Berta Muñoz Cáliz
El teatro crítico español...
     

Capítulo quinto

LA DESAPARICIÓN DE LA CENSURA

I. La transición política (1975-1978)

1. La vida cultural en el posfranquismo

Tales son las razones que hacen imperativo el que los seres humanos sean libres para formar sus opiniones y para expresarlas sin reserva; y tales las destructoras consecuencias que se producen para la inteligencia, y por ella para la naturaleza moral del hombre, si esta libertad no se concede, o al menos se mantiene a pesar de su prohibición.

John Stuart Mill [1]

 

La muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 marcó el inicio del proceso de transición política desde la dictadura hacia la democracia. Como es sabido, este proceso se caracterizó por el carácter pacífico de las reformas y por la voluntad de las distintas fuerzas políticas de alcanzar un consenso y evitar cualquier potencial derramamiento de sangre. Tal como señala Moradiellos, en cuanto a su forma, el proceso transitorio se llevó a cabo “con el máximo grado de respeto procesal a la legalidad e instituciones de la dictadura”; sin embargo, en cuanto a su resultado final, “condujo a un régimen democrático que suponía una destrucción plena del antiguo sistema político” [2] .La celeridad de este proceso y la forma en que se llevó a cabo mostrarían, tal como señala dicho historiador, el marcado anacronismo del régimen y su desfase con respecto a los valores entonces dominantes en la sociedad española, que ya desde los años sesenta había comenzado a experimentar su propia transición cultural [3] .

En un primer momento, se mantuvo como presidente del Gobierno a Carlos Arias Navarro, con la finalidad de amortiguar las tensiones entre las propias facciones franquistas y calmar los recelos del “búnker”, si bien la presencia de personalidades de la ortodoxia inmovilista quedaba contrarrestada con la de otras importantes figuras del reformismo franquista. Para Santos Juliá, este gobierno estaba construido sobre la pauta de equilibrios seguida por Franco; “el problema era que Franco ya no estaba allí y que sin él, su modelo dejaba al descubierto la vacuidad de la fórmula: las supuestas familias sólo eran personalidades rodeadas de algunos secuaces, pero divididas entre sí por las tormentas del pasado y enfrentadas por las fórmulas que pretendían imponer para el futuro” [4] .

Tras su cese en julio de 1976, y el inicio del gobierno de Adolfo Suárez, el proceso de reforma controlada y pactada con la oposición emprendió su verdadera marcha imparable e irreversible. Unos meses después, con la legalización del Partido Comunista en abril de 1977, la disolución del Movimiento y los Sindicatos Verticales y la ampliación de la amnistía política, el Gobierno de Suárez obtuvo el aval de la oposición para convocar elecciones generales por sufragio universal y democrático a Cortes constituyentes el 15 de junio de 1977. Semanas antes, don Juan de Borbón renunciaba a sus derechos históricos al trono y los transmitía a su hijo don Juan Carlos, que asumía así la plena legitimidad dinástica. Moradiellos explica lo que supusieron aquellas primeras elecciones generales en más de cuarenta años de historia:

A partir de la consulta electoral de junio de 1977, desde un punto de vista tanto histórico como jurídico-institucional, quedó enterrado definitivamente el régimen de Franco. […] La nueva legalidad surgida en junio de 1977 tendría su origen en el principio de la soberanía del pueblo, la división de poderes del Estado, el reconocimiento de los derechos civiles individuales y la consulta electoral libre y democrática de la ciudadanía para la formación y sustitución de gobiernos y parlamentos. Nada más ajeno a aquel régimen basado en los poderes carismáticos de un caudillo providencial cuya legitimidad derivaba de la victoria en la guerra civil, que abominaba de las supuestamente trasnochadas fórmulas liberal-democráticas y se vanagloriaba de que “en España no hay división de Poderes, son unidad de mando y de dirección, y, bajo ella, orden y jerarquía” [5] .

La desaparición de la censura se inició formalmente en 1976, aunque hasta el año siguiente no se empezaron a emitir las leyes correspondientes. Uno de los textos fundamentales que contribuyeron a su abolición fue el Real Decreto-Ley 24/1977 de 1 de abril [6] sobre libertad de expresión, que garantizaba el derecho de todos los ciudadanos a la libre información y ponía fin a las limitaciones impuestas a la libertad de expresión a través de los medios informativos. En él se remitía al Código Penal y a la jurisdicción ordinaria con el fin de garantizar la protección de los valores éticos y sociales, y se reducía al máximo la intervención de la Administración en materia informativa, aunque se reservaba el derecho de secuestrar impresos que atentaran contra la unidad de España, la Familia Real o las Fuerzas Armadas, así como el material pornográfico.

