4. Lauro Olmo
4.1. Obras sometidas a
censura
Dejando
a un lado los textos infantiles (se reponen El
león engañado y El león enamorado
[1]
)
y las adaptaciones, la única obra que Olmo consigue estrenar en este período es Historia de un pechicidio,
en la Cátedra Juan del Enzina de Salamanca (1973) y
posteriormente en el Teatro de la Comedia de Madrid (1974). Además, se
presentaron a censura El cuarto poder (1969 y 1970) y Mare Nostrum,
S.A. (1970), las cuales fueron prohibidas
[2]
.
Algunas de las piezas que componen El
cuarto poder tuvieron que estrenarse fuera de España, como La metamorfosis de un hombre vestido de gris (T. de L’Atelier de Ginebra, 1969), La
niña y el pelele y El mercadillo
utópico (ambas en el T. exAnal de Parma, 1969). Tal vez debido a esta dificultad para
estrenar, en estos años el autor abandona prácticamente la escritura de obras
originales para centrarse en las adaptaciones de obras extranjeras.
En
esta etapa, para los censores es evidente la significación política del autor,
y hacen referencia en sus informes a “su línea habitual inconformista” o a “sus
conocidas orientaciones” políticas, que suelen encontrar demasiado explícitas.
Aunque algunas de estas obras recibieron juicios muy negativos en cuanto a su
calidad (así sucedió, por ejemplo, con Historia
de un pechicidio), en ocasiones también
encontramos comentarios que elogian el buen hacer del autor, a pesar de las
prohibiciones; esto sucede tanto en El
cuarto poder como en Mare Nostrum, S.A.
Presentado
por primera vez a censura en noviembre de 1969, El cuarto poder, conjunto
de obras breves en torno a la censura de prensa, nos presenta, en palabras de
Ruiz Ramón, un ambiente “definido por el miedo, el silencio, la mentira y la
palabra-máscara”
[3]
.
Aunque escritas con anterioridad a la Ley de Prensa de Manuel Fraga (entre 1963
y 1966), los censores en ningún caso las tildan de anacrónicas o faltas de
vigencia; antes al contrario, las entendieron como un ataque a la prensa del
momento.
En
pocos casos hemos encontrado informes tan rotundos en su prohibición y que expresaran
tanto temor a la reacción del público como en el de la obra que nos ocupa. En
la primera lectura, los tres vocales encontraron problemas de tipo político.
Así, Sebastián Bautista de la Torre señaló que su carga política era demasiado
evidente como para permitir su representación:
Este caleidoscopio escénico en el que se mezcla lo guiñolesco con lo
esperpéntico y lo sainetero podría aceptarse si el rumbo se llevara por el
camino de la crítica social, o de la denuncia de costumbres más o menos agresivas.
Pero el autor, siguiendo unas posiciones que van siendo obsesivas, se va por lo
exclusivamente político y manejando unas claves tan escasamente sutiles que
hasta el más lerdo se las huele a la legua. La exaltación de la Niña, el ataque
constante a clérigos y militares, los terribles silencios impuestos... y el
conjunto general con sus payasadas y alusiones perfectamente identificables son
tan claras y alusivas al par que absurdas que no hay manera de aceptarlas de
acuerdo con las Normas 14ª, 2º y 3º, y 19ª.
Para
Florencio Martínez Ruiz, las principales dificultades que presentaban estas
piezas eran su “antimilitarismo y anticlericalismo”; además, encontraba “un
intento de irrespetuosidad acerca de altos personajes políticos españoles”.
Llamó especicalmente la atención sobre La noticia, pieza en la que decía ver
“algo realmente subversivo dentro del contexto español actual”. Por su parte,
Jesús Cea señaló que la obra tenía “la marcada
intención de presentarnos a una prensa oprimida, sin libertad”, y la calificó
rotundamente como “Obra injuriosa para la institución militar, libertad de
prensa y presumimos que también para el Jefe de Estado”. En consecuencia, los
tres censores la prohibieron por unanimidad
[4]
.
Un
mes más tarde, el autor presentó un recurso en el que argumentaba que las
piezas habían sido autorizadas por la censura de libros y que fueron escritas
en “unas fechas y unas circunstancias que se consideran superadas por la actual
mentalidad dirigente”. Sin embargo, su argumento principal era la inconcreción de sus obras:
El
cuarto poder, basada
en hechos reales de carácter universal y en el que no existe una localización
geográfica concreta —su montaje escénico rompe cualquier frontera— es una obra
de creación que se mueve dentro de unas constantes del teatro de hoy en el
mundo, y no una crónica de sucesos de límites estrechos.
Con
motivo de este recurso, la obra fue leída por el Pleno en enero de 1970. En él,
dos censores votaron por su autorización y uno solicitó conocer más opiniones
antes de dictaminar, aunque decía inclinarse por la autorización; sin embargo,
el resto de la Junta la prohibió, por lo que se ratificó la prohibición. Uno de
los vocales que la autorizaban, J. E. Aragonés, proponía suprimir varios
fragmentos; el otro, Luis Tejedor, encontraba que el tono de farsa y la falta
de concreción la hacían autorizable:
Como alega justamente el autor, esta
obra está basada en hechos reales de carácter universal sin que exista una
localización geográfica y mucho menos española.
