamente se defiende el trabajo de aquellos que no recurrieron a
símbolos ni alegorías, ni trataron la temática antifranquista,
además de no haber alcanzado entonces una relevancia que les impidiera aparecer
ahora como nuevos (Fermín Cabal, José Luis Alonso de Santos, José Sanchis Sinisterra). Desde el
punto de vista de los perjudicados, Domingo Miras exponía la situación del
siguiente modo:
[...] Hasta hace poco, unánimemente se
pensaba que en España había una serie de autores a quienes la censura tenía
silenciados. Son, precisamente, los autores de mi generación. Los promotores
teatrales decían con frecuencia que ardían de deseos de montar sus obras, pero
que, desgraciadamente, estaban prohibidas. Ya vendrán otros tiempos, y entonces
ellos podrían, al fin, tener el placer de hacer que se representaran esos
textos excelentes.
Vinieron esos otros tiempos, y la
censura oficial desapareció. Ya no había prohibiciones, pero se empezó a decir
que en España no había autores. Primero fue un murmullo, luego un rumor, saltó
por fin a la lectura impresa, a la columna periodística firmada; aquellos
promotores que tantas ganas tenían de montar esas obras y que tan mala
conciencia parecían tener por no hacerlo, han dejado ya de preocuparse por el
tema, y hasta el propio Ministerio de Cultura parece estar encantado de que en
España no haya autores, a juzgar por la facilidad con que lo acepta
[12]
.
Además,
denunciaba las ínfimas condiciones en que se habían producido la mayoría de
montajes de obras de autores españoles:
[...] Ni se produce la avalancha de
obras acumuladas durante tanto tiempo por el dique de la censura, ni permanecen
rígidamente contenidas como antes, sin salida alguna. Se han abierto algunas
salidas mínimas, las justas para impedir que aumente la presión, y por ellas
están apareciendo esporádicamente algunos que otros estrenos de dramaturgos
españoles. Salvo alguna rara excepción, estos estrenos suelen ser grises, sin
relieve ni atractivo, bien porque se hacen con actores oscuros que no atraen a
nadie, bien porque se hacen con montajes planos y sin fuerza. [...] Los
montajes de autores nuevos [...] transcurren sin pena ni gloria en casi todos
los casos. [...] la sensación general es la de que unas esperanzas alimentadas
durante mucho tiempo se están desvaneciendo paulatinamente. Éste es el
resultado de la forma tímida, insuficiente y ramplona con que se han abordado
los mínimos estrenos que se programan, en la cantidad indispensable para que
sirvan de coartada a los promotores públicos o privados que así pueden citar un
montaje de autor español para que no se les pueda acusar de no montar ninguno,
y reservándole, por supuesto, las peores fechas, o los peores medios, o ambas
cosas a la vez.
Las cosas se están haciendo como si se
quisiera conscientemente dar la razón a esa tesis antes citada de que en España
no hay autores, como si se quisiera destruirles y hacerles desaparecer
[13]
.
Igualmente,
Jesús Campos expresaba lo insólito de lo ocurrido en la democracia con los autores
que se habían dado a conocer en los últimos años del franquismo:
Un día antes eres joven todavía,
prometes, un día después ya vas de malogrado, lástima. Ayer te prohíben, hoy
casi los mismos hablan de caducidad. Se produce la gran oportunidad cultural y
a lo más que llegamos es a organizar cabalgatas. Y son las partes de un todo,
el mecanismo de confundir (desorientar, devaluar, sobreinformar),
y todo sin mala intención, porque no es una historia de buenos y malos, los
pueblos son como las personas, complejos, llenos de contradicciones, y a la
necesidad de avanzar se opone el miedo a lo desconocido
[14]
.
Contra
las opiniones adversas a la validez del teatro creado durante la dictadura,
Lorenzo López Sancho rompía una lanza a favor del mismo. En su crítica de Retrato de dama con perrito, de Luis
Riaza, celebraba el nacimiento de una corriente de teatro “no realista, mágico,
poético, más alegórico que simbólico, al desembocar las generaciones prohibidas
o amordazadas por la censura en un área de libertad de expresión”
[15]
.
Aún en 1992, cuando Alfonso Sastre estrenó El
viaje infinito de Sancho Panza, destacaba la calidad de los autores que
habían escrito durante el franquismo: “La promoción aquella de los años 40-50
no ha sido mejorada, ni siquiera sustituida. Que no se diga que la libertad es
menos fecunda que la censura”
[16]
.
3.2. Libertad de información
y abandono de las salas de teatro
El
cuestionamiento de la calidad del teatro español vino acompañado de un
creciente desinterés del público. Refiriéndose a la decepción sufrida en
primera temporada teatral de la democracia, José Monleón hablaba de “la previsión incumplida”:
Fue un principio generalmente aceptado
que la progresiva liberalización del país entrañaría el desarrollo paralelo de
un buen teatro. Liberalización significaba una mayor tolerancia de la censura,
significaba el ascenso del nivel crítico, significaba la creciente aceptación
pública de la divergencia política, significaba, en definitiva, una progresiva
legitimación de la dinámica histórica, y, por tanto, de su reflejo cultural
[17]
.