La censura de cine y de teatro aún tardaría unos meses más que la de prensa en ser abolida. El 1 de diciembre de 1977 se publicaba en el BOE el Real Decreto por el que se suprimía la censura cinematográfica; películas como Canciones para después de una guerra y El gran dictador se habían autorizado ya en 1976, y en el 77 se autorizarían Viridiana, El Decamerón, El acorazado Potemkin y El último tango en París [7] . Ya en 1978, se dictó el Real Decreto 262/1978, de 27 de enero, sobre libertad de representación de espectáculos teatrales [8] , que entraría en vigor el 4 de marzo de ese año. Únicamente se adoptaban unas normas de calificación, “en defensa de la infancia y de la adolescencia, así como del derecho de todo el público a una correcta información sobre el contenido de los espectáculos”, para lo cual se creaba la Comisión de Calificación de Teatro y Espectáculos [9] , cuyo funcionamiento en un primer momento guardó ciertas similitudes con el de la Junta de Censura: además de continuar con la numeración de los expedientes [10] , en ella se integraron algunos antiguos censores (José María Ortiz, Jesús Cea, Antonio de Zubiaurre o José Luis Guerra) [11] .

La herencia del franquismo en la cultura, como en otras parcelas de la vida de los españoles, sobreviviría al cambio político. Desde el inicio de la Transición se extiende el sentimiento de que toda la cultura española estaba viciada de raíz por su larga convivencia con la dictadura. En un artículo escrito unos días después de la muerte del dictador, Juan Goytisolo hacía referencia al peso de la autocensura en la obra de quienes habían escrito durante el régimen de Franco y a la dificultad de liberarse de los hábitos mentales adquiridos durante tan largo período:

Junto a la censura promovida por él, su régimen creaba algo peor: un sistema de autocensura y atrofia espiritual que ha condenado a los españoles al arte sinuoso de escribir y leer entre líneas, a tener siempre presente la existencia de un censor investido de la monstruosa facultad de inutilizarlos. La libertad de expresión no es algo que se adquiera fácilmente. Por experiencia propia sé que me fueron precisos grandes esfuerzos para eliminar de mi fuero interior un huésped inoportuno: el policía que se había colado dentro sin que aparentemente nadie le hubiera invitado a ello. Probablemente, el día que periodistas y escritores españoles se sienten a escribir desembarazados del peso de este Super-Ego, experimentarán ese mismo temor que me sobrecogió a mí ante el vértigo de un vacío súbito, esa libertad que se abre  a los pies de uno, el poder decir sin rodeo lo que uno piensa. Lucha no exterior sino interna contra el modelo de censura intrapsíquica, de censura incluida en el “mecanismo del alma”, según la conocida expresión de Freud. Tal vez para muchos intelectuales de mi edad, la liberación llegue demasiado tarde y no puedan habituarse nunca a una escritura responsable —víctimas ya para siempre de un esterilizador Super-Ego, proyección interiorizada de su ilimitado poder.

Esta autocensura se entendía ahora como una forma de complicidad con el régimen que la había impuesto. A partir de los testimonios recogidos en el libro La cultura española durante el franquismo (1977), J. C. Mainer escribe:

[...] todos [los colaboradores] se referían a culpas directas de la situación pero casi todos implicaban un mayor o menor grado de complicidad en quienes habían querido combatir con las armas de la cultura aquella situación ominosa. Así, por ejemplo, la llamada “regresión del lenguaje” apuntaba sin paliativos al erial artístico de un neorrealismo chato y compungido que predominó a partir de 1950. Así, la “patología de la expresión” (término que acuñó el crítico de cine Román Gubern) subrayaba los penosos circunloquios, simbologías ñoñas, alusiones crípticas, que originariamente habían sido un modo de burlar la férrea censura y que, a la fecha, se habían convertido en un ilimitado purgatorio de las buenas intenciones y los tartamudeos ideológicos [12] .

Pronto se esfumaron las esperanzas de que, una vez desaparecida la censura, saliera a la luz un arte literario de calidad que habría permanecido oculto durante la dictadura. En cambio, se extendieron una serie de ideas sumamente perjudiciales para los creadores que habían convivido con el franquismo, como la de quela dictadura imposibilitó la creación de un arte de calidad, que la censura había servido como excusa a artistas sin talento, o que los creadores seguían anclados en el pasado sin responder a las expectativas que les planteaba la nueva realidad, como muestran las palabras del Equipo Reseña:

Si es verdad que puede resultar ingenuo identificar, sin más, cultura con democracia, también es cierto que no cabe hablar de una tarea cultural independiente y seria, orientada al desarrollo integral de las gentes, en un régimen de carencia de libertades. En los largos años del franquismo, la historia cultural española, una vez más, se había imaginado a sí misma porque le era imposible realizarse libremente como tal. De ahí que la desaparición de la censura y los progresivos avances de la libertad de expresión durante la transición política alentaran, en la esperanza de muchos, el paso hacia una nueva situación cultural abierta y fecunda.