La defensa de la libertad de prensa
está hecha en un tono de farsa y humor que le quita toda agresividad.
Pedro
Barceló, con más dudas que los anteriores, opinaba que no era necesario
suprimir ningún fragmento, aunque exigía “un rigurosísimo visado, que mantenga
el lugar y el tiempo en plano abstracto”. Federico Muelas, que la prohibió,
coincidió en apreciar la importancia del montaje: señalaba que el autor había
creado unos “personajes con intención simbólica, que dicen —y hacen— cosas que,
en definitiva, estarán vinculadas a la dirección de escena”. Por ello, advertía
que, si finalmente se autorizaba, era necesario el visado, pues su escritura se
había hecho “con ánimo de plantear situaciones plásticas —más que literarias—
poco gratas al momento político”.
Quienes
la prohibieron consideraron en su mayoría que la intención del autor y la
localización de la obra eran evidentes. Así, para Nieves Sunyer,
“La intención política del autor es innegable y muy mala y muy localizada en
España a pesar de lo que dice en su recurso”. Sin embargo, destacaba su
calidad: “Me da pena prohibirla porque como obra de teatro para mí es de lo
mejor que ha escrito”. Al igual que esta censora,
otros miembros de la Junta destacaron la calidad de las piezas al tiempo que
las prohibieron. Entre ellos, Carlos Suevos, quien señaló que se trataba de una
“obra de calidad” que no podía autorizarse sin una serie de cortes que la
desvirtuarían; el Jefe de la Sección de Teatro, José María Ortiz, quien la que
calificó de “buena farsa lograda por el autor”, al tiempo que escribió: “No me
ofrece duda, y lo lamento, la prohibición de esta obra”, o Manuel Fraga de Lis,
quien escribió el siguiente informe:
La obra está escrita con soltura, pero
no hay que discutir su intención. [...] Aunque el autor dice también en el
recurso que el contenido de la obra “son hechos reales de carácter universal
sin que exista localización geográfica y mucho menos española”... eso habría
que explicárselo a los espectadores con un contenido “menos localizado”. ¡Para
qué engañarnos!
La
mayoría de los votantes del Pleno, entre ellos alguno ya citado, encontraron un
ataque a varias instituciones del régimen. Para Díez Crespo, se trataba de “Una
obra tan descaradamente dirigida contra los principios e instituciones actuales
que creemos, por temor al escándalo, que debe prohibirse”, y Artola señaló que no se podían autorizar todas las piezas
debido a sus alusiones al ejército, la guerra, la Iglesia y la Administración.
Igualmente, para Carrión, la intención política de la obra no ofrecía lugar a
dudas, pese al “aire de farsa” y a la falta de concreción:
Pese a su aire de farsa guiñolesca de medias palabras, medias frases y medias
ideas, descubre con suficiente claridad su juego corrosivo, de burla y mofa de
valores fundamentales político-sociales: Ejército, Iglesia, Prensa, Judicatura,
a los que presenta como opresores de toda libertad.
Otros
censores ponían el énfasis en su ataque a la prensa del régimen, como
Florentino Soria, para quien la crítica de estas piezas a los medios de
comunicación estaba fuera de lugar: “Su intención tendenciosa es manifiesta y
el motivo esencial, la prensa como instrumento mediatizado por el Poder, no
tiene ni siquiera justificación real en esta época de libertad de prensa”.
En
octubre de ese año, Justo Alonso solicitó de nuevo la revisión de este
dictamen, argumentando que el autor había introducido algunos cambios, por lo
que de nuevo la obra fue enjuiciada, primero por una comisión de tres censores,
y a continuación por el Pleno, que una vez más denegó la autorización. En esta
nueva lectura, la mayoría de los vocales encontraron que los cambios eran
inapreciables. Así, para Jesús Cea, esta seguía
siendo “una pieza peligrosa”, y añadía: “Con mucha sutileza, pero con
manifiesta intencionalidad política y menosprecio, muy amañado, para con el
Ejército y los símbolos y condecoraciones”. Sunyer advertía igualmente la escasez de modificaciones, e igualmente, De la Torre
escribió: “A mí al menos no se me alcanzan las supuestas modificaciones a que
aluden en la presentación”. J. L. Vázquez Dodero llegaba a dudar de la veracidad de los cambios realizados, y señalaba que la
pieza no había perdido su carácter revolucionario: “En esta nueva versión, si
es cierto que es nueva, sigue siendo revolucionaria, aunque quizá,
efectivamente, el autor haya quitado hierro a algunas escenas”. Además,
advertía que “Sigue reconociéndose a España en el lugar de acción, aunque no se
diga”.
En
efecto, de nuevo se destacó su ataque a la política y a las instituciones
franquistas. Se llegó a decir que el autor había adoptado en esta obra una
actitud crítica “implacable”, y “violenta”, que la convertía en “un caso tope”,
así como: “Las cuestiones políticas que configuran nuestro horizonte actual no
sólo se revisan, sino que se someten a un tratamiento corrosivo” (F. Martínez
Ruiz). F. Muelas señaló que el autor proseguía en “su línea habitual
inconformista”, enfocada a la crítica de “conceptos fácilmente identificables
en la situación española actual”, y advertía que “Nunca se podrá evitar que el
público vea y oiga ‘entre líneas’, que es lo que el autor pretende”.