A
pesar de las expectativas, la sociedad española no se interesó por el teatro
que había estado esperando el final de la dictadura para salir a la luz:
Cabía, pues, un teatro que respondiera
“al momento”, un teatro ligado a la “demanda cultural y política” de una
sociedad en vías de democratización. Una productora madrileña —Corral de
Comedias— jugó la carta y se arruinó. Porque El adefesio, tras sus primeras semanas esplendorosas, interesó cada
vez menos en Madrid y en provincias. [...] En el caso del Teatro Furioso de Nieva [...] el espectáculo, celebradísimo por la
crítica, tuvo poco público, y el intento de llevar por toda España un teatro
imaginativamente agresivo, escrito con calidad literaria, surreal y muy superior al habitual, murió también en Barcelona. Finalmente, el montaje
que acabó de asfixiar a Corral de Comedias fue el de El cementerio de automóviles, de Fernando Arrabal
[18]
.
Además
de los citados, señalaba otros estrenos paradigmáticos que habían arrojado
pérdidas cuantiosas: Los cuernos de Don
Friolera, La casa de Bernarda Alba, Oye, patria, mi aflicción y El arquitecto y el emperador de Asiria. Únicamente el drama de Martín Recuerda Las arrecogías del
beaterio de Santa María Egipcíaca había obtenido un notable éxito de
público. Manuel Aznar llamaba la atención sobre lo
paradójico de que el teatro de la extrema derecha añorante del franquismo
gozara de un “relativo éxito”, mientras que cierta dramaturgia de la vanguardia antifranquista fracasara en la taquilla
[19]
.
Andrés Amorós coincide en señalar que “los nuevos aires democráticos no
sentaron bien al teatro”
[20]
,
no tanto por la calidad de las obras representadas como por la fría acogida que
les dispensó el público:
En los últimos años del franquismo
había florecido un cierto teatro de la resistencia. […] Con frecuencia, se
acudía a ver una obra de Bertolt Brecht o de un grupo independiente con la misma conciencia cívica y autocomplacencia
con que se escuchaba una canción de protesta: con la doble emoción de dar
testimonio político y de disfrutar de algo que, en cualquier momento, la
censura podía abortar. Esto pasó, como era inevitable. El teatro volvió a ser,
simplemente, teatro; es decir, algo complejísimo, que excede por todas partes al
texto que recitan unos actores. Y ese público politizado, progre, no siguió prestando su apoyo a los espectáculos de interés
[21]
.
Una
de las causas de este abandono del público, se dijo entonces, fue el
desplazamiento del interés de los españoles hacia la actualidad nacional,
accesible ahora por medios más directos, como el periodismo. Según Monleón, durante la transición “se barruntaban días de
violencia callejera, días de tensión social, en los que ‘el teatro estaría en
las plazas’, y a nadie se le ocurriría meterse en una sala cerrada para conocer
la historia de unos cuantos personajes”. Además, la “actitud política ya era
posible en términos mucho más específicos y directos que viendo una obra
progresista”
[22]
.
Así mismo, Moisés Pérez Coterillo afirmaba: “el acontecer político ha sido por
derecho propio el espectáculo del año”
[23]
,
idea con la que coincidía Alberto Miralles, quien destacaba la diferencia entre
el nivel de permisividad alcanzado por la prensa y el estricto control a que
seguía sometido el teatro; este autor comentaba lo sucedido en 1976 con El día que se descubrió el pastel, de
Martínez Mediero, obra que, en palabras de este autor, suponía “una feroz
dentellada al búnker que tan activo se mantenía por aquellas fechas”:
Pues bien, el espectáculo, que no tuvo
éxito, no alcanzó ningún grado de ofensiva crítica, siendo, sin embargo, más
virulento que Las hermanas de Búfalo Bill. ¿Por qué? Las
hermanas... pertenecía aún a una época de terror, donde la prensa estaba
excesivamente amordazada. Tras la muerte de Franco, los reductos franquistas
fueron sistemáticamente torpedeados con la “vista gorda” de un Gobierno atento
a ofrecer una nueva imagen. Días antes del estreno de El pastel..., el semanario El papus (14-2-76) publicó un número dedicado al
búnker, y en aquellas pocas páginas había más atrevimiento —y permiso— que en
todo nuestro espectáculo. Hasta caricaturas de Girón. Nosotros, con nuestra
impotencia inconsciente a cuestas (y 14 cortes de censura) teníamos que seguir
diciendo “hombre de las gafas oscuras” en vez de Empresario y poner un rosario
de tres kilos y cinco metros de diámetro a un personaje femenino para dar
pistas de su simbología eclesiástica. El rosario, por supuesto, lo suprimimos
en el ensayo general para censura. Cualquier lector de El papus que habiendo pagado por la
revista sus 35 pesetas, entrara en el Arlequín pagando 350, era absolutamente
previsible que encontrara la obra teatral con menos interés que las portadas,
sólo las portadas, de muchas de las revistas expuestas en los quioscos
callejeros
[24]
.
