Berta Muñoz Cáliz
El teatro crítico español...
     

Capítulo segundo

CENSURA Y PRIMERAS VOCES DISIDENTES (1945-1958)

II. Los autores ante la censura (1945-1958)

1. Antonio Buero Vallejo

Buero Vallejo es el único autor que, desde una postura de oposición a la dictadura, consigue estrenar durante la misma de forma regular y con éxito, tanto de público como de crítica. La frecuencia de sus estrenos a lo largo del franquismo (prácticamente, uno por año, exceptuando algunos intervalos significativos [1] ) y el hecho de que buena parte de ellos se produjeran en los teatros oficiales motivó que un sector de la oposición le acusara de hacer una obra de menor implicación social y política que la de otros autores críticos. Simultáneamente, su teoría del posibilismo teatral —según la cual los autores tenían que actuar con cierta prudencia ante la censura para que sus textos llegaran a la sociedad a la que iban dirigidos— fue utilizada para defender esta opinión y presentarle como un autor dispuesto a pactar con el régimen dictatorial [2] ; idea fundamentada en muchas ocasiones en el desconocimiento de su trayectoria personal y de su obra, y con la que el dramaturgo siempre se mostró en desacuerdo.

Aunque tanto él como Martín Recuerda sufrieron un número de prohibiciones significativamente menor que otros autores realistas (Alfonso Sastre, Lauro Olmo, Rodríguez Méndez), hay que señalar que, si bien muchas de sus obras pasaron por la censura sin problemas, en todos los períodos de la dictadura hubo textos suyos que encontraron dificultades para ser autorizados; así, en los cincuenta se le prohibió Aventura en lo gris (1954), además de la versión de El puente, de Gorostiza (1952); en adelante, no volvería a prohibírsele oficialmente ningún texto, aunque en 1964, recién iniciada la “apertura” desarrollista, le fue retenida La doble historia del doctor Valmy, en un proceso que se prolongó once años (en esta ocasión, el prestigio del autor y la nueva imagen que el régimen pretendía ofrecer hicieron que no se llegara a emitir un oficio de prohibición); a comienzos del período de decadencia, El sueño de la razón es retenida durante cerca de seis meses, y a finales del mismo, La Fundación tardará más de dos meses en autorizarse. A pesar de estas dificultades, el autor, en su pulso con la censura, aborda aspectos cada vez más problemáticos, si bien, conforme se vaya consolidando su prestigio, encontrará cada vez más reticencia a prohibirlos por parte de los censores [3] .

Por otra parte, aunque en todo su teatro hay un compromiso ético y social, sólo en algunas de sus obras —que, por lo general, fueron las que tuvieron más problemas con la censura— aborda temas claramente políticos, por lo que se dijo que este teatro era más moral que político o social, calificación que, en el contexto hiperpolitizado de aquellos años, llevaba consigo cierta acusación de autocensura o de falta de compromiso político, a lo que al autor respondía:

Cierto que a primera vista mi teatro es más bien ético que social, pero es que ésta es una de las maneras propias de trasladar el problema social al teatro. La dimensión colectiva se expresa en el teatro —y en la literatura en general— a través de personajes concretos y singulares [4] .

En lo que respecta a la falta de alusiones políticas explícitas, Buero declaraba negarse a utilizar recursos propagandísticos o panfletarios. A la pregunta sobre en qué medida su teatro era “político”, contestaba de la siguiente forma:

Por supuesto que creo que en mi teatro hay grandes dosis de política, pero de una política entendida como un fenómeno dramático, no como exposición de ideologías concretas, ya que en este sentido creo que no sería indicado el vehículo. No es un teatro exclusivamente político, ni tan siquiera primariamente político, pero sí mis obras más significativas tienen conexiones con el problema político del hombre [5] .

De forma coherente con estas ideas, mantenía la necesidad de una total independencia a la hora de escribir:

Cualquiera que sea el compromiso asumido, si el escritor no escribe desde una libertad crítica interior capaz de problematizar incluso sus convicciones más firmes, lo más probable es que no sea un buen escritor, sino un buen funcionario; cuanto más, un probo funcionario. Pero tampoco creo forzoso, para una acción socioliteraria positiva, que el escritor milite; bastará con que posea, además de talento, responsabilidad y convicciones, inalienable sentido crítico [6] .

Al igual que en el caso de otros autores críticos, su actitud frente a la censura, esta es de clara oposición: firmó documentos de protesta contra la misma y abordó el tema en algunas de sus obras de ficción, tanto en el teatro (Las meninas, La detonación), como en el ensayo (el texto alegórico “Don Homobono [7] ). Contra el ocultamiento de ciertos aspectos de la realidad que pretendía la censura, una de las constantes de su obra, como la de otros realistas, es la necesidad de desvelar la realidad para transformarla. Tal como señala Iglesias Feijoo, el triunfo de la lucidez con que culmina La Fundación “podría valer como definición del sentido global de su dramaturgia” [8] .

También comparte con otros autores realistas la búsqueda de la eficacia comunicativa como prioridad sobre la experimentación con nuevos lenguajes [9] . Este deseo de entablar un diálogo con la sociedad española estará vinculado a la elección del lenguaje realista como vehículo de expresión, tal como señala Luis Iglesias Feijoo:

En los orígenes de la dramaturgia bueriana se da, por tanto, una coincidencia entre el insoslayable derecho como creador a elegir un planteamiento estético acorde con sus necesidades expresivas y el deseo de ofrecer al público un lenguaje dramático exigente y digno, pero también accesible. Puede verse asimismo en ello la voluntad de plantear en los escenarios españoles un diálogo con el espectador en épocas en que la sociedad carecía de los mínimos cauces dialécticos para el intercambio de opiniones [10] .

Íntimamente ligada a este objetivo está la necesidad de esquivar a la censura, que se convierte en uno de sus principales obstáculos. Al inicio de La detonación, Larra afirma, ante la amargura de su padre por tener que expresarse con medias palabras: “También las medias palabras son poderosas. Y se usaron siempre porque siempre hubo mordazas...” [11] . Para Buero Vallejo, las “medias palabras” o la “autocensura” suponen un recurso forzoso en la búsqueda de la comunicación con el público, preferible antes que escribir libremente arriesgándose a la prohibición:

A veces, autocensurarse no es deformarse sino buscar comunicación: mejorar un texto. Al decir esto no pretendo, ni por asomo, justificar la censura, pero sí apuntar, ante la vastedad de su problemática, que no podemos detenernos en la simple condena —condena que, desde luego, formulamos—, ni sacar la demasiado fácil consecuencia de una falsificación irremediable de toda actividad literaria sometida a censura y autocensura [...] Autocensurarse es escribir “en situación”, mas no, forzosamente, mutilarse [...] Alguna que otra vez nos habremos censurado empobrecedoramente, y aun muchas veces, si se quiere; pero, si ello fuese siempre inevitable, yo, al menos, no habría escrito [12] .

Veinte años después, el autor mantenía esta idea, al responder a un cuestionario en el que se le preguntaba si la censura había influido en su proceso de creación:

Probablemente. Pero no para falsificarme, ni menos para anularme, sino para afrontar el reto que su realidad significaba y llegar a creaciones válidas, e incluso de oposición, que, de no existir censura, quizá no se habrían concebido [13] .