Igualmente, P. Barceló encontraba la obra altamente peligrosa: “La obra es una
protesta ininterrumpida contra el orden vigente. Una
invitación a romperlo todo violentamente. Es más un ‘mitin protestatario’
que una pieza teatral”. Por todo ello, concluía: “De autorizarse la obra, más
que una previa inspección teatral, sería cosa de avisar a Orden Público”. No
menos alarmistas eran las apreciaciones de J. M. García-Cernuda,
que calificaba al texto de “intolerable manifiesto subversivo”, y A. de Zubiaurre, quien escribía:
El tema central —la prensa— y otros
que inevitablemente se enlazan con él, son tratados de forma tan malévola, con
tan clara intención en las alusiones y símbolos (todo referido a la España
actual), que sólo cabe, a mi juicio, la prohibición.
Al
igual que otros vocales antes citados, Jesús Vasallo elogiaba la calidad del
texto, aunque lo encontraba problemático en cuanto a su intención política:
Esta obra ha planteado al lector un
serio problema. En primera lectura, la considero aceptable y pienso que podría
autorizarse con algunos retoques. Releída, por más que le da vueltas, no ve el
asunto claro. La considera como pieza teatral, francamente buena e importante.
Sin embargo, la falta de comprensión pública producida últimamente para algunas
aperturas, su carácter de panfleto, sus insertos tendenciosos, le aconsejan el
ponerle objeciones. Es bueno cuanto tiene de pantomima, de esperpento, de
gracia teatral, pero lo emborrona su pesimismo, sus disparos constantes incluso
a muchas cosas nobles y respetables.
También
hubo algún juicio adverso sobre su calidad dramática, como el de Manuel Díez
Crespo, quien la definió como “una obra pensada con punzante intención y escaso
ingenio”, en la que había “trazos de brocha gorda sobre la censura”. Así mismo,
Federico Muelas calificó de “poco ingeniosos” los dos primeros cuadros (La noticia y La niña y el pelele). Aunque hubo quien propuso autorizarla por la inconcreción de sus críticas (“se percibe un sentido
crítico que por no recaer directamente sobre personas ni nombres determinados,
puede ser tolerable”, escribió Rocamora), fueron mayoría los votos en sentido
contrario. Tras esta nueva lectura, la obra fue prohibida por tercera vez, y
empresario y autor desistieron de volver a presentarla hasta 1976, en que,
finalmente, fue autorizada.
El
león engañado, obra para niños que en 1954 había sido
autorizada con el título Más vale maña
que fuerza, volvió a presentarse a censura en marzo de 1970, autorizándose
esta vez sin cortes, para todos los públicos, tan sólo unos días después de su
entrada en el registro. En esta ocasión fue leída por cuatro censores, que
coincidieron en su dictamen y se limitaron a hacer comentarios del tipo: “Nada
objetable” (F. Muelas) o “Sin problemas y pienso que sin extrañas intenciones”
(J. Cea). En noviembre de 1973, Pilar Enciso,
coautora de la obra, presentó una canción (“Canción del león zampón”) para
añadirla al texto, que se también autorizó. Acerca de ella, Manuel Fraga de Lis
escribió: “por la ingenuidad misma de esta cancioncilla debe autorizarse
también para niños de todas las edades... ¡Que los hay!”.
Mare Nostrum, S.A. fue presentada
en abril de 1970 por Justo Alonso, para estrenarla en el Teatro Reina Victoria
en junio de ese año. Escrita en pleno auge turístico del país, en ella, el
autor intentó abordar “algunos dogmas morales de la cultura occidental
enfrentados y desmitificados por el poder celestinesco de la divisa”
[5]
,
presentando la costa mediterránea como un gran burdel al que acuden los
turistas en busca de sexo y en el que los habitantes del lugar se prostituyen
para poder costear sus necesidades básicas. Su lenguaje alejado del realismo
hizo que alguno de los censores planteara su autorización, si bien fueron
mayoría quienes la prohibieron.
En
la primera lectura, tanto J. M. Artola como F. Soria
mostraban sus dudas hacia esta obra: para el primero, constituía “una crítica
desaforada a la sociedad”, aunque el carácter “exagerado” de lo que allí se
decía facilitaba su autorización, e igualmente, Soria, que la calificó de
bastante “dudosa”, encontraba que su “distanciamiento intelectualizado” la
hacía menos problemática. Sin embargo, para S. B. de la Torre el dictamen era
claramente prohibitivo, ya que el texto vulneraba la norma 14 (3º), por la cual
se prohibía “el falseamiento tendencioso de hechos, personajes y ambientes
históricos”, y afirmaba rotundo:
El autor, siguiendo sus conocidas
orientaciones, nos ofrece ahora el panorama sórdido, desgarrado y abyecto de un país vendido al turismo. No hay que ser muy
lerdo para darse cuenta enseguida de que tal país es España. Y en él un pueblo
de chulos, prostitutas e invertidos, corrompidos por el dólar, la libra y el
franco. Todo se vende. No hay salida. La moral, incluidos los principios
religiosos, se venden sin escrúpulos. Con independencia de la crudeza del
tratamiento, tanto en la expresión como en las situaciones, la supuesta
simbología resulta tan identificable que no hay manera de poderla aceptar.