Los creadores que anteriormente lo habían sido de veras, logrando superar por las vías de la imaginación la dificultad de expresarse sin cortapisas, continuaron dando constancia de su talento. Pero es necesario reconocer que la abolición de la censura dejó al descubierto a demasiados que se habían escudado en la triste señora para disimular su incapacidad. Al tiempo que no pocas de las primeras manifestaciones artísticas de la democracia nacían más preocupadas por barrer el pasado, cuando no por tomarse una revancha fácil y efímera, que por impregnar de contenido renovador el presente. Del exilio volvían, en una apresurada operación de reconocimiento tan justa como tardía, muchos autores a los que la guerra civil apartó de España en su momento más prometedor, y, lógicamente, lo hacían con su obra a punto de concluir [13] .

Tal como señala Mainer, en el ámbito de la cultura española existía la sensación de que “Se había envejecido sin pasar por la madurez, cuando atrás solamente se tenía una suerte de pubertad hipertrofiada, una larguísima infancia difícil y una mezcla de compasión y de desprecio por la propia intimidad” [14] . Sentimiento que afectó tanto al realismo social como al arte menos comprometido:

Por eso muy pronto no quedaron ya ni oferentes de berzas ni adoradores del sándalo en estado de pureza: todos compartían, al día siguiente del óbito de Franco, la idea de que casi todo estaba viciado de raíz por su larga convivencia con el franquismo [15] .

Para J. C. Mainer, la frustración de las expectativas de regeneración moral colectiva quedaba plasmada en la expresión, entre cínica y nostálgica, ‘Contra Franco, vivíamos mejor’”; frase que delataba otro aspecto de la vida española de 1975: la interiorización de los fantasmas del franquismo por sus víctimas, un peculiar “síndrome de Estocolmo” que constituiría “un raro equilibro entre la aversión profunda y un húmedo sentimiento de solidaridad irremediable con algunos rasgos del encierro” [16] . En teatro, este sentimiento explicaría en parte la actitud de una serie de creadores que, ya durante la democracia, continúan de algún modo expresando su oposición al anterior régimen [17] .

A pesar del inevitable lastre del pasado, la transformación experimentada por la cultura española como consecuencia de las nuevas circunstancias fue notable. Con la distancia de los años transcurridos, Juan Pablo Fusi realiza un balance mucho más optimista del período. Tal como señala este autor, a partir de 1975 se produciría una verdadera revolución en los medios de comunicación: “tras unos primeros meses, hasta julio de 1976, de contradicciones e incertidumbre, la democracia supuso un sistema radicalmente nuevo y libre de prensa y radio, y más lentamente, de televisión” [18] . Así, desapareció el Ministerio de Información, se procedió al cierre o venta de los periódicos del Estado [19] , terminó el monopolio informativo de Radio Nacional cuando en octubre de 1977 la cadena Ser emitió su primer informativo y posteriormente se autorizaron numerosas radios nuevas. El 4 de julio de 1977 se creó el Ministerio de Cultura, con una filosofía muy distinta a la que había inspirado la anterior cartera de Información y Turismo [20] .

Tal como señala Fusi, sólo a partir de la desaparición de la censura de espectáculos la sexualidad pudo ser tratada libremente: películas como Los placeres ocultos y El diputado, de Eloy de la Iglesia; Ocaña. Retrato intermitente (1978), de Ventura Pons, basada en la obra teatral de Andrés Ruiz, y Un hombre llamado Flor de Otoño (1978) de Pedro Olea, basada en la obra de Rodríguez Méndez —que a su vez también consiguió subir a las tablas—, abordaban el tema de la homosexualidad; Cambio de sexo, de Vicente Aranda, era la historia de un transexual [21] .

Para este autor, “los principios últimos de la cultura democrática eran claros: neutralidad cultural del Estado y reconocimiento del pluralismo cultural de la sociedad civil”. Así mismo, afirma que la cultura española se definiría desde 1975 ante todo por la pluralidad y diversidad de sus manifestaciones literarias y artísticas y de su pensamiento, o “dicho de otro modo, que no había una cultura o pensamiento dominante, sino, en todo caso, convivencia de tendencias de pensamiento muy distintas” —algo que, como veremos, también se materializaría en el teatro de este período—; lo que venía a revelar que “la sociedad española de la transición constituía una sociedad plural y abierta” [22]

 



[1] Sobre la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 2001, pág. 206. (Cap. III: “De la individualidad como uno de los elementos del bienestar”).

[2] Moradiellos, 2000, pág. 202.