Una de las estrategias utilizadas para conseguir que los censores autorizaran sus textos fue la de decir ciertas cosas de forma implícita; no obstante, los elementos implícitos no siempre obedecen a este fin, tal como explicó Ricardo Doménech:

No cabe duda que, ante una buena parte de la producción dramática de Buero, el espectador avisado —o lector avisado— ha podido encontrar alusiones, sugerencias soterradas a temas y situaciones cuya formulación clara, explícita, era “imposible”. Los aplausos a ciertas frases de doble sentido son ya tradicionales en los estrenos de Buero Vallejo, y parece que el autor es el primero en ser consciente de este guiñar el ojo a sus espectadores. Ahora bien, por lo mismo que empequeñeceríamos el alcance de su teatro si lo limitáramos a eso, que no pasa de ser secundario y bastante accidental, empequeñeceríamos también su concepto de lo implícito si lo redujéramos a la actitud de un viajero que trata de “pasar” ciertos objetos prohibidos bajo la mirada inadvertida de los aduaneros. Lo implícito es un valor en sí, y aún más: para Buero es una conditio sine qua non de toda verdadera obra de arte, cualesquiera que sean las circunstancias del medio social e histórico en que se produce [14] .

Entre los temas que tuvo que tratar de forma implícita se encuentra la guerra civil; tal como advirtió Doménech, el acto primero de Historia de una escalera se desarrolla hacia 1919, el segundo hacia 1929, y el tercero “en la actualidad”, o sea, en 1949, quedando oculto el período correspondiente a la misma, aunque se deja traslucir que en esos años se ha ido produciendo el “enrarecimiento del ambiente” que se refleja en el último acto. Para Doménech, la presencia de la guerra en el acto tercero es continua, una guerra “de la que no se habla abiertamente ni una sola vez, pero que está allí y cuyos efectos casi ‘se respiran’” [15] . Igualmente, se oculta la traición de Fernando entre los actos primero y segundo, por lo que Hans-Jörg Neuschäfer concluye que en esta obra los acontecimientos fundamentales y problemáticos quedan situados en las lagunas cronológicas entre los actos [16] .

La autocensura adopta además otras formas y genera otros recursos, como el de localizar la acción en escenarios remotos o imaginarios, cuando se estaban abordando problemas concretos de la situación española; es el caso de la “Surelia” de Aventura en lo gris y La doble historia del doctor Valmy, o el país “imaginario” en que se desarrolla la acción de La Fundación, entre otros. Una variante del mismo consiste en poner nombres extranjeros a los personajes: el dictador “Goldmann” de Aventura en lo gris, o el doctor “Valmy” de La doble historia… El propio Buero señalaba: “Algunos de mis dramas sin localización concreta poseen, no obstante, fuertes problemas españoles” [17] .

Contra quienes sostienen que la autocensura que ejerció supuso una forma de adaptación al sistema, Neuschäfer afirma que Buero va arriesgando cada vez más en su lucha contra la censura. Para analizar este proceso, se basa en tres obras: Historia de una escalera, La doble historia del doctor Valmy y El sueño de la razón. En su opinión, el contenido de La doble historia… “es mucho más atrevido que la Escalera, pues escenifica un tema extremadamente penoso para el régimen: la tortura a los presos políticos”; sin embargo, esta obra aún se localiza en un país imaginario, “Surelia”. Finalmente, en El sueño de la razón, “Buero ya no se limita a denunciar la situación actual, sino que procura llegar hasta sus raíces” [18] . Aunque esta idea resulta cuestionable —ya que antes de escribir La doble historia… Buero había abordado nuestro pasado histórico en Un soñador para un pueblo y Las meninas, ambas autorizadas—, más allá de la difícil cuantificación del riesgo de cada uno de los textos, este estudioso parte de una premisa que no deja de ser válida: la insobornable actitud crítica del autor durante toda su trayectoria.

En cuanto a esa otra forma de autocensura que supone la aceptación de los cortes impuestos por los censores, Buero Vallejo declaró que estas modificaciones no alteraron demasiado el sentido de sus textos, pues, de no ser así, se habría negado a estrenarlos:

Las modificaciones que sufrieron mis obras fueron variables según los casos. En algunas de ellas, ninguna. En otras, pequeñas supresiones que no desfiguraban el sentido general de la obra. En otras, cortes más graves, pero no básicamente deformadores, pues en ese caso yo no las habría estrenado [19] .

De hecho, una de las causas de la prolongada retención de La doble historia… fue su negativa a suprimir fragmentos que consideraba fundamentales, como veremos. Así mismo, el autor afirmaba no haber revisado sus propios textos para autocensurarlos: “nunca tacho después de escribir, [...] dejo esa tarea a los censores y [...], si me parece excesivo su celo, me niego a estrenar” [20] . En cambio, declaró haber utilizado una táctica para burlar a los censores que consistía en introducir fragmentos para que la censura los prohibiera y conseguir así que otros de mayor interés pasaran inadvertidos o al menos, con más facilidad:

Creo haber sido el primero en revelar posteriormente ese ardid, del que, en efecto, usé en dos o tres obras, no en más. Eran añadidos en frío que después suprimía. Un cebo, pero no creo que todos los censores se engañasen. Se les posibilitaba, eso sí, la demostración ante sus superiores de que cumplían su función [21] .

1.1. Valoración de su obra por los censores [22]

Si a partir de los años sesenta su progresiva consolidación en la escena española hará que su calidad deje de ser discutida incluso entre los propios censores, en sus inicios, los juicios sobre la calidad de los textos buerianos van a ser bastante diversos. Por una parte, el menosprecio del realismo practicado por cierto sector de la inteligencia franquista en estos años hace que encontremos en los informes expresiones como “falta de inspiración” y de “originalidad”, aplicadas a Historia de una escalera. Algunos de estos informes revelan unas ideas estéticas próximas a ciertos escritos teóricos de la época, como los de Luis Araujo Costa, quien en fechas próximas a las de escritura de esta obra afirmaba que “en literatura, más que ser claro, natural y original, se requiere que el autor escriba en una forma bella y nos deleite con sus frases y sus imágenes bien escogidas” [23] . Así, de la citada Historia de una escalera podemos leer informes en los que se echa en falta esta “belleza” literaria: “Un intento renovador, con dignidad de forma, pero sin ese soplo de genialidad o de intuición creadora que salvase la limitación del tema por el ángulo de la originalidad o la defensa del elevado diálogo” (G. Montes Agudo); así como: “carece de ideal, de aliento y de toda inspiración espiritual” (fray M. de Begoña). Acerca de Una extraña armonía, se dijo que se trataba de una “comedia descarnada y amarga [...] al estilo clásico de este autor”. Así mismo, al enjuiciar Hoy es fiesta, E. Morales de Acevedo escribió que aunque poseía “muchos momentos de altura”, descendía después al “sainetillo trivial”.