El
teatro pierde, pues, su papel de tribuna política, arrinconado por una prensa
cada vez más libre. Sin embargo, esta explicación no era suficiente, según José Monleón, para explicar la crisis teatral de estos
años. Este autor cuestionaba si realmente existía en la sociedad española un
sector de público capaz de sostener un teatro “artísticamente valioso e
ideológicamente democrático”, y si había sido el teatro para la izquierda “nada
más que un ‘mensaje’ y, por tanto, una expresión sin interés cuando estos
mensajes pueden leerse en los periódicos”:
La explicación de que el teatro
“estaba en la calle” tampoco era satisfactoria. Porque, salvo en contados
momentos, la verdad es que la calle “no dio para tanto”; a menos que el término
lo ampliáramos a “vida pública”, con el riesgo de declarar, en ese caso, que al
teatro le sienta mejor el enclaustrador verticalismo
que la democracia
[25]
.
Para Monleón, en definitiva, “la democratización del país
habría acarreado, contra las previsiones superficialmente establecidas, una
regresión de la vida teatral”, debido no sólo a que el teatro había perdido su
papel de sustitutivo de las manifestaciones políticas, sino también a otras
circunstancias
[26]
.
La reacción de muchos autores ante aquella difícil coyuntura, señala Alberto
Miralles, fue la de escribir para la publicación y no para el estreno, con la
consiguiente perturbación del género:
Yo creo que ante la imposibilidad de
estrenar y dada la relativa facilidad de publicación (menos rigor de censura,
mayor consumo literario, menos precio), el autor dramático escribe para editar
y tómese esta observación no como norma, claro está. Con tales perspectivas,
nos hallamos ante una deformación de la finalidad del Teatro que es la de ser
representado, para convertirse en literatura dramática. Lo que los nuevos
autores despreciaban al comienzo de su aparición (textos en exceso literarios,
pero sin viabilidad, ni experimentación escénica), paradójicamente acaban
tomándolo para sí
[27]
.
3.3. La creación teatral en
la Transición
A
pesar de las dificultades, el panorama teatral de estos años se presenta
especialmente rico y heterogéneo. En él fructifican lenguajes vinculados a la
profunda renovación de la escena acaecida en Occidente desde los años sesenta,
lo que supone un “conglomerado de influencias notoriamente abigarrado y fértil”
[28]
.
En
este complejo panorama teatral también tiene cabida un conjunto de dramaturgos
partidarios del anterior régimen que rechazan abiertamente el proceso de la
Transición y los valores democráticos, cuya mentalidad es próxima a la de los
grupos radicales que componían el llamado “búnker”
[29]
.
Obras como Un cero a la izquierda (1978), de Eloy Herrera; Cara al sol con
la chaqueta nueva (1978), de Antonio D. Olano; Yo fui amante del rey (1980) y La Chocholila (1981), de Emilio Romero, o Los consensos medievales o follones a raudales (1981), de Francisco Teixidó, entre otras, llenan de perplejidad a quienes
siguen de cerca el devenir del teatro español. Al trazar el panorama de ese
año, José Monleón llamaba la atención sobre este
teatro tan beligerante en su campaña antidemocrática:
En mis veinticinco años de crítico
teatral —casi todos ellos en el marco del franquismo— quizá no me he encontrado
nunca ante dos obras tan reaccionarias como Un
cero a la izquierda, de Eloy Herrera [...] y Cara al sol con la chaqueta nueva, de Antonio D. Olano. Supongo que
la explicación no es difícil. Con la extrema derecha en el poder, establecida la
censura previa y rigurosamente controlados los medios de comunicación social,
carecía de sentido proponer un teatro explícitamente fascista
[30]
.
Por
otra parte, el auge del “destape”, iniciado a finales del período anterior,
prosigue en estos años y de él participan algunos de los autores citados, como
Antonio D. Olano, quien escribe textos como Madrid,
pecado mortal (1977). Pero el “destape” no sólo se nutre de obras de esta
tendencia, ya que se inició con obras extranjeras. Según comentaba Monleón a propósito del año teatral 1975, el tono de este
teatro “fue rematadamente bajo y buscó el éxito casi siempre a base de jugar la
carta fácil de la infidelidad conyugal y cierta pornografía”
[31]
:
El estreno de Equus marca el comienzo de una nueva etapa. Prohibido inicialmente, la
autorización posterior del desnudo hizo del drama de Shaffer,
tan culturalmente ajeno a nuestra realidad [...], uno de los grandes éxitos de
taquilla, en Madrid y en cuantas ciudades españolas se presentó. Oh Calcutta! afirmaría el triunfo, lógico y enfermizo, de
ese tipo de teatro. Con independencia de su mayor o menor valor, nuestros
escenarios se llenaron de comedias que tenían, como supremo aliciente, el
desnudo, generalmente forzado, de algunas de sus intérpretes
[32]
.
La
irrupción del “destape” cuando aún había obras prohibidas por distintos motivos
dio lugar a que se extendiera la idea de que la censura era “mucho más severa
en lo ideológico que en lo —llamémoslo— físico”, tal como afirmaba Luciano
García Lorenzo en 1977, quien explicaba: “Se permiten exihibiciones —sobre todo del cuerpo femenino— que llegan a sorprender, dado el contexto,
pero se prohíben palabras y frases que puedan alterar la mente del del espectador”
[33]
.