Ya
en el Pleno, hubo una clara mayoría de votos prohibitivos, tanto por razones de
moral sexual como por su intención política. Federico Muelas la prohibió por
“su turbiedad y su intención claramente política”, e igualmente, Jesús Cea recurría a varias de las normas (10, 13 y 18) para
prohibirla, tras referirse a ella como “la estampa tendenciosa de un turismo
corrosivo, la de un pueblo totalmente prostituido por las divisas, las
obscenidades de toda índole”. Para José María Ortiz, los principales problemas
de la obra eran el “desgarro dialéctico y de situaciones”, y “el apunte en
algunos momentos de una crítica que rebasa cuestiones éticas o morales, para
adentrarse en una intencionalidad política, francamente negativa”, y advertía
que este último no podría solucionarse mediante cortes sin “afectar gravemente
en el orden artístico y literario a la pieza objeto de informe”. En
consecuencia, “lamentándolo por lo que Mare Nostrum S.A. tiene de constructivo en su cruda y
violentísima diatriba y por sus indiscutibles valores como creación teatral”,
optó por prohibirla. Absolutamente rotundos se mostraban Manuel Díez Crespo,
quien encontró en ella un “sentido descaradamente demoledor contra nuestro
país”, y Nieves Sunyer, quien la prohibió con el siguiente
argumento: “La obra puesta en escena puede convertirse por las situaciones en
una obscenidad, aparte de las groserías continuas que dicen los personajes”.
Entre
los votos aprobatorios se encontraba el de Marcelo G. Carrión, quien
argumentaba, entre otros motivos, la calidad del texto, además de encontrarlo
lo suficientemente abstracto y ambiguo como para no extraer de él una crítica
directa; es más, en algunos sentidos, lo encontraba aleccionador:
Obra de difícil enjuiciamiento por la
ambigüedad y doble sentido de expresiones y situaciones. Su crudo lenguaje,
está, sin embargo, traspasado de un aire metafísico y poético que resta
peligrosidad en el orden moral. El problema del sexo, problema del moderno
vivir, se presenta como el gran mal de la época, nada atractivo y sí, en
cambio, aleccionador por la náusea que provoca.
Pero
no fue este el único censor que encontró la obra aceptable. Manuel Fraga de
Lis, que coincidió en apreciar su calidad —aunque la prohibió—, elogió su
estilo y su lenguaje “directo y brutal”:
No sería justo ni objetivo dejar de
reconocer el valor de este gran guiñol que quiere ser valleinclanesco y con el que el autor ataca ferozmente contra el turismo y lo que el turismo
significó para España, su moral y sus costumbres, que serían, en parte
aceptables, pero las supresiones que habría que hacer en el texto lo alterarían
de tal manera que modificaría sustancialmente la intención del autor, por eso,
aplicando las normas generales de la Junta de Censura, habrá que prohibirla.
Otros
censores se mostraban dispuestos a autorizarla si se suprimían una serie de
alusiones, como F. Martínez Ruiz, quien proponía “una nueva redacción de la
obra quitando las alusiones nacionales y politizadoras”,
o P. Barceló, quien encontraba que su tesis era la de una España corrompida por
el turismo y unos españoles convertidos en chulos y prostitutas, y señaló que
“podría tolerarse la tesis concreta, pero en su expresión requeriría ciertas
podas”, y añadía: “una cosa es un espectáculo y otra una provocación”. Además,
destacaba la necesidad de cuidar la escenificación mediante “un rigurosísimo
visado de la puesta en escena”, para conseguir un tono de “juego teatral” y no
de “documento histórico-realista”. Con menos reticencias que el anterior,
Aragonés la autorizaba argumentando que su crítica se limitaba al “turismo que
en nuestro mar busca el libertinaje”, tal como señalaba una voz en off al inicio de
la función. Otro vocal que votó por su autorización fue Luis Tejedor, quien la
encontraba “magnífica” en su género:
Estimamos la obra de Lauro Olmo como
una magnífica muestra del teatro de protesta. Sobre este tema hay ya abundante
literatura novelesca, y bien cruda por cierto. [...] La intención de la obra,
ajena a toda política, se refiere más bien a los valores morales. Salvo las
correcciones señaladas, por crudeza de estilo (que tampoco debieran
escandalizarnos después de la labor de Camilo José Cela), la considero apta
para mayores de 18 años.
Grapado
a uno de los libretos, hay un informe más, sin firmar, probablemente realizado
por el Jefe de la Sección de Teatro, en el que se indica que la obra “tiene
mucha fuerza dramática, su lenguaje es duro, popular, a veces soez”, y acerca
del autor, se advierte: “Su autor lleva ya cuatro o cinco obras prohibidas.
Esta es muy difícil y necesitaría muchos cortes”. No obstante, la obra se prohibió.En los libretos de censura se señalaron múltiples
frases, alusiones sexuales en su mayoría
[6]
.