No obstante, también se elogia su valor literario: así, Morales de Acevedo calificó a Historia de una escalera de “muy estimable” en este sentido. En efecto, los censores admiten el saber literario y teatral del autor capaz de escribir textos como La tejedora de sueños o Las meninas, y expresan la superioridad de estas obras sobre la mayoría de las que llegan a sus manos, aunque este reconocimiento no significa que los textos en cuestión se autorizaran fácilmente, como veremos. Otras obras de esta primera etapa que recibieron valoraciones favorables fueron Las palabras en la arena, Casi un cuento de hadas, Hoy es fiesta y la versión de El puente, de Gorostiza, aunque de todas ellas hubo también juicios desfavorables. Otros textos, sin embargo, fueron tachados directamente de tener poca calidad: así ocurrió con En la ardiente oscuridad, La señal que se espera, Aventura en lo gris o Las cartas boca abajo.

Lejos de entender este teatro como asequible para un público popular, los censores encuentran que se trata de un teatro de carácter minoritario. Así, en su informe sobre Historia de una escalera, Montes Agudo escribiría: “Nos atrevemos a vaticinar la fría acogida del público”; e incluso después del éxito de esta obra, los censores insistían en este aspecto al informar sobre La tejedora de sueños, Madrugada y Las cartas boca abajo.

En cuanto a la valoración política de este teatro, los censores muestran un desacuerdo hacia las ideas políticas y sociales del autor a lo largo de toda su trayectoria. La visión crítica de la realidad española y de su historia es enjuiciada como un signo de pesimismo o de resentimiento, frente al triunfalismo de la retórica oficial y la invitación a la evasión del teatro de humor. En su crítica de Las cartas boca abajo, Gonzalo Torrente Ballester expuso una visión del realismo bueriano que parece oportuno citar, ya que coincide en parte con ciertas apreciaciones de los censores:

Si me viese precisado a bautizar de algún modo el estilo de Buero Vallejo, lo llamaría “realismo implacable”. Su modo de ver la vida, de entenderla y de expresarla teatralmente, es duro, pesimista, desilusionado. Dicen que hay un teatro de evasión. El de Buero, y de él, este drama, es el otro extremo. Suena como una admonición, como una llamada al orden, como la señal imperativa que remite implacablemente a la realidad, sin escapatoria [24] .

El pesimismo y la desilusión a los que alude Torrente fueron destacados en algunos informes de censura. Así, se dijo que Historia de una escalera era “deprimente, aunque humana” (fray M. de Begoña), o que El concierto de San Ovidio no gustaría al público “por su crudeza expositiva y el malestar que produce” (G. Montes Agudo). Pero a pesar de estas objeciones, los censores no señalan reparos de tipo político, social ni moral en estas primeras obras. Así sucedió con Las palabras en la arena (“Sin reparos”); La tejedora de sueños (“sin ofensas a la ortodoxia”); En la ardiente oscuridad (“No sienta ninguna tesis perniciosa”); La señal que se espera (sin reparos “morales ni religiosos”); Casi un cuento de hadas (“Nada prohibitivo”); Madrugada (sin “dificultad grave en el orden moral y religioso”), e incluso con Aventura en lo gris en su primera lectura (moral y políticamente, “sin riesgo ni inconveniente”).

El primer comentario explícitamente político referido a una obra original de Buero lo encontramos en los informes sobre Aventura en lo gris, donde se habla de veladas alusiones a Mussolini e incluso de “soflamas políticas”. Unos años después, refiriéndose a El concierto de San Ovidio, José María Cano Lechuga señalaba que había en ella “resabios de amargo resentimiento”. El mismo censor, al referirse a Las Meninas, alude por primera vez de forma explícita a la significación política del autor: tras escribir que los juicios sobre las obras deberían ser “objetivos y limpios” y no caer en suspicacias y analogías fáciles, afirma que, en este caso, hay que tener especial cuidado, ya que “se trata de Buero Vallejo y [...] sus posibles alusiones a problemas actuales deben mirarse con precaución”. En años sucesivos seguimos encontrando informes que insisten en este aspecto. Ya en 1973, al dictaminar sobre La Fundación, Alfredo Mampaso escribía: “Es otra vez el Buero Vallejo de los buenos oprimidos y los malos en el poder, de los vencidos y de los verdugos, el de los recuerdos de sus años de cárcel [...]”. Igualmente, el hecho de que unos días después del estreno de La doble historia… la Jefatura de Información emitiera una “Nota Informativa” en la que se recordaba que el autor había formado parte del bando republicano durante la guerra civil y había militado en el Partido Comunista muestra que Buero seguía despertando desconfianza por parte del régimen incluso después de la muerte del dictador.

1.2. Obras sometidas a censura

Resulta significativo que, a diferencia de lo que sucede con el resto de autores aquí estudiados, todos los textos escritos por Buero Vallejo durante el franquismo fueron sometidos a censura, y lo fueron en fechas relativamente próximas a su escritura. En los primeros años del período de adaptación, se presentan a censura cuatro de sus textos, los cuales fueron autorizados para representaciones comerciales; tras la creación del Ministerio de Información y Turismo se presentan otros nueve textos originales, de los cuales ocho se autorizan para representaciones de carácter comercial, como veremos.

Su primera obra sometida a juicio de los censores fue Las palabras en la arena, presentada por la compañía Amigos de los Quintero. Fue leída por un único vocal, el falangista Gumersindo Montes Agudo, quien no sólo no puso reparos para autorizarla sino que la elogió abiertamente: tras calificarla de “Bellísima por su entonación dramática, brío poético y juego de imágenes”, al enjuiciar su valor teatral escribió: “De indudable fuerza y originalidad”. Además, escribió: “está en una línea de íntima y eficaz sugerencia aleccionadora”. En consecuencia, se autorizó su representación en el Teatro Español de Madrid.

Nueve años más tarde, en 1958, fue sometida a consideración de un censor eclesiástico, debido a que trataba un tema religioso y a que la compañía que presentó la solicitud proyectaba representarla en los días de Semana Santa. Este, Avelino Esteban Romero, desde una posición más ortodoxa que el anterior, emitió un “Informe moral” con una serie de observaciones sobre el tratamiento de la figura de Jesucristo; el censor echaba en falta el tono didáctico y doctrinario habitual en las obras que trataban temas religiosos:

Nada se dice contra Él; pero es curioso que tampoco se sienta afirmación doctrinal alguna sobre Él. Las referencias en los labios de los escribas y fariseos son, como es lógico, contrarias a Jesucristo.

Además, mostró su prevención hacia el tema del adulterio: “No sabría concretar el por qué, pero no me gusta este drama, menos para días de Semana Santa, ya que a la sombra de un hecho evangélico, su trama se limita a presentarnos un caso de adulterio”. En consecuencia, se prohibió su representación durante la Semana Santa, aunque el resto de las veces que se presentó fue autorizada sin cortes. El deseo de renovación del teatro religioso al que aludíamos unas páginas más atrás no era, pues, unánime entre los censores. Tal como señala Iglesias Feijoo, Buero no se limitó a escribir “la típica obra religiosa, propia de un tiempo de inflación de esta temática en la literatura española” [25] ; además, abordó un tema especialmente vigilado por la censura, como era el adulterio, tal como señala este autor.