También
perdura, y con gran éxito, la llamada comedia burguesa de evasión. En este
período continúan cultivándola autores que ya lo habían hecho en etapas
anteriores, como Jaime Salom (Historias íntimas del paraíso, La
piel del limón), Víctor Ruiz Iriarte (Buenas
noches, Sabina), Juan José Alonso Millán (Los viernes a las seis), Antonio Gala (¿Por qué corres, Ulises?, La
vieja señorita del Paraíso), Alfonso Paso (La zorra y el escorpión), Torcuato Luca de Tena (Una
visita inmoral o La hija de los embajadores) o Santiago Moncada (Violines y trompetas, Salvar a los delfines, La muchacha sin retorno), y surgen
nuevos comediógrafos como Miguel Sierra (Alicia
en el París de las maravillas), entre otros. Buena parte de estas piezas
presentan algunas novedades, encaminadas a atraer la atención del público, con
respecto a las comedias de períodos anteriores, como la presencia del erotismo
o el oportunismo de los temas y personajes (el divorcio, personajes de la vida
política española...), cuyo tratamiento, en algunos casos, refleja mentalidades
claramente reaccionarias, de forma coherente con las modalidades expresivas
empleadas
[34]
.
En lo que se refiere a censura sufrida por estos dramaturgos, no hemos
encontrado ninguna obra prohibida durante estos años.
Sin
embargo, tal como afirman Berenguer y Pérez, el predominio de conciencia colectiva
de transformación en la sociedad española se corresponde con un importante
número de creadores que participan del carácter evolutivo y renovador del arte
occidental contemporáneo. En esta tendencia conviven muy diversas formas
teatrales: “desde espectáculos de vanguardia que prescinden de la verbalidad, hasta creaciones textuales de considerable
relieve”
[35]
.
Así,
se estrenan ahora obras que fueron escritas años atrás como denuncia de
diferentes aspectos del franquista y en su día fueron prohibidas por la censura,
por lo que en ocasiones habían perdido su vigencia cuando subieron al
escenario; obras a las que estos autores enmarcan en la llamada subtendencia radical
[36]
.
Pero también suben al escenario una serie de creaciones que forman parte del
teatro español más inquieto y distan mucho de haber perdido su vigencia, ya que
incorporan “aspectos propios de una visión del mundo atenta a las nuevas
señales del presente”, y atienden a la renovación de los lenguajes teatrales y
a la búsqueda de cauces expresivos capaces de materializar en el plano escénico
la nueva mentalidad reformista
[37]
.
Estos autores llevan a cabo una renovación del realismo escénico mediante la
incorporación de “una evolución de los lenguajes escénicos exigida por las
nuevas sensibilidades y llevada a cabo a través de elementos de diversa
procedencia, propios de una mentalidad moderna y atenta a los nuevos tiempos”
[38]
.
Finalmente,
un reducido grupo de autores mantiene las principales constantes estéticas de
sus creaciones anteriores, sitúandose al margen de
las preocupaciones mayoritarias de la sociedad española en este momento
histórico. Dichos autores manifiestan a través de sus obras “una actitud de
radical alejamiento con respecto a las esferas temáticas y estéticas presentes
en el resto de la creación teatral”, y van a emplear lenguajes escénicos
“situados al margen de los cauces de comunicación teatral aceptados por la
lógica, el realismo o la práctica común, y dotados de una evidente audacia
expresiva y de un atestiguado carácter experimental”
[39]
.
Algunos
de ellos estrenan ahora algunas de sus piezas, si bien, tal como señaló Alberto
Miralles, no se llegó a producir una verdadera recuperación de estos autores
para la escena española. Este autor calificaba de “manipulación” lo ocurrido
con los estrenos de Alberti y Arrabal, ya que se habían llevado a cabo en
términos meramente comerciales y se habían vaciado de contenido. Acerca de El adefesio, escribe:
Lo sospechoso es que la obra se
ofreció exactamente igual, a iguales precios, con los mismos empresarios y en
los mismos teatros que cualquier comedia al uso. Alberti-Casares y el exilio
había sido una jugada económica. El exilio era rentable. Quienes debían de
haber acometido el suceso convirtiéndolo en auténtico y honesto, es decir,
empresarios o actores de una trayectoria más coherente con los presupuestos
políticos de ese retorno, no lo hicieron. Y paradójicamente había que agradecer
la recuperación de Alberti a quien tuvo la visión comercial, que no política,
tan aguda como para arriesgarse en la empresa
[40]
.