[3] Para este autor, la transición fue “una operación de ingeniería política encaminada a desmontar el viejo y anacrónico sistema institucional autoritario, a fin de reemplazarlo por un sistema democrático-parlamentario congruente con las demandas de participación de la propia sociedad española y de sus fuerzas políticas y sindicales representativas”. (E. Moradiellos, 2000, pág. 201). Este cambio se llevó a cabo entre el 22 de noviembre de 1975 y el 6 de diciembre de 1978: desde la proclamación como rey de don Juan Carlos I, hasta la aprobación mediante referéndum de la nueva Constitución, elaborada y votada por unas Cortes democráticas y constituyentes.

[4] S. Juliá, 1999, pág. 214.

[5] Moradiellos, 2000, págs. 207-208.

[6] BOE de 12-IV-1977, págs. 7928- 7929. A partir de entonces quedaba derogado el artículo segundo de la Ley de Prensa e Imprenta de 1966, así como el 165 bis del Código Penal; e igualmente quedaban suprimidas las facultades de suspensión que le atribuía a la Administración el artículo 69 de la Ley de Prensa.

[7] Con anterioridad, en febrero de 1976, se había suprimido la censura previa de guiones. (Á. A. Pérez Gómez, “El cine. De la censura a la protección”, en Equipo Reseña, 1989, pág. 172).

[8] BOE, 3-III-1978, págs. 5153-5154.

[9] Las Normas de calificación de espectáculos teatrales distinguían entre espectáculos para todos los públicos, para mayores de 14 años y para mayores de 18 años, y calificaban con el anagrama “S” aquellos que pudieran “herir de modo especial la sensibilidad del espectador”. (Orden de 7 de abril de 1978, BOE, 14-IV-1978, págs. 8611-8613).

[10] Obras como De San Pascual a San Gil, de Domingo Miras, la versión de Max Aub de La madre de Gorki, o El cisne, de Fermín Cabal aparecen reflejadas en el fichero como expedientes 289-78, 320-78 y 419-78, correspondientes a mayo y junio de este año, con la calificación “Autorizada” en todas ellas y con informes que justifican esa calificación.

[11] En la composición de la Comisión de Calificación de Teatro y Espectáculos de febrero de 1979 aparecen los siguientes nombres: Manuel Camacho de Ciria (Presidente), Julia Arroyo Herrera, Jesús Cea Buján, José Luis Guerra Sánchez, Francisco Martínez García, Ramón Regidor Arribas y Juan Wesolowski Fernández de Heredia.  (Expediente 250-57, caja 71.697, correspondiente a El cuervo, de Alfonso Sastre).

[12] Mainer, 1994, pág. 120.

[13] Equipo Reseña, 1989, págs. 7-8.

[14] J. C. Mainer, 1994, págs. 116-117.

[15] Ibíd. pág. 119.

[16] J. C. Mainer, 1994, págs. 123-124.

[17] Á. Berenguer y M. Pérez hablan de una corriente “radical” dentro de la Tendencia Reformista para referirse a este conjunto de obras (Berenguer y Pérez, 1998).

[18] Ibíd., pág. 150.

[19] Trece de ellos fueron cerrados y diecisiete vendidos entre 1975 y 1982, y los restantes fueron clausurados definitivamente tras la llegada del PSOE al poder en 1982, de forma que la cuestión quedó resuelta en 1984; desaparecieron, pues, los periódicos “históricos” del franquismo como Arriba, Pueblo o El Alcázar, y en mayo de 1976 apareció el diario El País, que revolucionó el mundo de la prensa.

[20] “Ministerio polémico y discutido —visto al principio como la posible continuación de los ministerios de “información” del franquismo y como amenaza de un posible dirigismo estatal de la cultura—, el Ministerio de Cultura nació con el propósito de procurar financiación estatal a empresas culturales para las que la iniciativa privada podría ser insuficiente, como el mantenimiento de bibliotecas, museos y archivos, la construcción de obras de infraestructura cultural, el costeamiento de orquestas, teatros y ballets nacionales, o la realización de grandes exposiciones. (Fusi, 1999, pág. 153).

[21] 1999, págs. 152-153.

[22] 1999, págs. 154-159. Fusi señala además dos hechos determinantes en la vida cultural de la Transición: la intensificación de la acción del Estado al servicio de la difusión social de la cultura y el resurgimiento de las culturas de las comunidades autónomas, como expresión de una nueva idea de España basada en el reconocimiento de su pluralidad cultural y lingüística. (Fusi, 1999, págs. 149-150). Véase también: A. Amorós, 1979 y 1987; S. Amell y S. García Castañeda (eds.), 1988; Equipo Reseña, 1989, y José Monleón (ed.), 1995.