Unos días después que el texto anterior, se presentaba a censura Historia de una escalera. Fue leída por tres censores, que no encontraron en ella ninguna tesis perniciosa ni contraria a los principios del régimen: así, el religioso fray Mauricio de Begoña, aunque no la encontró de su agrado, no puso reparos para autorizarla, ya que, en su opinión, no defendía una ideología concreta, sino que describía una realidad:

La obra es expositiva sin mantener tesis alguna. Describe las sordideces, sueños, fracasos y nuevos sueños de una humanidad sórdida que se repite a sí misma con rutina de bestia de noria.

Igualmente, Montes Agudo señaló que el texto carecía de “fuerza polémica”, y en cuanto a su dimensión moral, se limitó a señalar: “Sin tacha”. La “tesis principal”, para él, era la siguiente: “los hijos se resisten a caer en los errores de los padres, en limitar el vuelo de sus sueños a la estrechez de esa escalera, es decir, de ese ‘mundo’ hostil, enconado y pobre de espíritu”. Por último, Emilio Morales de Acevedo, aunque proponía la supresión de varios fragmentos, realizó un informe muy elogioso. Este censor se refería así al argumento de la obra:

Se reduce a un bello y sutil sainete para minorías selectas en el que se reflejan unas vidas de gentes humildes que habitan la casa y suben y bajan la eterna escalera; se aman, se odian, se critican, nacen y mueren y la historia se repite en los hijos, que pese a todas sus ilusiones, seguirán subiendo y bajando la eterna escalera hasta que quiera Dios.

Este censor calificaba su valor literario de “muy estimable”, y añadía: “Es prodigio de observación y de verdad que lleva al autor a no querer prescindir de adjetivos vulgares para dar fuerza y color a la obra”. También Montes Agudo encontraba apreciable la intención de hacer un teatro nuevo y distinto: destacó como virtudes “valentía en el enfoque escénico, sinceridad en el perfil de los personajes, nobleza de tema, pulcritud en el trazado moral, intento de rasgar ciertos patrones escénicos, perfecta ambientación”; sin embargo, como ya se apuntó, señaló que el autor se había quedado en el intento por falta de capacidad creadora: entre sus defectos, señaló “Indecisiones, reiteración, monotonía, estrechez de tema, artificiosidad, lentitud, poca elevación dialéctica”, y concluía: “Es una muestra de teatro inquieto, nuevo, estimable siempre, pero servido por pluma sin nervio o pasión de artista”.

Finalmente, la obra fue autorizada tan sólo una semana después de haber sido presentada, con tres cortes —dos de los cuales, significativamente, hacían referencia a la desigualdad de clases y al sindicato [26] — y dos modificaciones (“nada grave”, según el autor [27] ). Con su autorización, la carestía económica y las condiciones de vida de las clases humildes serían reflejadas por primera vez en un escenario, consiguiendo un éxito que los censores no habían sospechado. Según señala Iglesias Feijoo, en este texto el autor ya estaba poniendo en práctica su teoría del posibilismo, pues todo el entramado de relaciones ideológico-sociales permanece en el subtexto [28] . Igualmente, este autor señala que en ella Buero estaba hablando, en la medida en que le era permitido, de las secuelas de la guerra civil española:

El público de 1949 sabía, efectivamente, que se estaba aludiendo en el subtexto a problemas que no era posible plantear con mayor claridad. Pero esas referencias estaban ahí, y creo que el autor aludía, entre otras, a esta obra, cuando en 1958 contestaba a la acusación de no abordar los problemas españoles recientes, como la guerra civil: “Usted... echa sobre nuestros hombros... una culpa que no es nuestra. Dice usted que bastaría con reflejar el que los protagonistas la vivieron y en ellos dejó la enorme huella. Pues bien, eso es, sin citarlo, lo que les ocurre a nuestros protagonistas. Usted dirá que no lo nota. Y yo le responderé que es una mala suerte para mí, pero que quizá otros lo notan” [29] .

Más sencilla resultó la autorización de La tejedora de sueños, pues se aprobó sin cortes en octubre de 1950, una semana después de haber sido presentada. El fracaso íntimo del héroe guerrero y el cuestionamiento de la legitimidad de la guerra no fue obstáculo para que los representantes de un régimen que la exaltaba y basaba en ella su existencia autorizaran esta obra; por el contrario, la obsequiaron con numerosos elogios. Al igual que sucedió con las anteriores, hubo censores que la encontraron apropiada para el gusto de una elite y superior en su calidad a lo que habitualmente se mostraba en los escenarios. Así, José María Ortiz calificó su valor literario de “excelente”, su valor teatral de “bueno para un público selecto” y la calificó como “Magnífica obra de alta calidad dramática y literaria al estilo de las grandes tragedias griegas”. Morales de Acevedo se mostró igualmente elogioso: “Está llevada la obra magistralmente y hablada con hermosa sencillez. Posee mérito superior al medio ambiente de mediocridades”. Alabó igualmente su “delicadeza y sutilezas”, así como el análisis psicológico de los personajes, y destacó que, por todo ello, “cautiva a los catadores de cosas bellas”, y aplaudía la iniciativa del Teatro Nacional de estrenarlo: “Gran teatro para gran director y gran compañía”. Por último, aclaró que se trataba de una obra “Sin ofensas a la ortodoxia”.

Tampoco ocasionó dudas sobre su dictamen En la ardiente oscuridad, que se autorizó sin cortes una semana después de haber sido presentada y algo más de un mes después de que se autorizara la anterior, aunque en esta ocasión los informes fueron menos entusiastas: Montes Agudo la tachó de “fría exposición dialéctica”, escrita “sin auténtica emoción” y con “acusada pretensión intelectualista”; este censor atacó la artificiosidad de sus personajes, a los que describió como “criaturas que fuerzan sus emociones sin una natural ordenación sentimental, únicamente porque el autor las conduce ahí en su desanimada y cerebral experiencia”. Su juicio sobre el valor teatral de la obra tampoco fue mucho más favorable, pues la tachó de “conceptuosa, sin fuerza emocional”, así como de “lánguida, monótona, reiterativa”. No obstante, a pesar de estos reparos, no encontraba “peligrosidad moral”:

 Aunque el autor parece, en algunos instantes, querer justificar el crimen de Carlos —por la cínica y obsesiva influencia de Ignacio—, en realidad no oculta la baja y pasional motivación del asesino, y le condena a vivir bajo la angustiosa evocación de las inquietudes de Ignacio. No sienta ninguna tesis perniciosa, se limita a desarrollar un conflicto anímico, pero el autor no toma un definitivo campo: expone y no sugiere conclusiones. Éste es un defecto al considerar la obra como experimento literario sin concluir, pero, en cambio, le resta toda posible peligrosidad moral.