3.4. A vueltas con el posibilismo: el debate Arrabal-Buero
En
1975 tiene lugar una nueva prolongación del debate sobre el posibilismo teatral, esta vez retomado
por Fernando Arrabal en la revista norteamericana Estreno. Arrabal se mostró partidario de la actitud de Alfonso
Sastre y tachó al posibilismo de ser “más que reducido”, además de atacar a Buero Vallejo haciendo uso de una serie de tópicos, como su
condición de académico o los premios que le fueron concedidos durante el
franquismo, y le acusó de insolidaridad con los autores exiliados y
amordazados:
Por cierto que la polémica sobre el
posibilismo mantenida entre Alfonso Sastre y Buero Vallejo toma todo su valor en estos momentos en que el primero está encerrado
en la cárcel de Carbanchel [sic] y el segundo,
académico de la Real Academia de Madrid, acepta los premios más famosos de la
España de Franco
[41]
.
En
su réplica, Buero Vallejo recordaba su propio
encarcelamiento tras la guerra civil, la condición de académicos de tres de los
escritores que defendieron a Arrabal durante su juicio (Vicente Aleixandre, Camilo José Cela y Pedro Laín Entralgo), y los numerosos premios de algunos autores amordazados por la
censura. Con respecto a la acusación de insolidaridad, enumeraba una serie de
escritos firmados por él en los que mostraba su apoyo a los jóvenes autores
dificultados, entre ellos, una “Carta de 42 intelectuales a ABC en defensa de Arrabal” (ABC, 29-XII-1966)
[42]
.
La
polémica no acabó aquí, sino que tuvo su continuación, también en Estreno, en la réplica de Arrabal
encabezada con el significativo título “La alienación franquista”
[43]
,
en la que hablaba de dos “tesis franquistas”, las cuales eran respaldadas,
según él, por Buero Vallejo:
A) “Más
o menos” el teatro de todos los autores españoles se “iba haciendo” en España
con “mayores o menores” dificultades... o bien se hubiera hecho en su día (si
“el Caudillo” hubiera tenido más luenga vida)
[44]
.
Para alimentar este argumento falaz los franquistas llevaban una contabilidad
aplicadísima de las excepciones (por microscópicas que fueran) a la regla
general de censura y mordaza para los enemigos declarados de la tiranía: en
ella figuraban desde las dos líneas del Pensamiento
Navarro del año catapún hablando con decoro de tal o cual autor amordazado
hasta la representación única en un colegio de monjas escolapias de un acto de
treinta minutos de un autor desterrado. Este minucioso recuento iba destinado a
izar el postulado mayor de la propaganda fascista: “no hay autores perseguidos,
ni amordazados, ni censurados”.
Contra
esta idea, Arrabal defendía que “la mayoría de los dramaturgos hispanos no
pudieron ejercer su profesión en la España franquista”. En segundo lugar, el
autor melillense señalaba:
b) Los
autores que el régimen de Franco defendió, subvencionó, premió y levantó como
banderas culturales eran dramaturgos universales tan célebres en España como en
el resto del mundo
[45]
.
Para apoyar este mito se dedicaron a contabilizar todos los “triunfos” de sus
pupilos más allá de los Pirineos; en esta escrupulosa contabilidad de
liliputiense no faltaría ni la pieza leída a orillas del Sena ante veinte
personas que sería promovida al rango de “estreno en París” ni la
representación por un grupo de alumnas de colegio (los muchachos se negaron a
actuar) de tal otra pieza que será bautizada “estreno en Nueva York”. Con ello se demostraba la infalibilidad del
franquismo: “sus autores” el extranjero también les festejaba (sic). La
realidad es que estos autores florecieron a la sombra del régimen... ocupando
muy probablemente en algunos casos el lugar que hubieran debido tener sus
colegas amordazados, o desterrados. ¿Quién en España, entre “el gran público”,
conoce el teatro de Alberti, y quién ignora la obra de Alfonso Paso? En
Francia, Italia o el resto del mundo la respuesta a semejante pregunta, claro
está, sería diametralmente opuesta.
Arrabal
se quejaba una vez más de la insolidaridad de autores “premiados, ensalzados,
subvencionados y mantenidos por el franquismo”, hacia sus compañeros “vencidos”
y “censurados”, y lo achacaba a su “complejo de inferioridad”. Además, afirmaba
que el hecho de tener frases censuradas, obras prohibidas o incluso el haber
estado preso en las cárceles franquistas no era óbice para que posteriormente
el régimen “mimara” a estos autores, pues, según él, posteriormente habrían
renegado de su anterior postura:
Todos estos autores premiados por el
régimen cuentan con frases suprimidas por la censura o incluso con alguna obra
prohibida. ¿Quién ignora por ejemplo las dificultades del franquista Alfonso
Paso con la censura? Pero ¿cómo comparar lo incomparable?
Algunos de estos autores a la hora en
que nuestras familias fueron diezmadas por los pelotones de ejecución
franquistas también sufrieron persecuciones y cárceles. Como felizmente para
ellos no defendieron después las teorías que les llevaron al presidio —sino que
por ell (sic) contrario las condenaron— a nadie
podría extrañar que sus pasados heterodoxos no fueran obstáculo alguno a sus carreras.
Lo grave era pensar y decir lo que Sastre, Forest,
Alberti o Xirinachs pensaron y dijeron hasta la
muerte de Franco.