En
junio de 1970, el TEU de Murcia sometió a censura la pieza El mercadillo utópico,
ahora desgajada del resto de las que componían El cuarto poder. Fue enjuiciada primero por tres censores y, ante
el desacuerdo de estos, por dos más. En la primera lectura, S. B. de la Torre
encontró que “su intención antimilitarista es manifiesta” y, aunque contempló
la posibilidad de autorizarla con cortes y visado previo —argumentando que su
brevedad le restaba “mordiente”—, finalmente la prohibió, al igual que Vázquez Dodero, el cual ni tan siquiera emitió informe. El tercer
censor, Romero, la autorizaba para sesiones de cámara, siempre que se evitara
cualquier actualización en la puesta en escena: advertía sobre el simbolismo
del Hombre Limpión, que parecía encarnar “el belicismo en abstracto” y del restro de personajes, que representarían “al pueblo
pacifista que se ha olvidado ya de las guerras y las desprecia”. Señalaba que
la obra estaba tratada “en plan de farsa” y hacía referencias a guerras
pasadas, con uniformes y objetos militares antiguos. Por ello, concluía
señalando que “Depende del montaje que se haga el que conserve el carácter
abstracto que tiene la pieza (pacifismo-belicismo), evitando la actualización
de uniformes, etc.”.
En
la segunda lectura, Florentino Soria coincidía en destacar la importancia de
este aspecto: tras definir el texto como “Apunte dramático de carácter
esperpéntico con ciertas intenciones ideológicas antimilitares y
antirreligiosas”, señalaba que podía autorizarse para sesiones de cámara,
“cuidando mucho que condecoraciones y uniformes no sean concretos”. A Nieves Sunyer, que también la autorizaba, le disgustó el tono
utilizado por Olmo: “Me parecen bien las obras pacifistas que condenan las
guerras con las que nadie estamos de acuerdo, pero no el tono en que lo hace el
autor”. Finalmente, la obra se autorizó para representaciones de cámara, tras
suprimir algunas alusiones a cargos y símbolos religiosos y militares
[7]
.
Leónidas
el grande, variación de la ya autorizada Asamblea general con más claras connotaciones políticas que
aquella, fue prohibida tras haber sido enjuiciada por el Pleno en 1972. La
fábula escénica que en Asamblea general quedaba planteada como obra para niños, aquí cobraba un claro carácter de
parábola política, y así lo entendieron los censores. Por ello, sólo dos de los
diecisiete vocales que la leyeron la autorizaron para todos los públicos
(previa supresión de todos los signos de carácter “subversivo”); siete votaron
por la prohibición, cinco por autorizarla para mayores de 18 años (negando así
su condición de obra infantil), y tres emitieron votos “de dudosa
interpretación”, en palabras del funcionario que redactó el resumen, José María
Ortiz.
En
la primera lectura, Sebastián Bautista de la Torre explicaba los problemas que
veía en la obra: su simbología de animales opresores y oprimidos, unida a la
clara localización de la fábula en España, la convertía en un claro ataque al
régimen dictatorial. Este censor señalaba que a pesar del “juego de las caretas
y de las máscaras” y de “los personajes se encubren con un disfraz animal”, los
símbolos eran “relativamente claros”, y añadía: “y más todavía en referencia al apestamiento que sufre todo el país, con cita expresa
incluso de localidades concretas como Cuenca, pongo por caso...”. Alfredo Mampaso coincidía en esta lectura política de la obra, de
la que advertía que “de infantil no tiene nada”. Encontraba igualmente que los
animales “representan los diferentes elementos de una sociedad humana regida
autoritariamente”, con el Gran Leónidas como “dictador sin escrúpulos rodeado
de una ‘élite’ aduladora y opresora”, y el pueblo representado por el burro que
es condenado injustamente. Este censor proponía que el autor concretara algunos
aspectos del montaje: “figurines, decorado y visionado de las películas y
diapositivas que quieren proyectar”, pues opinaba que “las acotaciones para la
puesta en escena permiten prever una mayor ambición en la crítica política”.
Vicente Amadeo Ruiz Martínez votó directamente por prohibirla a partir de una
lectura muy similar al anterior; también como aquel, señaló que su “subtexto socio-político-religioso” y su “intencionalidad
crítica”, la descartaban como obra infantil, e igualmente, advirtió la
simbología de los animales y llamó la atención sobre su localización en España.
Ya
en el Pleno, hubo unanimidad en advertir su carga de crítica política. Aunque
no todos la prohibieron, quienes la autorizaron coincidieron en que habría que
suprimir las alusiones a España y vigilar severamente el visado del ensayo
general, especialmente banderas, insignias, diapositivas y otros signos no
verbales. Entre ellos, Jesús Cea, quien la
consideraba una pieza “políticamente peligrosa”:
Bajo la aparente ingenuidad de un
cuento o de una fábula se oculta una sutil y punzante denuncia político-social
en la cual quedan al descubierto los manejos que el poder emplea para ocultar
la verdad, cerrar sus ojos a la injusticia, y a los atropellos y abusos de que
es objeto el más débil, en este caso un sufrido burrito, el cual representa al
pueblo soberano.