El censor Manuel Díez Crespo, al que no le correspondió enjuiciar esta obra como tal, en su crítica al estreno (calificada por Iglesias Feijoo como “muy sagaz”) señaló su relación con Edipo Rey, y la del vidente protagonista con Tiresias:

El autor plantea el terrible problema humano de la luz y de las tinieblas. Tinieblas felices y luz ardiente o infeliz. […] En este sentido, En la ardiente oscuridad es, hablando directamente de temas teatrales inmediatos, el reverso de la tesis de Evreinoff en su Comedia de la felicidad, que tanto juego ha dado en el teatro de todos los países [30] .

A diferencia de Montes Agudo, encontraba grandes cualidades en el drama: “Tan difícil tema es llevado con maestría por Buero Vallejo. Los tres actos tienen armonía y seguridad en su desarrollo. El vocabulario es justo, preciso; las situaciones, marcadas sin trucos vulgares”. En cualquier caso, su interpretación carecía de connotaciones políticas y en su lugar tomaba derroteros abstractos o metafísicos:

Sobresale el drama del personaje central y su golpe triste sobre los personajes, en quienes se adivina el signo de un futuro drama. Drama, porque ya saben que existen, porque ya comienzan a conocer, y porque, en definitiva, el asombro les va a hacer infelices ante la vida, el remordimiento y la esperanza.

La obra, sin embargo, no está exenta de crítica social, tal como han señalado varios estudiosos y el propio autor [31] . Según afirmaba Buero, aunque carece de una localización concreta, en ella estaba hablando, entre otras cosas, de “nuestra resistencia a la crítica y al movimiento” [32] . También aporta una explicación en este sentido Jean-Paul Borel, para quien su primera significación es que “hay potencias interesadas en que el hombre se crea feliz”, y “los que se aprovechan de la situación actual serían capaces incluso de llegar a matar a los defensores de la verdad” [33] .

En febrero de 1952 se autorizó sin cortes La señal que se espera, tan sólo cuatro días después de que la compañía Carbonell-Vico solicitara la autorización. A semejanza de la anterior, la valoración de su calidad fue bastante desfavorable; el único censor que lo enjuició, Morales de Acevedo, aunque señaló que no ofrecía reparos “morales ni religiosos”, calificó su valor literario de “insignificante” y su valor teatral “de muy escaso interés”, además de definiarla como una “comedia vulgar de fondo y de forma”.

En esta ocasión, también los críticos la valoraron duramente, e incluso el público, pues apenas se mantuvo dos semanas en cartel. Así, Torrente Ballester, la definió como “una equivocación de Buero Vallejo” [34] ; Gabriel García Espina, que hasta el año anterior había sido Director General de Cinematografía y Teatro, tampoco mostró demasiada estima por esta obra, aunque se mostraba respetuoso hacia su autor: “Buero Vallejo ha hecho con La señal que se espera un ejercicio dramático dificilísimo. No le salió todo lo airoso que él y nosotros esperábamos, ya lo será otra vez” [35] .  A pesar de las duras críticas hacia su calidad formal, no hubo objeciones de tipo ideológico, pues fue entendida como una obra conservadora. Torrente la definió como “una exaltación de la fe” [36] , y años después, desde una perspectiva muy distinta, Martha T. Halsey abundaba en esta idea al señalar que su tema central es “el poder creador de la fe” [37] . En este sentido, Iglesias Feijoo ha señalado que la obra “se acerca peligrosamente” a lo que el propio Buero llamaba con desprecio en 1950 el “teatro convencional” [38] , y de hecho él mismo diría en 1953 que ésta era la obra que menos le gustaba de las que había escrito hasta el momento [39] . No obstante, Iglesias Feijoo señala que, aunque formalmente se aproxima al teatro burgués, se aleja del pensamiento conservador más de lo que entendieron sus contemporáneos: si, a primera vista, ciertas alusiones a Dios parecen contradecir lo visto en La tejedora de sueños y En la ardiente oscuridad, más allá de una interpretación superficial, la obra expresa algo similar a dichos dramas, e “incluso sugerido de forma más audaz, al contraponerlo dinámicamente con las referencias a la divinidad” [40] .

A finales de 1952 se presentaría Casi un cuento de hadas, que ya en enero del 53 se autorizó sin cortes, tras ser leído por un único censor, Emilio Morales de Acevedo. Este censor calificó su calidad literaria de “estimable” y señaló que era una obra “inteligente y bella”, aunque también la tildó de “excesivamente artificiosa” y “dulzarrona”. En cuanto a su “tesis”, señaló que “peca de vulgar, aunque presuma de peregrina y profunda”, y esta consistiría en presentar a “las dos bellezas —la de la inteligencia o espiritual y física— en pugna”, para demostrar que “vence aquella”, y que la unión de ambas equivaldría a “suprema felicidad”.

Al igual que La señal que se espera, esta obra tampoco fue bien recibida por el público, pues tan sólo permaneció diez días en cartel. En su expediente no consta que ninguna otra compañía volviera a solicitar autorización para representarla.

A comienzos de 1954 se prohíbe por primera y única vez un texto original de Buero Vallejo, Aventura en lo gris, después de un proceso más largo y complicado de lo habitual en el que, no obstante, ninguno de los censores votó por la prohibición. La obra se presentó a finales de 1952, y fue leída por dos censores, los cuales señalaron que carecía de inconvenientes de tipo político. Así, Bartolomé Mostaza escribió: “Carece de sentido religioso. No ofrece peligro político”, y Gumersindo Montes Agudo coincidió en que “moral y políticamente”, la obra no tenía “riesgo ni inconveniente”. Ambos se centraron en enjuiciar su valor artístico: Mostaza la calificó de “Buen drama”, y ensalzó el segundo acto (“es francamente hermoso y acredita posibilidades poéticas en el autor”), aunque el cierre, para este censor, no estaba a la altura del acto anterior (“El tercer acto es la desbandada y resulta un tanto esquemático y atropellado”). Por su parte, Montes Agudo, aunque admitía su “calidad indudable y pretensión dramática”, la encontraba “confusa, dislocada, con una poco hábil mezcla de recursos folletinescos y un intento de acción onírica que resulta en exceso complicado y falso”, y valoraba lo que para él suponía esta obra dentro de la trayectoria del autor: “[…] es obra —como intento— estimable. Pero mucho tememos que el autor está ya obligado —ésta es su sexta obra— a algo más que intentos”.

Por motivos que tampoco esta vez quedan explicados, el texto no se autorizó, y en noviembre de 1953 fue leído de nuevo por la Junta, después de que el autor realizara algunas modificaciones. A los censores anteriores, que emitieron nuevos informes, se sumaron otros tres, que coincidieron en afirmar que la obra podía autorizarse. Morales de Acevedo únicamente puso reparos de índole artística; para este censor, la obra estaba escrita “al modo de la nueva e incoherente literatura mundial” y adolecía de un “exceso de preocupación e influencia de lecturas teatrales extranjeras”; le pareció además “insincera, muy trabajada y pretenciosa”. En cuanto a su contenido, señaló que “son de alabar la intención condenatoria de los egoísmos y la barbarie de las guerras”, y que su diálogo era “culto y tolerable en sus juicios”. A diferencia de su informe anterior, en esta ocasión, Montes Agudo advertió la presencia de referencias políticas a las que un año antes no hizo alusión:

[...] existen, evidentemente —por clima, situación y dialéctica se sugieren las horas postreras de Mussolini—, pero esta adecuación es hábil, contenida, como si el autor ‘temiera’ las consecuencias de una encubierta animosidad. Elude situaciones que inicialmente debieron haber sido concebidas, cuida los vocablos y salva así nuestros reparos, aunque no consiga nuestra ignorancia.