Finalmente,
la inconcreción que hasta ese momento dominaba el
artículo daba paso a la alusión personal a Buero Vallejo:
Es muy triste para el hombre de buena
voluntad como yo observar que Buero Vallejo adopta
los argumentos de la propaganda franquista para difamarnos... aunque quizás tan
solo sea para defenderse. La alienación franquista fue tan poderosa (uno a
veces se pregunta si dañó las células vitales del cerebro) que tengo la
impresión de que Buero Vallejo nunca se dio cuenta de
lo que significa como dolor el destierro, el no poder expresarse en su propia
lengua y el escarnio que supone afirmar “alegremente” (estoy convencido que no
es aviesamente) que de los autores, contra los que había una consigna de
“censura total” (como afirmaba la administración fascista), “se iban viendo sus
obras en las carteleras españolas” (como afirma Buero sin pestañear).
Contra
estos ataques, Buero Vallejo hubo de defenderse con
nuevos argumentos. Contra su condición de “premiado y subvencionado”, recordaba
la de otros prestigiosos profesionales que también lo habían sido, como Nuria Espert, José Luis Gómez y otros autores, grupos, e incluso
locales y festivales claramente críticos que también gozaban de premios y
subvenciones:
¿Despreciará Arrabal a los combativos
Teatros Capsa de Barcelona, TEI y Alfíl (sic) de Madrid; al grupo La Murga, al Ditirambo, al de Els Joglars; al Festival de Teatro de Sitges, porque
también alcanzaron subvenciones y premios que no les han impedido inequívocas
actitudes críticas? ¿Abominará de autores como Francisco Nieva, Jesús Campos,
Domingo Miras y tantos otros, porque casi todos se hayan beneficiado de
subvenciones o premios importantes, a pesar de la “mordaza” que a menudo
sufren? [...] Si Arrabal quiere contar mañana en su país con gentes de teatro y
cine que merezcan la pena, pero que hayan percibido, directa o indirectamente,
premios o subvenciones oficiales en una nación tan oficializada como la
nuestra, trabajo le mando
[46]
.
Contra
la “alienación” que denunciaba Arrabal, Buero defiendía la vitalidad de la cultura de oposición generada
en el interior del país: “los ejemplos que he dado siguen acreditando mi
persistente afirmación de que nuestra oposición socio-teatral en España, lejos
de estar ‘alienada’, ha sido y es una lucha positiva y eficaz, contra viento y
marea, en el interior del país. Es decir: en el verdadero frente de batalla”
[47]
. Buero recordaba así mismo el fracaso comercial de El triciclo, la publicación de algunas
de sus obras en España, y su propia presencia apoyando a Arrabal en el juicio
de 1967 por la célebre dedicatoria firmada en unos grandes almacenes. En cuanto
al frustrado estreno de Los dos verdugos,
afirmaba —con acierto, como tuvimos ocasión de comprobar al referirnos a esta
obra— que su origen no estaba en el texto, sino en “ciertas provocantes
características del montaje y, al parecer, de los programas”.
En
fechas próximas a la publicación de estos artículos, José Monleón se refería a “las penosas polémicas que algunos de nuestros escritores
exiliados han planteado a los escritores del ‘interior’”, y continuaba:
Dado que en España existe la censura,
dado que el público teatral procede de la pequeña burguesía, dado que el
régimen político actual posee unas determinadas características, el escribir
aquí implicaba la aceptación de tales factores. Por el contrario, el hecho de
haberse exiliado implicaba, con el mismo automatismo, que se escribía bajo limitaciones
menos rigurosas, y, por tanto, que se escribían mejores cosas. Este debate,
hijo, entre otros errores, de una visión mecanicista del teatro, ha hecho ya
crisis
[48]
.
En
cierto modo, esta polémica supondría una prolongación de la que en su día
mantuvieron Robert G. Mead y Julián Marías en torno a
la actividad intelectual del exilio y la del interior; en este caso, acompañada
de una serie de reproches personales cuyo principal interés reside en la
envergadura de los autores que lo protagonizaron y en el hecho de que, en
cierto modo, cada uno recoge una serie de tópicos muy difundidos sobre el otro
que deformarían la opinión sobre ambos autores.
[1]
Berenguer y
Pérez, 1998, págs. 156 y 13-14.
[3]
Aznar Soler, 1996, pág. 10.
[4]
Véase una clara síntesis del teatro del
período así como una completa bibliografía M. Aznar Soler (coord.), 1996, págs. 9-16 y 17-26 respectivamente.
[5]
Una serie de
artículos en Hoja del Lunes (1978) en
los que el crítico Eduardo Haro Tecglen (entonces
asesor del Centro Dramático Nacional) descalificaba a los autores del “Nuevo
Teatro Español”, unas declaraciones similares de Adolfo Marsillach (director del Centro Dramático Nacional) y el rumor de que el adaptador y
crítico Enrique Llovet iba a ser nombrado ministro de
Cultura motivaron la firma del citado Manifiesto por Moisés Pérez Coterillo,
Ángel Fernández Santos, José Antonio Gabriel y Galán, Alberto Fernández Torres,
José Luis Alonso de Santos, Jorge Díaz, Ángel García Pintado, Ramón Gil Novales, Jerónimo López Mozo, Luis Matilla, Manuel Martínez
Mediero, Alberto Miralles, Manuel Pérez Casaux,
Miguel Romero Esteo, José Ruibal y Diego Salvador. El Manifiesto fue transcrito y
comentado por Alberto Miralles (1979a, págs. 12-24).