Aunque del texto no se desprenda
descaradamente, el público se aplicará y coreará muchas de las afirmaciones
como aplicables a nuestro país.
José
María Artola, en cambio, encontraba que “pretende
aludir a situaciones más sociales que políticas, a mi entender, de nuestro
país, pero que pudieran aplicarse a más países”, y concretaba los cambios que
habría de hacer el autor: habría que suprimir “ciertas fórmulas que pudieran
acercar la figura de Leónidas a la del Jefe del Estado”, así como “las ráfagas
de metralletas, los estandartes y banderas”, y la alusión a España; además,
condicionaba la autorización al visado con carácter vinculante, para asegurar
“que el montaje no llega a donde el texto escrito no puede”. Díez Crespo
insistía en vigilar estandartes e insignias, aspecto en el que coincidieron la
mayoría de los censores.
En
cuanto a la calificación de edad, F. Soria la autorizaba para todos los
públicos, pero no porque la encontrara adecuada para niños, sino porque no
serían estos quienes realizaran una lectura política. Insistía en suprimir las
“referencias españolas y alguna que otra inconveniencia”, así como en el
visado, para que “las intenciones” quedaran “muy generalizadas”, y de este
modo, podría autorizarse, “aunque no sin alguna preocupación, no en lo que
respecta a los pequeños sino a los mayores”. Igualmente, J. Vasallo señaló que
se trataba de una obra muy difícil de entender para el público infantil, ya que
estaba “cargada de alusiones”, por lo que limitó la autorización para mayores
de 14 años, siempre que se suprimieran dichas alusiones y previo visado de la
puesta en escena, para que “el alejamiento de España sea total y no se
pronuncie esta palabra”. La lectura de F. Martínez Ruiz aún iba más allá que
los anteriores, al advertir que podían referirse a algún acontecimiento
ocurrido en España poco antes de que se presentara la obra, por lo que la
prohibió:
Se trata de una fábula no siempre
clara y cuyas alusiones tampoco lo son. Pero este Leónidas castiga y manda
matar al burrote —que sería el pueblo— por lamer las hierbas de un prado.
Me quiero librar de asociar esta farsa
a algún acontecimiento multitudinario
español [subrayado en el original] más o menos reciente. Pero en este contexto de fábula —que, por serlo, permite
todas las suposiciones— existen expresiones que, automáticamente, aun
independientes de la acción, serían utilizables por su peligroso impacto. Si
además la obra va empaquetada entre el principio y el final con una canción tan
alusiva como la “A pesetita la mascarita”, la intención traspasa a la
ingenuidad.
También
la prohibieron García-Cernuda, quien sentenciaba:
“Para el firmante, la mala intención de la obra es evidente y no la estima
representable”; Albizu, el cual se mostraba extrañado
de que esta obra se hubiera presentado para público infantil, cuando era
difícil autorizarla incluso para adultos; Zubiaurre,
único censor que recurrió a una de las normas prohibitivas: “estamos ante una
obra claramente intencionada [subrayado en el original] y que afecta a la Norma 17ª (2º)”; y Vázquez Dodero, quien calificó a la obra de “tendenciosa”, y señaló
que su tesis consistía en que “los poderosos tiranizan siempre a los pobrecitos
humildes”, y añadía: “Naturalmente, la figura del rey es la más repugnante de
todas”.
Los
juicios sobre su calidad también fueron severos: se dijo que su valor literario
era “escaso” (J. L. Vázquez Dodero), además de
recibir comentarios como “esta farsa que apenas tiene la menor gracia” (M. Díez
Crespo), o “Los versos satíricos los hacía mejor un analfabeto que conocí en un
pueblo de Castilla de cuyo nombre no quiero acordarme. Ya por eso debería
prohibirse la obra” (F. Muelas).
El
Jefe de la Sección de Teatro, José María Ortiz, envió el texto al Subdirector
General de Teatro para consultar su opinión, y este, a su vez, según se informa
en una nota manuscrita, lo envió a la Junta Superior consultora de Medios de
Comunicación Social, que debió mantener la prohibición, puesto que ningún
documento contradice el dictamen anterior y de hecho la obra figura como prohibida.
Tras
haber sido prohibido el conjunto de obras que componían El cuarto poder y la pieza breve El mercadillo utópico, en 1972 se presentó Nuevo retablo de las maravillas y olé, también en torno a la libertad de
expresión, que igualmente formaba parte de este espectáculo. En la primera
lectura se planteó la posibilidad de autorizarla para sesiones de cámara e
incluso hubo quien la autorizó para representaciones comerciales. El vocal que
emitió este dictamen, A. de Zubiaurre, otorgaba muy
poca importancia a la pieza, en todos los sentidos:
Literaria y teatralmente, poca cosa.
Desde el punto de vista de censura, casi puede decirse lo mismo. Resulta muy
flagrante la personificación de los tres poderes —aquí el tío de la maza, el
del espadón y el del butafumeiro— junto al cuarto
poder, o sea la prensa onmímoda y falaz, el “retablo
de las maravillas”. Así y todo, esta versión me parece aceptable para mayores de 18 años [subrayado en el
original].