Sin embargo, encontraba que estas referencias estaban lo suficientemente “encubiertas”, por lo que de nuevo optó por la aprobación. Mostaza, en su segundo informe, señaló que el texto había mejorado con las modificaciones, y admitía igualmente las enmiendas propuestas por otro censor, pues, en su opinión, mejoraban el texto estéticamente “al podarlo de soflamas políticas”. Para Francisco Ortiz Muñoz, también partidario de la autorización, esta era una obra “confusa, triste, escéptica, pesimista”, en la que “no se percibe claramente la intención política del autor”. Fray Mauricio de Begoña no encontraba reparos morales ni religiosos, además de señalar que “se exponen principios correctos”, aunque supeditó su dictamen a la opinión de un superior. De hecho, es posible que la prohibición fuera ordenada por alguna instancia superior, al igual que ocurrió con dos textos de Alfonso Sastre prohibidos en ese año, aunque no hay documentos que lo confirmen. El propio autor señalaba que los motivos de la prohibición nunca le fueron aclarados [41] .

Patricia O’Connor señala que el veto debió estar motivado por la condena de la guerra (y, consiguientemente, de la guerra civil española, tal como señala R. L. Sheenan [42] ) y del totalitarismo, pero también por el parecido de dos de los personajes con Mussolini y su amante [43] , lo que, como vimos, fue destacado por Montes Agudo, aunque sin prohibirla por ello. Luis Iglesias Feijoo parece coincidir con esta estudiosa al afirmar que, en esta obra, Buero, “tras haber condenado la guerra en los tiempos homéricos, quiso, según su doctrina posibilista, hacer lo mismo en una obra situada en nuestro tiempo, aunque en ‘Surelia’, sin aludir a su país explícitamente” [44] . En 1963 se presentó a censura una nueva versión —“en mi opinión bastante más censurable”, diría el autor [45] — que se autorizaría sin cortes, como veremos.

Mientras se debatía el dictamen de Aventura en lo gris, se presenta a censura Madrugada, texto que fue leído únicamente por dos censores y autorizado sin cortes, una semana después de su entrada en el registro. Francisco Ortiz Muñoz señaló dos cortes en la escena más violenta para rebajar las “notas de impiedad”, pues la “fuerza dramática” de la obra, escribía, se sustentaba sobre los odios, egoísmos, pasiones e incluso impiedad entre padre e hijo”. Por su parte, fray Mauricio de Begoña señaló que no ofrecía “dificultad grave en el orden moral y religioso”, y la calificó como “Una obra intensamente dramática, pero acaso de difícil acceso para el público en general”. Si en apariencia esta obra no ofrecía una lectura crítica hacia la sociedad franquista, también en este caso se trata de “una simbólica y trágica lucha por encontrar la verdad”, tal como señala Mariano de Paco [46] ; lucha que el autor sitúa en un contexto en el que la protagonista ha de enfrentarse a un muro de hipocresía y de conveniencias para desvelar la realidad.

Más sencilla aún resultó la autorización de Irene o el tesoro: presentada por la compañía del Teatro Nacional María Guerrero en noviembre de 1954, fue enjuiciada por la Comisión Permanente de los Teatros Oficiales del Consejo Superior de Teatro, y se autorizó al día siguiente de su presentación. En el informe que realizó José María Ortiz se dice que dicha Comisión no encontró en la obra “ningún reparo de orden ético, político, social o religioso”. En ella, Buero presenta a una protagonista enferma de esquizofrenia que opta por el suicidio como única salida posible para escapar a la sordidez que la rodea, al tiempo que plantea si aquellos que la rodean no están más alejados que ella de la realidad. Luis Iglesias, quien señala que se trata de la obra más ambigua del autor, indica que esta ambigüedad puede haber tenido un carácter preventivo, pues la protagonista opta por el suicidio ante el temor de ser llevada a un manicomio donde empeorará aún más su ya de por sí sórdida existencia, y la justificación del suicidio era uno de los temas vetados por la censura (tal como quedaría reflejado en las Normas de 1963) [47] .

La crítica acusó esta ambigüedad, y en algunos casos, manifestó su acuerdo con lo expuesto en la obra. Así, para Nicolás González Ruiz este texto era “una demostración de los dones que nos hace la misericordia de Dios”, y algo parecido debió ocurrirle a cierto público, según explicaba, tras el estreno, Torrente Ballester: “Cuando las señoras de mis alrededores comenzaron a enternecerse comprendí que la fusión de lo real y lo irreal no se produciría. El público vio al niño travieso, vio lo que veía Irene y no lo que debía ver”. Sin embargo, no hubo unanimidad en este aspecto, ya que algún crítico que buscaba en la obra valores religiosos encontró defraudadas sus expectativas, como Juan Fernández Figueroa, quien echaba en falta la presencia del Dios cristiano y señalaba que “la conciencia religiosa del hombre —máxime del hombre español— repugna la ambigüedad” [48] .

Hoy es fiesta fue presentada a censura por primera vez en octubre de 1955, por la compañía del teatro María Guerrero, y fue leída por un único censor, que la autorizó. Un mes más tarde, sin embargo, el director del teatro, Claudio de la Torre, retiró la petición y el expediente fue anulado. En aquella ocasión, Morales de Acevedo comparó esta obra con Historia de una escalera, aunque, en su opinión, era “muy desigual” e inferior a aquella: se refirió a ella como “sainetillo” y “sainetón”, y señaló que el conflicto dramático no estaba “sinceramente definido”, como tampoco lo estaba su protagonista, Silverio. Aunque reconocía que el tercer acto estaba “desarrollado con innegable interés”, entendió que se alargaba demasiado y estaba “excesivamente cargado de almibarismo y latiguillos de poca talla”, y concluía: “Le sobra mucho a esta producción, tanto como le falta no poco de sinceridad”.

En agosto del año siguiente volvió a presentarla la misma compañía, y en esta ocasión, tras ser leída por otro vocal, se autorizó sin cortes. El censor que la leyó, el periodista Bartolomé Mostaza, elogió el reflejo de las situaciones de la vida cotidiana y su diálogo (“magnífico en su realismo y en su carga emotiva”). Encontró en la obra “más bondad que maldad, a pesar de todo”, y la calificó de “comedia optimista, compuesta de unos materiales ínfimos”. Además, señaló que “moralmente, no hay objeción que hacerle”.

Presentada por la compañía de Alberto Closas, a principios de 1957 se autorizaba Una extraña armonía, tras haber sido leída por un solo censor, Adolfo Carril, quien señaló un corte que finalmente se impuso (“sucia perra salida”). Carril calificaba a esta obra como “comedia descarnada y amarga”, así como “verdadera expresión de la tragedia de una vida torcida por un desengaño”, para concluir señalando que esta era “una tragedia más al estilo clásico de este autor”.