[6]
Interviú, 16-XI-1978, sección “Las cartas
locas”. La cita es de Alberto Miralles, 1979a, págs. 12-24.
[7]
Haro Tecglen 1979, págs. 18-19.
[8]
Miralles, 1979b, págs. 20-21. La polémica no se detuvo ahí, y aún en 1981, Haro
insistía en la idea de que el teatro español era anacrónico y no respondía a
las demandas de la nueva sociedad:
“Le
preguntamos al teatro quiénes somos, dónde vamos; qué teatro estamos
representando nosotros en este lado del escenario. Ya no nos contesta. La razón
de ser del teatro es esa calidad de oráculo que ha tenido siempre. Estamos en
nuestro derecho al hacerle esas preguntas, y a que nos devuelva la catarsis de
entonces, la psicoterapia de ahora. No sólo ha muerto el Gran Pan; se van
muriendo, poco a poco, los diosecillos menores. Y los
oráculos y las sibilas. Era inevitable que cayeran en esta hecatombe los
autores de teatro...
Le
hemos preguntado al teatro, en España y en 1980, las viejas preguntas, como un
computador descompuesto, mal programado, nos contesta insistentemente quiénes
han sido otros antes que nosotros”. (E. Haro Tecglen,
“Las preguntas al teatro”, el VV.AA., El año literario español 1980, Madrid,
Castalia, 1981).
[9]
Á. Fernández-Santos, “Mirada a las cunetas”, Diario 16, 2-II-1978. En la misma línea,
a comienzos de los ochenta, Luciano García Lorenzo hacía el siguiente balance
de la situación: “Lo que resulta evidente [...] es que la práctica desaparición
de la censura no ha hecho surgir un nuevo teatro, un teatro nacido en la libertad;
como en más de una ocasión se manifestaron temores durante la etapa anterior,
es preciso reconocer que la libertad no ha hecho mejores a lo dramaturgos que
escribieron durante el franquismo, pues la mayoría de los textos prohibidos
durante esa etapa han perdido su vigencia, dada la problemática concreta
desarrollada y que se refería a un presente o a un pasado muy delimitado”.
(García Lorenzo, 1981a, pág. 439).
[10]
G. Heras, 1985, págs. 259 y 268.
[11]
M. Díez Crespo,
“Hace falta una sala para noveles”, El
Alcázar, 26-VI-1982. Igualmente el dramaturgo Emilio Romero reclamaba una
actitud paternalista por parte del Estado para apoyar a los nuevos autores:
“Aquí es donde el Estado tenía que tomar una iniciativa audaz para un debut
frecuente e intenso de autores nuevos. Lo importante en el autor es siempre su
lanzamiento. Después un éxito anima a todos”. (“5 preguntas a los autores que
estrenaron”, art. cit., pág. 22).
[12]
Miras, “El autor
en la España de hoy: el teatro se convierte en museo”, en: Pörtl,
1986, pág. 25.
[14]
Jesús Campos,
1985, pág. 77.
[15]
Crítica publicada
en ABC, citada por Manuel Pérez,
1998, pág. 376.
[16]
“Alfonso Sastre,
entre la libertad y la censura”, ABC,
16-X-1992.
[17]
José Monleón, 1977, pág. 55.
[20]
Amorós, 1987, pág. 150.
[21]
Andrés Amorós,
Ibíd., pág. 148. Igualmente, al hacer el balance de
la temporada 77/78, el dramaturgo Javier Maqua se
mostraba fuertemente decepcionado: “Atroz. La situación del teatro es atroz.
Con una mirada crítica del revés —desde el escenario al patio de butacas—, el
espectáculo que ofrece el espectaculotariado es
asombroso: no existe, no hay, no quedan espectadores; el vacío, el silencio
llena los “graderíos”, se apodera del gallinero, puebla el local... [...] El
teatro se encuentra en estado comatoso”. (Javier Maqua,
“El empresario se confiesa”, Pipirijaina, 7 (jun. 1978), pág. 6).
[22]
J. Monleón, Ibíd., págs. 57 y 60.
[23]
“Crónica de 30
días”, Pipirijaina,
núm. 3 (diciembre 1976), pág. 2.
[24]
A. Miralles,
1977, pág. 350. Unas páginas antes, Miralles
afirmaba: “Jamás estará en los escenarios un reparto como éste: Vilá Reyes, Girón, Nicolás Franco, el general Luis Rey
Rodríguez, el coronel Carlos Grandal Segade, García Trevijano, Solis, el marqués de Villaverde,
Francisco Ardid, Sánchez Covisa y tantos otros. Nada
tiene más virulencia que la opinión de Franco aireada a raíz del libro de su
primo Salgado Araujo: ‘A Franco no le importaban demasiado los negocios sucios
de sus colaboradores, siempre y cuando la adhesión de estos a su persona y al
régimen estuviera suficientemente constatada’.