No
obstante, solicitó el visado para garantizar que los personajes fueran
abstractos, “como corresponde al aire de farsa de la obra”. Más problemas
encontró J. Vasallo, quien destacó la presencia de “interpolaciones que afectan
al Ejército, la justicia y el clero”, señaló que en ella se nos muestra una
“España de pandereta, llevada con sarcasmo peligrosísimo”, y advertía que los
personajes “Ven maravilla en la prensa”. Finalmente, S. B. de la Torre definió
la pieza como “una especie de síntesis de elementos utilizados anteriormente
por el autor con el tono crítico de costumbre”, destacó la necesidad del visado
si se autorizaba, “pues el mayor riesgo estriba en el disfraz y en el tono de
la representación”, y propuso que la obra pasara al Pleno.
Ya
en el Pleno, hubo varios censores partidarios de prohibirla por razones
políticas. Así, Alfredo Mampaso encontró en ella una
“grave crítica de la Prensa como institución” y señaló que “la crítica es
amarga y está llena de odio y resentimiento contra España”. También la prohibía
Jesús Cea, quien la calificó de “Sátira mordaz de la
prensa dirigida y controlada por el poder”, y señaló que el objetivo del autor
no era otro que el de “provocar la indignación del público al verse tan
artificiosamente engañado por la prensa”. Por su parte, García-Cernuda la tildaba de
“sarcástica parodia” en la que se atacaba a “personas representativas” de la
“España actual”, e igualmente la prohibió Vázquez Dodero,
por encontrarla cargada de símbolos que atentaban contra el régimen:
Si he entendido bien el simbolismo, un
JUEZ, con un garrote, un MILITAR, sable en ristre, y un RELIGIOSO, con el
incensario son como los guardianes de la pureza del PERIÓDICO-RETABLO, al cual
no tendrán acceso los católicos progresistas, socialistas y comunistas; ni los
hijos de mala madre; sólo los cristianos viejos de reconocido buen linaje.
Vicente
Amadeo Ruiz iba más allá al señalar no sólo que trataba de “ridiculizar las
instituciones fundamentales de nuestra nación”, sino también de “crear una
corriente de simpatía por el socialismo y comunismo”. Así mismo, Florencio
Martínez Ruiz escribió: “Considero que la intención no es buena y si esta
pequeña pieza va a tener algún significado, no es otro que rompedor”, aunque
proponía autorizarla para sesiones de cámara admitiendo que “en última
instancia, es tolerable”.
Entre
los partidarios de autorizarla se encontraba Juan Emilio Aragonés, quien la
aprobó para mayores de 14 años con un solo corte, e incluso consideró la
posibilidad de hacerlo para todos los públicos. Igualmente, Pedro Barceló la
autorizó argumentando que se trataba de un discurso ya expuesto anteriormente,
y no de forma menos crítica, en otros géneros como la propia prensa:
El retablo tiene, evidentemente, su
intención. Pero no creo que sea mucho más acerada de lo que se publica en
numerosas revistas españolas —humorísticas y serias— ni, tan siquiera, de lo
que se dice en la propia prensa diaria.
Varios
censores encontraron reparos en los personajes del juez, el militar y el
sacerdote, aunque se dijo que este problema podía salvarse mediante una vestimenta
no realista (P. Barceló) y una puesta en escena que atenuara su “malévola
intención” (F. Soria). Otros censores la autorizaron sin señalar reparos, como
M. Díez Crespo, quien se limitó a señalar sus antecedentes literarios en los exemplos de El conde Lucanor,
del infante Don Juan Manuel y el Retablo
de las maravillas cervantino; Albizu, quien lo
describió como un “Cuadro plástico en el que presenta las realidades españolas:
emigración, turismo, conflicto generacional”, y añadió: “Pero nada hay concreto
que pisotee las normas”, o Luis Tejedor, quien la definió como “Una típica obra
de protesta”, aunque dirigida “a lo social y no a lo político”. No obstante, la
obra se prohibió, al igual que antes se hizo con El cuarto poder en su conjunto. De hecho, en el dictamen se tuvo en
cuenta que formaba parte de una obra prohibida (en varios informes se hace
referencia a esta circunstancia).
Dejando
a un lado algunas piezas infantiles, adaptaciones y obras breves, Historia
de un pechicidio fue la única pieza extensa
del autor que se autorizó durante este período. Ya en 1967 se había presentado
otra versión de esta obra, con el título Junio
siete stop, que fue prohibida, como vimos. En esta ocasión, fue enjuiciada
por cinco censores.
A
diferencia de otros textos del autor, en este caso las objeciones políticas
fueron secundarias. El único censor que puso reparos de este tipo fue Antonio
de Zubiaurre, quien advertió en la obra una “intención política y social con ribetes de pedagogía para
aleccionar al auditorio contra los usos y mentalidad retrógrados...”. Sebastián
Bautista de la Torre, en cambio, puso el énfasis en que se cuidaran “las
escenas del desnudismo, los efectos ‘pectorales’ y que la figura del Inquisidor
responda en vestuario y demás al tono disparatado de la farsa”. El único voto
prohibitivo, el de García-Cernuda, no se debió a
razones políticas, sino a las “groserías” del texto: “La obra tiene cierta
gracia, pero la acumulación de groserías es tan intensa que si se suprimen,
aunque sólo fuesen las de mayor entidad, quedaría reducida a límites
impresentables”. También para Florentino Soria este era el mayor problema:
definió la obra como “Parodia tipo La
venganza de don Mendo sin mayores intenciones
sociopolíticas que las caricaturescas lindantes con la grosería alrededor de
las desorbitaciones de la virtud”.