Al igual que los textos anteriores, Las cartas boca abajo fue autorizada unos días después de haber sido realizada la petición, tras ser leída por Morales de Acevedo. Para este vocal, la obra carecía de matices políticos y religiosos, aunque juzgó severamente su calidad dramática: la encontró “discursiva, poco sincera y un tanto rebuscada”, de valor literario “no muy sobrado”, y dirigida a un público “selecto y bondadoso”.

Cuando la obra se estrenó, el dramaturgo Adolfo Prego, que años después entraría a formar parte de la Junta de Censura, destacaba la crudeza del drama, al que negaba cualquier atisbo de optimismo o de esperanza:

No se ha permitido el autor ni una sola sonrisa a lo largo de toda la obra. Con una decisión fría, guiado por el positivo talento dramático que desde hace tiempo se le conoce al señor Buero aun en aquellas obras que no logran el favor del público, acumula atrocidades y bajezas en el seno de una breve familia, compendio de frustraciones y derrotas.

E igualmente, encontraba cierta artificiosidad en su construcción, al igual que lo había hecho el censor:

Pero el señor Buero conoce su oficio. Siempre se queda con algunas cartas de las que están boca abajo. Su capacidad para arrancar a las vidas sus acordes más tristes le permite ir revelando nuevas desventuras, incluso a riesgo de caer en la falsificación [49] .

Si desde Aventura en lo gris el resto de obras sometidas a censura se habían autorizado sin problemas, el drama histórico Un soñador para un pueblo volvería a suscitar las dudas sobre su autorización. Entre quienes la enjuiciaron, Pío García Escudero mostró su rechazo hacia su visión del pasado histórico, especialmente, hacia el afrancesamiento de Esquilache, expresado en “numerosas frases que, a mi juicio, llegan a deformar la verdad histórica y son poco favorables para España y para el pueblo español”. Alfredo Timermans coincidía en este aspecto, además de encontrar problemáticas la presentación del marqués de la Ensenada como instigador del motín, la crítica de Esquilache a los títulos nobiliarios y al Santo Oficio, o su invocación a la necesidad de que España imite a Europa. Sin embargo, a diferencia del anterior, no encontró tendenciosa esta presentación de la historia:

La obra parece tener un gran rigor histórico y significa una reivindicación del reinado de Carlos III y principalmente de su Ministro Esquilache.

La figura del monarca está tocada con toda dignidad y refleja el intento del mismo, en unión de su Ministro, de superar una época de dejadez, abandono y negligencia.

Finalmente, en diciembre de 1958, dos semanas después de que la compañía del Teatro Español presentara la petición, el texto se autorizó con la supresión de dos fragmentos susceptibles de “actualización”: el ataque del Rey a los políticos (“son políticos: o sea, malvados”; pág. 32 de la Primera Parte) y una alusión al Pardo (“¿Tú en el Pardo?”; pág. 30 de la Primera Parte) [50] .

Merece la pena detenerse en la fuerte polémica desatada en la prensa tras el estreno, en torno a la visión que esta obra ofrecía de la España de la Ilustración y sus políticos. Tal vez esta polémica, que los censores no pudieron prever, motivó que los dramas históricos presentados a partir de entonces fueran observados con más celo que este primero. A finales de 1958, el que fuera Director General de Cinematografía y Teatro en dos ocasiones, José María García Escudero [51] , publicó dos artículos en los que cuestionaba la figura de Esquilache, de quien aseguraba: “ha tenido durante muchos años muy mala prensa; pero ahora parece que la va teniendo demasiado buena”, por lo que acusaba a Buero de plantear una defensa de la Ilustración “más incondicional y absoluta de lo que sería deseable”. En suma, le parecía peligroso encomiar una política llena “de ligereza y presunción” y de efectos perniciosos: “el cortar capas, que es como se empezó, y el expulsar sotanas, que es como se acabó”.

Este espectáculo sufrió además otro ataque, de tono aún más radical: el de Mariano Daranas, quien afirmaba: “El esquilachismo, y esto lo he aprendido de Unamuno, es sólo negocio de papanatas o de viles”. Frente a la figura de Esquilache, este autor reivindicaba la de Miguel Primo de Rivera, “un verdadero soñador para un pueblo, eslabón de un linaje psicológico así español como universal, pues de Cisneros a Franco no necesita nuestro pueblo... luces de favoritos impuestos e intrusos”. El impacto de la obra adquirió tintes de esperpento cuando, con motivo de su estreno en Barcelona, la Asociación de Hidalgos de España, herida por la presentación de la figura de Ensenada, acordó la creación de un premio con su nombre para trabajos “sobre nuestra hidalguía tradicional” [52] .

En efecto, la visión de la historia de España materializada en esta obra se alejaba de la historiografía oficial, que, tal como señala Iglesias Feijoo, tendía a presentar la Ilustración como un período “decadente, extranjerizante e impío”:

El revuelo producido, sólo comprensible en las coordenadas vigentes en los años de posguerra, derivaba del propósito del autor de romper con lo que Maravall ha llamado “la tradicional, la castiza imagen de España”, y por ello se despertaron contra él lo que el mismo historiador denomina “los mon­tajes tradicionalistas y antihistóricos” [53] .

Además, se le prohibió en 1952 una adaptación de El puente, de Gorostiza, sin que en los informes de los censores se haga ningún comentario sobre la adaptación ni sobre la significación del adaptador.

 



[1] Concretamente, el de cuatro años que tuvo lugar en torno a la retención de La doble historia del doctor Valmy (1964), que se produce entre Aventura en lo gris (1963) y El tragaluz (1967), y, tras este último, el de dos que sucedió a la negativa de la censura a autorizar para sesiones comerciales la ópera Mito.

[2] Tal como señala Luis Iglesias Feijoo refiriéndose al carácter crítico de su teatro, “en sus primeros diez años de su vida de autor no faltaron quienes consideraban tal ingrediente escaso o insuficiente ante la urgente demanda de un arte más explícito o intervencionista”. (Iglesias Feijoo, 1990, pág. 71).

[3] La información que aquí se ha utilizado procede de mi Memoria de Licenciatura: Dos actitudes ante la censura: Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre (Universidad de Alcalá, 1996), donde se recoge información referida a todas las obras presentadas a censura de estos autores. Dentro de la escasez de estudios sobre la censura teatral durante el franquismo, tanto Buero Vallejo como Alfonso Sastre son posiblemente los autores más estudiados en este aspecto, tanto en estudios dedicados a su labor individual como al famoso debate sobre el posibilismo. Así, por ejemplo, Neuschäfer (1994), en el capítulo dedicado al arte escénico, se centra únicamente en estos dos dramaturgos. Sobre Buero Vallejo en particular, el interés por la incidencia de la censura en su obra se remonta a los años finales de la dictadura. Véase, por ejemplo, O’Connor (1969), así como Sheenan (1968). Acerca del debate sobre el posibilismo, véase el balance que realiza L. Iglesias Feijoo (1996), así como mi artículo sobre este tema (2004).

  [4] Isasi Angulo, 1974, pág. 61.