¿Quién
se atreverá a estrenar un nuevo Ruedo Ibérico? ¿Quién se atreverá siquiera a
presentarlo a la todavía existente e insistente, voraz, vejatoria,
antidemocrática Censura ideológica de un país pretendidamente democrático?
¿Cómo puede entenderse ya un “teatro de urgencia” o de “denuncia”, cuando cada
mañana el periódico nos ofrece la obra crítica más grande jamás pensada, más
rabiosa y develadora que se pueda imaginar, calientes
aún los sucesos y las voces que la motivaron? ¿Qué poder, qué eficacia puede
tener ese teatro, si el mejor espectáculo, el más actual, el más agresivo, lo
está escribiendo diariamente la prensa española al unificado precio de 15
pesetas butaca?”. (Ibíd., págs. 149-150).
[26]
Entre ellas, la
subida del precio de las entradas, unida a la crisis económica, y a que el
público que aún podía permitirse ir al teatro era mayoritariamente conservador,
motivos a los que se añadiría el incremento de la delincuencia, que contribuyó
al vacío de las salas en las funciones de noche. (Monleón,
1978a, págs. 58 y 62).
[27]
Miralles, 1977, pág. 157.
[28]
Á. Berenguer y M.
Pérez, 1998, pág. 19.
[29]
Tal como señalan
Berenguer y Pérez, la explicitud del mensaje ideológico de estos espectáculos
hace de ellos un producto singular en el panorama del teatro español (y
europeo) del último cuarto de siglo, pues desde Murió hace quince años, de José Antonio Giménez-Arnau,
el drama ideológico prácticamente había desaparecido de los escenarios. (A.
Berenguer y M. Pérez, 1998, pág. 44).
[30]
J. Monleón, 1978a, pág. 82. Véase igualmete: Romero,
1975b.
[31]
J. Monléon, “El teatro”, en VV.AA., El año literario español 1975, Madrid,
Castalia, 1976, pág. 65.
[32]
J. Monleón, 1978a, pág. 77.
[33]
Buero Vallejo, Gala, Martín Recuerda (et al.), 1977, pág. 18.
[35]
Berenguer y
Pérez, 1998, pág. 81. Berenguer y Pérez establecen
tres subtendencias en el seno de la tendencia
renovadora, tanto en función de la diferente intensidad y ritmo demandados al
proceso transitorio como de los diferentes lenguajes artísticos empleados para
expresar sus respectivas visiones del mundo. (Ibíd. págs. 82 y siguientes).
[36]
Dicha tendencia
aglutina creaciones que expresan una mentalidad partidaria de prescindir en su
totalidad de los elementos del anterior régimen. Entre los dramaturgos aquí
incluidos se encuentran Alfonso Sastre, José Martín Recuerda, Manuel Martínez
Mediero, Miguel Romero Esteo, Eduardo Quiles, Antonio Martínez Ballesteros, Domingo Miras, Luis Matilla,
Jerónimo López Mozo y Alberto Miralles, además de grupos como Tábano.
(Berenguer y Pérez, 1998, pág. 158).
[37]
Para estos
autores, “El conjunto de creaciones englobadas en la llamada subtendencia de reforma mantiene un notable vigor
que se prolonga hasta nuestros días”. Dicha tendencia, señalan, se caracteriza
por mantener “una evidente correspondencia con la mentalidad reformista en el
plano político-social que finalmente protagoniza y conduce el proceso de
cambios”. (Berenguer y Pérez, 1998, pág. 100). En
este grupo se encuentran Antonio Buero Vallejo, Lauro
Olmo, Rodríguez Méndez o Carlos Muñiz, y entre quienes comienzan a escribir ya
en los setenta, Jesús Campos, Fermín Cabal, José Luis Alonso de Santos, José Sanchis Sinisterra, Josep Maria Benet i Jornet, Fernando Fernán-Gómez o Rodolf Sirera.
[39]
Este grupo de
dramaturgos constituye, para los citados autores, la subtendencia de ruptura. (Berenguer y Pérez, 1998, págs. 134-135). Entre los autores más significativos de este grupo, cabe citar a
Francisco Nieva, Fernando Arrabal, Alfonso Vallejo, Luis Riaza, José Ruibal, Rafael Alberti, y los grupos Els Joglars y La Cuadra.
[40]
Ob. cit., págs. 68-69.
[41]
Arrabal, 1975, pág. 5.
[42]
Buero Vallejo, 1975. El dramaturgo señalaba además que el
propio Arrabal había sido posibilista cuando aceptó la publicación de una de sus obras con el título cambiado (Ciugrena por Guernica), si
bien en este caso se trataba de un error, puesto que el autor melillense renegó
de esa edición.
[43]
Arrabal, 1976a, págs. 9-10.
[44]
Subrayado en el
texto original.
[45]
Subrayado en el
texto original.
[46]
Buero Vallejo, 1976, pág. 6.
[48]
Buero Vallejo, Gala, Martín Recuerda (et al.), 1977, pág. 34.