Como
solución a estos reparos, Alfredo Mampaso impuso una
serie de condiciones que fueron respaldadas por el resto de la Junta y que se
reflejarían en la hoja de censura entregada a la compañía: 1) “Que el personaje
el ‘Inquisidor’ no vista traje eclesiástico de ninguna clase”; 2) “Que el
vestirse y desvestirse se haga dentro de los límites de decencia permitidos en
un escenario”; 3) “Que todas las alusiones, verbales y de acción a los ‘pechos
protagonistas’ no sobrepasen el aspecto cómico”, y 4) “Que el buscar las pulgas
y el rascar de los personajes no caiga en la grosería y que en ningún caso la
acción se refiera o actúe sobre las partes genitales de cualquier personaje”.
Por lo demás, señalaba que, una vez cumplidas estas condiciones, no encontraba
problemas en esta obra: “No le veo intención alguna a esta enorme farsa”.
También
en este caso su calidad artística se consideró escasa: Zubiaurre señaló que su verso era “malo y desafortunado”, y hablaba de la “zafiedad” de
la obra, que culminaba en el “pechicidio” que le
sirve de título. También se mostró muy crítico S. B. de la Torre, quien definió
la obra como “una especie de desmitificación de la virtud, llevada a extremos
de desborde y disparate en el marco del medievo”.
Finalmente,
en noviembre de 1972, previa consulta al Subdirector General de Teatro, se
autorizó para mayores de 18 años, con tres cortes, visado de carácter
vinculante y las condiciones ya referidas que impuso Mampaso.
La obra se estrenó en noviembre de 1973, en el Aula Juan del Enzina de la Universidad de Salamanca. Poco después, en
enero de 1974, el autor solicitó la inclusión de unas adiciones o “hijuelas”,
que se autorizaron sin cortes. En los meses siguientes se solicitaron dos
cambios de título que fueron aceptados: La
venganza de Don Lauro, primero, y más tarde, Historia de un pechicidio, antes
subtítulo (siendo el título Cronicón del Medievo), que pasaba ahora a ser el título principal, con La venganza de don Lauro como
subtítulo, a petición de la compañía Corral de Comedias.
Al
mes siguiente de que esta obra se autorizara, en diciembre de 1972, volvió a
presentarse a censura Asamblea general, ahora en la
versión autorizada en 1966, traducida al vasco. En esta ocasión, se autorizó
sin cortes, con visado y con la condición de que su escenificación se
mantuviera “dentro del marco de la fábula, sin aditamentos escénicos que
permitan concreción actualizadora”, tal como dictaminó Antonio Albizu, único censor que la leyó. En su informe, Albizu hacía notar la menor carga política de esta versión
con respecto a Leónidas el grande,
sobre la que había informado unos meses antes: “Una obra parecida presentó
Lauro Olmo en castellano. Creo que bajo el título de Leónidas el rey. Pero aquí ya está descargada de su carácter
político y contestatario”.
Dos
años más tarde, en 1974, se presentó una traducción al catalán de esta obra,
que fue enjuiciada con mayor dureza, pues en el libreto hay varios fragmentos tachados
y, según parece, no se autorizó para todos los públicos, puesto que en el
subtítulo del ejemplar de censura, “Peça dramática per infants, original de P.
Enciso y L. Olmo”, está subrayado “per infants”, y a su lado han escrito: “NO”.
También
en 1974 se presentó una nueva traducción al vasco de El raterillo (Lapurtxoa),
cuyo libreto no presenta tachaduras, que se autorizó poco después de su entrada
en el registro, a juzgar por su número de expediente. Desconocemos los detalles
del proceso, puesto que el expediente de esta obra está incompleto.
Además,
en estos años fueron censuradas dos adaptaciones de textos de Brecht: Yo, Bertolt Brecht, basado en
poemas y canciones de Brecht, que se autorizó con
varios cortes en
1970.
F
. Muelas calificó la versión de Olmo de
“lamentable”, e igualmente, J. E. Aragonés la tildó de “adaptación dudosamente
escénica y libérrima” de la “ya tendenciosa traducción” de López Pacheco. Este
censor encontraba en el texto “malintencionadas aportaciones del adaptador”.
También en 1970 se autoriza El señor de
Puntilla y su criado Matti. El único comentario
sobre la versión de Olmo fue el de Florencio Martínez Ruiz, quien escribió:
“Por lo que se refiere a la versión de Lauro Olmo, está contenido y las
crudezas expresivas están en el original y no se exageran”. Al año siguiente se
presenta la adaptación de La viuda y el
oso, de Anton Chéjov:
el único censor que encontró algún reparo fue Antonio de Zubiaurre,
según el cual, en su adaptación, Olmo había pretendido “actualizar” algunos aspectos
de la obra, aunque se autorizó igualmente
[8]
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