[5] Pérez de Olaguer, 1971, pág. 6.

[6] Beneyto, 1977, pág. 27.

[7] Publicado originalmente en Informaciones (9-V-1955), este texto se encuentra recogido en: Antonio Buero Vallejo, 1994, págs. 603-606. Citado por Pascual Gálvez, “Buero Vallejo: la tragedia esperanzadora del teatro”, en: Aznar Soler (coord.), 1996, pág. 60.

[8] Iglesias Feijoo, 1982, pág. 442.

[9] El autor hacía alusión a la subordinación de la estética ante la función transformadora de la sociedad con estas palabras: “La finalidad social del teatro [...] es una finalidad, en suma, emotiva y reflexiva, orientada a la transformación positiva de la sociedad. Y todo ello lo es, siempre, a la par que un instrumento de conocimiento de lo real y no sólo de su transformación, como todo arte [...]. Sustentando, finalmente, todo el edificio de finalidades sociales, se encuentra un objetivo básico: el del deleite estético, que por sí solo no justificaría ningún teatro, pero sin el cual ningún teatro es válido como espectáculo”. (Respuesta a la encuesta “Cuatro autores contestan a cuatro preguntas sobre teatro social”, Arriba, 14-IV-1963; reproducida en: A. Buero Vallejo, 1994, pág. 690).

[10] Iglesias Feijoo, 1982, pág. 213.

[11] A. Buero Vallejo, La detonación. Las palabras en la arena, Madrid, Espasa Calpe, 1987.

[12] Beneyto, 1977, págs. 22-23.

[13] Carta personal del autor, fechada en diciembre de 1995.

[14] Doménech, 1993.

[15] Doménech, 1968, pág. 25.

[16] Neuschäfer, 1994, pág. 152.

[17] M. Gordón, “La vida española de hoy a través de los dramaturgos contemporáneos”, Ya, 28-II-1965, citado por L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 86.

[18] Neuschäfer, 1994, págs. 154 y 168.

[19] Heras y Rivera, 1974a.

[20] Beneyto, 1977, págs. 22-23.

[21] Carta personal del autor, fechada en diciembre de 1995.

[22] Para no multiplicar las citas, en adelante, cada vez que se citen documentos de un expediente, nos remitimos a la bibliografía que aparece al final de este trabajo, donde se citan los datos de localización de todos ellos. Los informes completos, fragmentos tachados que aquí no se recogen de forma exhaustiva y otra documentación de los expedientes de los autores aquí estudiados se encuentran recogidos en mi trabajo Expedientes de la censura teatral franquista (Madrid, Fundación Universitaria Española, en prensa).

[23] L. Araujo Costa, “La materia y la forma literaria”, Revista Nacional de Educación, 71 (1947), págs. 28-39. Citado por Valls, 1983, pág. 76.

[24] Arriba, 6-XI-1957.

[25] L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 50.

[26] “Urbano.- Más vale ser un triste obrero que un señorito inútil” (Acto III, pág. 18); “Fernando.- [...] también tú ibas a llegar muy lejos con el sindicato y la solidaridad” [...] Urbano.- Sí, hasta para vosotros, los cobardes que nos habéis fallado!” (Acto III, pág. 98). En adelante, cito siempre por los ejemplares censurados.

[27] Beneyto, 1977, pág. 24.

[28] Iglesias Feijoo, 1982, pág. 17.

[29] Miguel Luis Rodríguez, “Diálogo con Antonio Buero Vallejo”, Índice, 119 (1958), pág. 19. Citado por L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 33

[30] Arriba, 2-XII-1950. Citada por L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 55.

[31] El autor señalaba que el hecho de que ésta fuera una obra principalmente metafísica no implicaba que “no se incluyan también resonancias de carácter social”. (A. Buero Vallejo, “La ceguera en mi teatro”, art. cit., pág. 5. Citado por Luis Iglesias Feijoo, 1982, pág. 85).

[32] M. Gordón, “La vida española de hoy a través de los dramaturgos contemporáneos”, Ya, 28 de febrero de 1965, citado por L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 86.

[33] J. P. Borel, págs. 240 y 241. Citado por L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 84. Una idea que, según Iglesias Feijoo, ya aparecía anunciada en dramas estrenados con anterioridad, aunque es aquí donde se materializa de forma más evidente: “Si el Fernando de Historia de una escalera quería “subir” aplastando a quien fuese, Carlos efectivamente elimina a su oponente. Si en Las palabras en la arena la sociedad trama la supresión del disidente, aquí somos testigos de cómo lo lleva efectivamente a cabo”. (Iglesias Feijoo, 1982, pág. 85).

[34] Arriba, 22-V-1952. Citado por L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 113.

[35] El Alcázar, 22-V-1952.

[36] Teatro español contemporáneo, 1957, pág. 326. Citado por F. Ruiz Ramón, 1992, pág. 349.

[37] “Buero Vallejo and the significance of hope”, Hispania, LI (1968), pág. 60. Citado por Ruiz Ramón, 1992, pág. 349.

[38] Iglesias Feijoo, 1982, pág. 116.

[39] Entrevista de José Antonio Flaquer, “Al público español de teatro le encantan todavía muchas obras mediocres”, La Nueva España, 13-VI-1963. Citado por Iglesias Feijoo, 1982, pág. 113.

[40] Iglesias Feijoo, 1982, pág. 119.

  [41] Beneyto, ob. cit., pág. 24.

[42] Art. cit., págs. 127-128. La cita es de L. Iglesias Feijoo, ob. cit., pág. 142.

[43] “Censorship in the Contemporary Spanish Theater and Antonio Buero Vallejo”, Hispania, LII (1969), pág. 184. La cita es de L. Iglesias Feijoo, ob. cit., pág. 142.

[44] Iglesias Feijoo, 1982, pág. 154.

[45] Heras y Rivera, 1974a, pág. 24.

[46] Cuevas (ed.), 1990, pág. 51.

[47] Iglesias Feijoo, 1982, pág. 161.

[48] N. González Ruiz, “Irene o el tesoro en el María Guerrero”, Ya, 15-XII-1954; G. Torrente Ballester, “Estreno en el María Guerrero de Irene o el tesoro”, Arriba, 15-XII-1954; J. Fernández Figueroa, “Dios en dos almas”, Índice, 77 (febrero 1955), pág. 2. (Citadas por Iglesias Feijoo, 1982, pág. 159).

[49] Informaciones, 6-XI-1957.

[50] Refiriéndose a esta última, José García Templado comenta que, en el estreno, el actor pronunció la frase prohibida, aunque, en contra de lo que todos esperaban, no ocurrió nada (García Templado, 1992, pág. 22).

[51] José María García Escudero, “Un soñador para un pueblo”, Ya (27-XII-1958), y “Un pueblo para un soñador”, Ya (1-I-1959). (Citados por L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 240).

[52] La crítica de Daranas apareció en ABC (15-III-1959); la reivindicación de la figura del marqués de la Ensenada, firmada por Fernando Vázquez Prada, en La Prensa (6-II-1960). (Citadas por L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 240).

[53] L. Iglesias Feijoo, 1982, pág. 240.